Me quedé impresionado. Un truco sencillo y efectivo, quizás. Aquello constituía una decisión inteligente. Tal vez hubiera subestimado a Sheila.
Capítulo XXIV
NARRACIÓN DE COLIN LAMB
Cuando Sheila Webb se hubo marchado, crucé la calzada en dirección al Clarendon. Subí a mi cuarto, embalé mis cosas y puse la maleta en manos del mozo del piso. Aquél era uno de esos hoteles en que se lleva con todo rigor la costumbre de abandonar la habitación antes del mediodía en el caso de haberse despedido el huésped.
Luego me eché a la calle. Mi ruta me conducía más allá de la jefatura de policía, pero al pasar frente a ésta vacilé un momento y acabé por entrar. Pregunté por Hardcastle. Se encontraba en su despacho. Le vi muy serio, con una carta en la mano.
—Esta noche me marcho de nuevo, Dick —le comuniqué—. Regreso a Londres.
Hardcastle levantó la vista para mirarme muy pensativo.
—¿Quieres aceptarme un consejo? —inquirió.
—No —respondí inmediatamente.
No prestó ninguna atención a mis palabras. La gente procede siempre así cuando está dispuesta a dar un consejo a toda costa.
—Si tú supieras qué es lo que más te conviene… te marcharías, pero para no volver por aquí en una buena temporada.
—Nadie sabe qué es lo que más nos conviene a cada uno.
—Tengo mis dudas sobre eso.
—Te diré algo, Dick. Cuando haya liquidado el trabajo que llevo entre manos me iré. Al menos eso es lo que creo.
—¿Por qué?
—Soy como uno de aquellos clérigos victorianos: me enfrento con las dudas.
—Concédete a ti mismo un poco de tiempo.
¿Qué había querido decirme con estas palabras? Le pregunté a qué se debía su gesto de hombre preocupado.
—Lee esto.
Dick me entregó la carta que seguramente hasta aquel momento había estado estudiando.
Muy señor mío:
Se me acaba de ocurrir algo. Me preguntó usted si mi esposo tenía en su cuerpo alguna señal que pudiera servir para identificarle y yo le contesté que no. Estaba equivocada. La verdad es que tiene una pequeña cicatriz tras la oreja izquierda. Se produjo un corte con una navaja de afeitar por culpa de un perro que saltó de pronto sobre él. Tuvieron que darle unos puntos. No reparé durante nuestra entrevista en tal detalle quizá debido a su insignificancia, al ser de poca monta.
Suya afectísima s. s.,
MERLINA RIVAL
—Escribe de prisa esa mujer y bastante bien —comenté—. No me explico su predilección por la tinta color púrpura. ¿Se descubrió en el cadáver alguna cicatriz?
—Desde luego. Y en el sitio señalado por ella.
—¿No pudo verla al ser destapado el cadáver?
Hardcastle respondió negativamente a la anterior pregunta.
—La tapa la oreja. Para verla hay que doblar la misma levemente hacia delante.
—Entonces no hay nada que objetar. Una prueba definitiva para demostrar la autenticidad de la identificación. ¿En qué piensas? Hardcastle me respondió lúgubremente, confesándome que aquel caso le llevaba de cabeza. Me preguntó si vería a mi amigo —el belga, o el francés—, en Londres.
—Es lo más seguro, ¿por qué?
—Hablé de él en el transcurso de una charla con mi jefe, quien le recuerda a las mil maravillas. Se le vino a la memoria el asunto Girl Guide… De decidirse a venir por aquí se le dispensaría una cariñosa acogida.
—Pues no pienses en él. Mi amigo es, prácticamente, una lapa.
* * *
Serían las doce y cuarto cuando llamé al timbre del número 62 de Wilbraham Crescent. Me abrió la puerta la señora Ramsay. Apenas se molestó en levantar la vista para mirarme.
—¿Qué desea? —me preguntó.
—¿Podría hablar con usted un momento? Estuve aquí hace unos diez días ya. Quizá no me recuerde.
Estudió entonces mi rostro. Luego frunció ligeramente las cejas.
—Usted vino aquí acompañando al inspector de policía, ¿no es eso?
—Efectivamente, señora Ramsay. ¿Puedo entrar?
—No hay inconveniente, si es que ése es su deseo. Una no puede negarle la entrada en su casa a la autoridad. Ustedes acostumbran a formar un mal concepto de la gente que procede así.
Me condujo hasta el cuarto de estar. Hizo un brusco gesto señalándome una silla y ella se acomodó frente a mí. La señora Ramsay me había hablado en un tono acre. Después sus modales revelaron en ella una desatención que no había observado durante nuestra primera entrevista.
—Reina la tranquilidad en la casa, al parecer —comenté—. Me imagino que sus chicos han vuelto al colegio.
—Sí. Se nota su ausencia. —La señora Ramsay añadió—: Supongo que desea usted hacerme algunas preguntas en relación con ese último crimen, el de la chica que fue hallada muerta en la cabina telefónica.
—Pues… no, no se trata exactamente de eso. En realidad yo no tengo relación alguna con la policía.
—Yo creí que usted era el sargento…, el sargento Lamb, ¿no es eso?
—Mi apellido es Lamb, efectivamente, pero yo trabajo en un departamento distinto.
Ahora la mujer mostraba más interés por la conversación. Clavó una rápida y severa mirada en mí.
—Bien. Hable usted.
—¿Sigue su esposo fuera del país?
—Sí.
—Su ausencia dura ya bastante tiempo, ¿no, señora Ramsay? Además, se ha desplazado a no escasa distancia de aquí.
—¿Qué sabe usted acerca de todo esto?
—Ha cruzado el Telón de Acero… ¿cierto?
La señora Ramsay permaneció callada unos segundos, manifestando luego con serena voz, desprovista de toda inflexión:
—Sí, eso es cierto.
—Así, pues, estaba usted bastante bien informada sobre su viaje.
—En general, sí. —Otra pausa y la mujer agregó—: Quería que me uniera a él allí.
—¿Es que llevaba meditando ese proyecto algún tiempo ya?
—Me imagino que sí. Pero a mí no me dijo nada hasta última hora.
—¿No comparte sus puntos de vista?
—Creo que años atrás los compartí. En fin, usted debe estar al corriente de todo por haber llevado a cabo determinadas investigaciones.
—Usted tiene que estar forzosamente en condiciones de poder facilitarnos una valiosa información.
—No. No puedo hacerlo. No es que me niegue. Es que él jamás concretó al hablar conmigo de ciertas cosas. Yo, por otro lado, no quería saber nada. ¡Me disgustaba tanto todo aquello! Cuando Michael me comunicó que pensaba abandonar este país, quitarse de en medio, dirigiéndose a Moscú, no me causó ningún sobresalto. Tuve que decidir entonces qué era lo que yo deseaba hacer.
—Y usted pensó que no existía ninguna afinidad entre los objetivos perseguidos por su esposo y los suyos…
—No. Yo no llegaría a expresar así mis sentimientos de entonces. Mi punto de vista es enteramente personal. Me figuro que a las mujeres nos ocurre más o menos tarde lo mismo, cuando no se trata de un ser fanático. Yo no lo soy… o no he pasado nunca del moderado.
—¿Anduvo su esposo mezclado en el asunto Larkin?
—No lo sé. Quizá. Nunca me habló de eso.
La señora Ramsay me miró con expresión más animada de pronto.
—Mejor será que me exprese con claridad, señor Lamb. Yo amaba a mi esposo. Tal vez le amara lo suficiente para irme con él a Moscú tanto si compartía sus ideas políticas como si no. El quería que llevase conmigo a nuestros dos hijos. Yo no quería… Ahí lo tiene todo, explicado con sencillez. En consecuencia, decidí quedarme aquí con ellos. Ignoro si volveré a ver a Michael. El ha escogido su forma de vida, su camino… Yo he elegido el mío. Yo deseaba que los chicos se educaran aquí, en su patria. Son ingleses. Aspiraba a que se criaran como cualquier muchacho de su misma nacionalidad.
—La comprendo perfectamente.