—A mí me recuerda algo —dijo pensativo Poirot—. ¿Qué es, qué es?
Se quedó mirándome fijamente. Pero no me fue posible ayudarle a hacer memoria. Además hay que conocer a Poirot. Todo le recuerda siempre «algo».
—Una visita a un amigo… en una casa de campo —musitó mi interlocutor—. No… De eso hace mucho tiempo.
—Cuando vuelva a Londres vendré a verle otra vez para referirle todo lo que Hardcastle me cuente acerca de Merlina Rival —le prometí.
Poirot agitó una mano.
—No es necesario.
—¿Quiere decir que lo sabe todo, sin necesidad de que le cuenten nada?
—No. Quiero decir que esa mujer no me interesa…
—Que no le interesa… ¿Por qué? No lo entiendo.
—Hay que concentrar la atención en los puntos básicos. Hábleme, en cambio, de Edna, la chica que murió en la cabina telefónica en Wilbraham Crescent.
—No le puedo decir más de lo que le he dicho ya… No sé nada acerca de la joven.
—De manera que todo lo que puede notificarme sobre ella es que se hallaba en posesión de un cerebro escasamente despejado y que la vio en una oficina, a raíz de un menudo incidente, aquel en que perdió el tacón de su zapato al pisar un enrejado… —Poirot se interrumpió a sí mismo bruscamente—. A propósito, ¿dónde quedaba ese enrejado?
—¿Cómo voy a saberlo. Poirot?
—De haber formulado esa pregunta usted se habría enterado de ello, indudablemente. ¿Cómo se va a enterar de las cosas si no formula las preguntas oportunas?
—Pero, ¿y qué más da que perdiera el tacón aquí o allí?
—Puede ser un detalle interesante. De otro lado, debiéramos saber dónde estuvo esa muchacha, con exactitud. Así quizá llegaríamos a relacionarla con otra persona o con un acontecimiento. Aquélla pudo visitar el mismo lugar y con ello el supuesto suceso adquiriría significación.
—Creo que va usted muy lejos… Bueno, el caso es que me consta que el incidente ocurrió muy cerca de la oficina en que trabajaba. En efecto, la chica dijo que se había comprado unos pasteles, regresando a aquélla, descalza, para comérselos. Luego preguntó cómo se las arreglaría para volver a su casa.
—¿Y cómo se las arregló? —inquirió Poirot, muy interesado.
Le miré desconcertado.
—No tengo la menor idea.
—¡Oh! Así es imposible. Jamás acierta a formular las preguntas precisas. Resultado: no se entera de lo más importante.
—Será mejor que vaya usted mismo a Crowdean y lo haga por mí —respondí amoscado.
—Para mí eso es imposible, de momento. La próxima semana hay una subasta importante de manuscritos de escritores…
—¿Sigue usted ocupado todavía con su pasatiempo?
—Desde luego que si. —Los ojos de Hércules Poirot parecieron animarse—. Mire… Aquí tiene las obras de John Dickson o Carter Dickson, como firmaba aquél a veces sus trabajos…
Me escapé antes de que avanzara mucho en su discurso, alegando una cita urgente. No me hallaba en disposición de escuchar una conferencia sobre los antiguos maestros de la novela policíaca.
* * *
A la noche siguiente me encontraba sentado en la escalinata de la casa de Hardcastle, en la oscuridad, poniéndome en pie al ver que aquél regresaba ya.
—¡Hola, Colin! ¿Eres tú? Otra vez surgiendo de las tinieblas, ¿eh? ¿Cuánto tiempo hace que esperas aquí?
—Media hora, aproximadamente.
—Lamento que no hayas podido aguardar dentro.
—No me hubiera costado ningún trabajo entrar en la casa, querido. ¡Tú no tienes ni idea acerca del entrenamiento a que somos sometidos!
—Entonces, ¿por qué no entraste?
—No quise mermar tu prestigio. ¿Qué diría la gente de un inspector de policía cuyo hogar se ve allanado por el primer intruso que se lo propone?
Hardcastle sacó una llave, abriendo la puerta de su domicilio.
—Entra, entra y no digas tonterías.
El inspector condujo a su amigo al cuarto de estar, procediendo a preparar unas bebidas.
—Tú dirás cuándo está bien.
Tardé algo en detener su mano. Cada uno con su vaso en la mano ya, nos acomodamos en sendos sillones.
—La cosa marcha por fin —dijo Hardcastle—. Hemos identificado el cadáver.
—Lo sé. Estuve en la hemeroteca… ¿Quién fue Harry Castleton?
—Un hombre aparentemente respetable, que hizo una profesión del matrimonio repetido. A veces sacaba partido de los compromisos amorosos que contraía con crédulas mujeres, invariablemente acomodadas. Le confiaban sus ahorros, impresionadas por sus conocimientos sobre las finanzas, y más adelante se esfumaba.
Evocando la figura de la víctima, comenté:
—Su aspecto no recordaba en nada a esa clase de individuos.
—Aquél constituía precisamente la base de su negocio.
—¿No fue jamás procesado?
—No… Hemos llevado a cabo indagaciones, pero resulta difícil obtener más información. Cambiaba de nombre muy a menudo. En Scotland Yard se cree que Harry Castleton, Raymond Blair, Lawrence Dalton y Roger Byron eran la misma persona. Sin embargo, esto no se ha podido probar. De las mujeres afectadas, compréndelo, no hay que esperar ayuda alguna. Aquéllas siempre prefirieron perder su dinero en tales casos. El individuo se reducía en realidad a un nombre… Operaba aquí y allí, empleando las mismas normas, mostrándose increíblemente escurridizo. Cuando, por ejemplo, Roger Byron desaparecía de Southend, otro sujeto llamado Lawrence Dalton iniciaba sus actividades en Newcastle. Eludía las fotografías… Procuraba escabullirse cuando las amistades de sus enamoradas se empeñaban en obtener alguna instantánea. Y a todo esto hay que remontarse a mucho tiempo atrás, quince o veinte años… Fue entonces cuando dejó de dar señales de vida. Circuló el rumor de que el individuo en cuestión había muerto; hubo personas que aseguraron que se había marchado al extranjero…
—No se volvió a saber de él hasta el instante de aparecer tendido, muerto, sobre la alfombra del cuarto de estar de la señorita Pebmarsh. ¿No es eso?
—Exactamente.
—Claro está, ahora es posible formular algunas hipótesis.
—En efecto.
—¿Una mujer despreciada que jamás perdonó? —sugerí.
—No es nada disparatado. Hay mujeres que no olvidan fácilmente algunos agravios…
—Y si esa mujer llevaba camino de quedarse ciega, ¿no serían ya dos los motivos de aflicción?
—Sólo podemos hacer conjeturas. Y éstas carecen de apoyo sustancial.
—¿Qué tal es la esposa de Harry Castleton? Merlina Rival… ¡Qué nombre! No debe ser el suyo.
—Se llama en realidad Flossie Gapp. El otro es invento suyo. Se acomoda más a su género de vida.
—¿Qué es? ¿Una aventurera?
—No se trata de una profesional.
—Digámoslo discretamente: una dama de quebradiza virtud.
—Yo aseguraría que en otro tiempo fue una mujer de buen carácter, inclinada a servir a sus amigos y vecinos. Se presentó como ex actriz. Ahora, ocasionalmente, hace trabajos domésticos. Me pareció simpática.
—¿Se puede confiar en ella?
—Absolutamente en lo que se refiere a la identificación del cadáver. No vaciló un momento.
—Ha sido una suerte.
—Sí. Yo comenzaba a desesperarme ya. ¡La de esposas que han pasado por mi despacho! Empezaba a preguntarme si existiría alguna mujer en el mundo que conociera a su marido. Te diré una cosa: es posible que la señora Rival sepa acerca de su Harry más de lo que ha dejado traslucir.
—¿Ha estado ella mezclada alguna vez en asuntos de tipo criminal?
—En los archivos no hemos encontrado nada. Me inclino a pensar que quizá tenga algunos amigos de conducta dudosa. Nada serio, seguramente. Pequeños hurtos, un poco de juego y otras cosas por el estilo.
—¿Qué hay de los relojes?
—Para ella no significan nada. Creo que dijo la verdad. Hemos averiguado su procedencia: «Portobello Market». Esto por lo que al de porcelana de Dresden y al de los metales dorados se refiere. Una pista carente de valor. Ya sabes lo que pasa los sábados allí. El dueño del «stand» asegura que fueron adquiridos por una dama americana. Una suposición, sin duda. «Portobello Market» está siempre lleno de turistas americanos. La esposa afirma, en cambio, que fue un hombre el que los compró. No recordaba su rostro. El de plata procedía de una platería de Bournemouth. Se interesó por el reloj una señora de elevada estatura que quería hacer un regalo a su nieto. Sólo recuerda que iba tocada con un sombrero verde.