—¿Y qué se sabe del cuarto reloj, del que desapareció?
—No ha habido comentarios —murmuró Hardcastle.
Comprendía perfectamente lo que quería decir con aquellas cuatro palabras.
Capítulo XXIII
NARRACIÓN DE COLIN LAMB
El hotel en que me hospedaba, de pocas habitaciones, se encontraba en las inmediaciones de la Jefatura de Policía. En el restaurante del mismo se servían unos asados tolerables. Esto era todo lo que podía decirse de él. Aparte, desde luego, de que resultaba barato.
A las diez de la mañana del día siguiente telefoneé al «Cavendish Secretarial Bureau», diciendo que necesitaba una taquimecanógrafa para dictarle varias cartas y copiar un contrato comercial. Mi nombre era Douglas Weatherby y me encontraba en el «Clarendon Hotel». (Cosa curiosa: tales establecimientos, cuando son mediocres, poseen siempre nombres rimbombantes). ¿Se hallaba libre la señorita Sheila Webb? Un amigo mío me la había recomendado por su eficiencia.
Estaba de suerte. La señorita Sheila iría a verme en seguida. Ahora bien, a las doce la joven tenía que atender otra llamada. Respondí que antes de la hora indicada habría terminado con ella, pues yo tenía también una cita.
Me había apostado junto a la puerta giratoria del «Clarendon». Al ver a la chica avancé en dirección a ella.
—Si busca al señor Douglas Weatherby aquí me tiene a su disposición —le dije.
—¿Fue usted quien llamó por teléfono?
—En efecto.
—Pero no está nada bien que haga eso.
Sheila parecía un tanto escandalizada por mi actitud.
—¿Por qué? Estoy dispuesto a pagar al «Cavendish Bureau» los gastos derivados de la prestación de sus servicios. Qué más le da a su directora que pasemos el tiempo en el café que hay al otro lado de la calle en lugar de acomodarnos en una habitación sólo con el propósito de dictarle aburridas cartas que siempre empiezan así: «La suya de día 3 en mi poder…» Andando, señorita Webb. Tomemos unas tazas de café en un tranquilo rincón de ese establecimiento.
Predominaban en el local por mí elegido los tonos violentos, agresivamente amarillos. Los tableros de las mesitas, de «fórmica», los cojines de plástico, las tazas y los platillos, todo allí dentro recordaba el matiz de las plumas del canario.
Pedí que nos sirvieran con el café unas tortitas triangulares que constituían la especialidad del establecimiento. Nos hallábamos casi solos debido a lo temprano que era.
Cuando la chica que nos atendió se hubo alejado de nosotros, Sheila y yo nos contemplamos unos segundos en silencio.
—¿Se encuentra bien, Sheila? —pregunté yo después.
—¿Por qué me lo pregunta?
No había dejado de observar sus grandes ojeras, de un tono más bien violeta que azulado.
—¿Ha estado usted indispuesta?
—Sí… No… No lo sé. Yo creí que se había ausentado…
—He estado fuera, en efecto, pero ya he vuelto.
—¿Por qué?
—Usted sabe por qué.
Sheila bajó la vista.
—Me da miedo… —murmuró tras una larga pausa.
—¿Quién o qué le da miedo?
—Ese amigo suyo, el inspector. Cree… cree que yo maté a aquel hombre y también a Edna…
—¡Oh! No se preocupe. Son sus modales —repliqué para tranquilizarla—. Anda siempre de un lado para otro dando la impresión de que sospecha de todo el mundo.
—No, Colin, no es eso. No conduce a nada decirme esas palabras con la intención de animarme. Desde el primer momento se figuró que yo tenía algo que ver con todo ese asunto.
—Mi querida Sheila, no existe prueba alguna contra usted. El hecho de que el otro día se encontrara frente a un cadáver, porque alguien urdiera una criminal treta con ese fin…
La joven me interrumpió.
—El atribuye mi presencia allí a mí misma. Cree que todo ha sido dislocado con el propósito de desorientarle. Se figura que Edna estaba al tanto de esta historia, que mi compañera reconoció mi voz por teléfono cuando llamé haciéndome pasar por la señorita Pebmarsh…
—¿Y era su voz?
—No, no, por supuesto que no. Yo no fui la autora de esa llamada telefónica. Hace ya tiempo que vengo diciéndoselo.
—Mire, Sheila… Usted dígales a los demás lo que se le antoje, pero a mí me ha de contar la verdad.
—Así pues, ¡usted tampoco me cree!
—Sí. Si la creo. Usted puede haber hecho esa llamada telefónica impulsada por un motivo inocente. Alguien hubiera podido sugerírselo explicándole, quizá, que era parte de una broma. Luego, asustada, existe la posibilidad de que mintiera, de que insistiese en su embuste inicial, arrastrada ya por las circunstancias… ¿Es eso lo que sucedió?
—¡No, no, no! ¿Cuántas veces tengo que decírselo?
—Escuche, Sheila… Hay algo que usted no me ha contado. Deseo que confíe enteramente en mí. Si Hardcastle hubiese logrado obtener una prueba contra usted, de la que no me hubiera hablado en absoluto…
La joven le interrumpió de nuevo.
—¿Espera que se lo cuente todo?
—La verdad es que no hay nada que le obligue a ello. Somos, por remotos puntos de contacto, miembros de la misma profesión.
En este momento apareció la camarera con lo que habíamos pedido. El café presentaba un color tan pálido como la piel de visón que por aquellos días estaba de moda.
—Yo ignoraba que tuviese usted que ver con la policía —manifestó Sheila sumergiendo su cucharilla en el líquido, moviendo la misma pausadamente.
—No es eso, exactamente. Se trata de una derivación, de algo muy distinto. ¡Ah! Pero a esto era adonde yo quería ir a parar: si Dick no me pone al corriente de las cosas que sepa sobre usted será por una razón especial. Es porque él cree que me intereso por usted de un modo personal. Pues… sí, es cierto. Y aún hay más. Estoy a su lado. Sheila, haya hecho usted lo que haya hecho. No olvido su salida de aquella casa de Wilbraham Crescent, auténticamente aterrorizada. Jamás he creído que estuviese representando una comedia. No he pensado jamás que fingiera.
—No puedo negar que estaba verdaderamente asustada.
—Pero, ¿por qué se asustó usted? ¿Es que le causó una fuerte impresión ver el cadáver? ¿O le sorprendió algo más?
—¿Qué otra cosa pude haber visto en aquellos precisos momentos?
Me crucé de brazos.
—¿Por qué hurtó el reloj que llevaba grabado en uno de sus bordes el nombre de «Rosemary»?
—¿Qué quiere usted decir? ¿Por qué había de robarlo?
—Soy yo quien pregunta.
—Ni siquiera se me ocurrió tocarlo.
—Usted dijo que se había dejado los guantes en la casa, manifestando que deseaba entrar en la misma a por ellos. Aquel día no llevaba guantes. Era un hermoso día de septiembre… No la he visto con aquéllos puestos ni un momento. Así pues, usted volvió al cuarto de estar y se llevó el reloj. No siga mintiendo. Fue eso lo que hizo, ¿verdad?
Sheila Webb guardó silencio un momento amontonando, pensativa, inconsciente, a un lado del plato las migajas que quedaban en éste de su tortita, la que le sirvieran con el café.
—Está bien —contestó con una voz que parecía más bien un murmullo—. Sí. Fui yo quien cogió el reloj, guardándomelo en el bolso antes de salir.
—¿Por qué hizo usted eso?
—Por lo que concierne a la inscripción… Yo me llamo Rosemary.