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—Creo que ya no tengo más que decirle —añadió la señora Ramsay, poniéndose en pie.

La notaba ahora más segura de sí misma, más decidida.

—Tiene que haberle costado mucho trabajo delimitar su actual posición —le dije cortésmente—. Lo siento por usted.

Hablaba con sinceridad. Posiblemente, la señora Ramsay se percató de ello porque vi que en sus labios florecía una leve sonrisa.

—Supongo que me comprende porque en su trabajo más de una vez se verá obligado a profundizar en la vida de las gentes objeto de su atención, analizando sentimientos e ideas. Desde luego, esto ha sido un rudo golpe para mí. Pero ya he logrado sobreponerme al mismo. Ahora he de trazar mis planes, decidir qué voy a hacer, a donde tengo que dirigirme, quedarme aquí o encaminarme a otro lado. Me buscaré un empleo. En otro tiempo trabajé como secretaria. Quizá siga un curso de repaso de taquigrafía y mecanografía.

—De acuerdo, pero que no se le ocurra colocarse en el «Cavendish Bureau».

—¿Por qué no?

—A las chicas que trabajan allí parece ser que les suceden las cosas más raras del mundo.

—Si piensa que yo sé algo acerca de esa historia, está equivocado.

Le deseé buena suerte y me marché. No había sacado nada en limpio de aquella entrevista. En realidad tampoco me había hecho muchas ilusiones. Ahora bien, uno tiene siempre que procurar que no quede ningún cabo suelto.

* * *

Al salir de aquella casa estuve a punto de tropezar violentamente con la señora McNaughton. Esta llevaba un gran bolso, el cual la obligaba a avanzar con cierta torpeza.

—Permítame —le dije al tiempo que se lo quitaba de las manos.

Ella se agachó, sujetando el bolso fuertemente al principio. Luego se incorporó, soltando casi del todo aquél.

—¡Ah! Es usted el agente de policía… No le había reconocido.

Avanzamos hacia la puerta de su casa. El bolso pesaba lo suyo. ¿Qué contendría? me pregunté. ¿Kilos y más kilos de patatas?

—No llame. La puerta no está cerrada con llave.

Por lo visto no había un solo vecino en Wilbraham Crescent que no procediera igual en este aspecto.

—¿Y cómo van las cosas? —inquirió la señora McNaughton, locuaz—. Al parecer, él había contraído matrimonio antes…

No sabía a quién se estaba refiriendo.

—No la comprendo… He estado ausente —expliqué.

—Ya, ya… Supongo que desea protegerla. Me refería a la señora Rival. Asistí a la encuesta. Una mujer de aspecto vulgar. Debo decir que no parecía muy trastornada por la muerte de su esposo.

—Hacía quince años que no le veía —objeté.

—Hace veinte años que Angus y yo nos casamos —la señora McNaughton suspiró—. Ese es un período de tiempo bastante largo. Ahora que él no se encuentra absorto por las tareas de la Universidad dedica todas sus horas a la jardinería… En ocasiones una no sabe que hacer…

En aquel instante vimos al señor McNaughton doblando la esquina de la casa azada en mano.

—¿Has vuelto ya, querida? Deja que ponga esto dentro…

—Haga el favor de colocar el bolso en la cocina, joven —me dijo bruscamente la mujer, tocándome con el codo—. No he traído más que unos paquetes de harina de maíz, algunos huevos y un melón —agregó sonriente, dirigiéndose a su marido.

Deposité el bolso en la cocina. Oí entonces un tintineo.

—¡Dios mío! ¡Harina de maíz! No podía ser y opté por dejar en libertad mis instintos de espía. Debajo de un leve camuflaje localicé en el interior del recipiente tres botellas de whisky.

Comprendí entonces por qué la señora McNaughton se presentaba a veces tan animada y ansiosa de conversación y también, ¡ay!, por qué vacilaba sobre sus pies. Quizá radicara ahí la causa de la renuncia de su esposo a la cátedra…

Había que dedicar aquella mañana a los vecinos. Tropecé con el señor Bland cuando me dirigía a Albany Road, a lo largo de la manzana. Aquel hombre parecía hallarse de buen talante. Me reconoció en seguida.

—¿Cómo está usted? ¿Qué tal marchan las investigaciones sobre el crimen? Ya sé que ha sido identificado el cadáver. Según todos los indicios ese hombre no trató muy bien a su esposa. A propósito, y dispense mi curiosidad, usted no pertenece a la policía de la localidad, ¿verdad?

Le contesté evasivamente, notificándole que procedía de Londres.

—En consecuencia, Scotland Yard se ha interesado por el caso, ¿eh?

Hice un superficial comentario que no me comprometía a nada.

—Comprendo. No se debe hablar de esto. Pero usted no asistió a las encuestas, creo recordar…

Repliqué que había hecho un viaje al extranjero.

—¡Lo mismo que yo, hijo mío, lo mismo que yo! —exclamó el señor Bland guiñándome un ojo.

—¿Una visita al alegre París? —inquirí imitando su gesto.

—¡Ojalá! No, fue tan sólo una visita de veinticuatro horas de duración a Boulogne.

Me tocó un costado con uno de sus codos. (¡Igual que había hecho la señora McNaughton!)

—Mi esposa se quedó aquí. Me uní a una rubita encantadora. ¡Lo pasamos a lo grande!

—¿Un viaje de negocios?

Soltamos la carcajada como dos hombres de mundo.

El señor Bland se dirigió a la casa número 61 y yo seguí mi camino hacia Albany Road.

Me sentí insatisfecho. Poirot me había dicho que a los vecinos podía habérseles sonsacado más cosas. ¡Era extraño que nadie hubiese visto nada! Tal vez Hardcastle no había acertado a formular las preguntas más atinadas. Pero, ¿sería yo capaz de idear otras mejores? Al entrar en Albany Road establecí mentalmente un esquema. Este rezaba, aproximadamente, así:

Al señor Curry (Castleton) le había sido suministrada una droga… ¿Cuándo?

El señor Curry (Castleton) había sido asesinado… ¿Dónde?

El señor Curry (Castleton) había sido conducido a la casa número 19… ¿Cómo?

Alguien debía haber visto algo… ¿Quién?

Alguien debía haber visto algo… ¿Qué?

Giré hacia la izquierda. Ahora caminaba a lo largo de Wilbraham Crescent exactamente igual que el 9 de septiembre ¿Debería visitar a la señorita Pebmarsh? Bien. Tocaría el timbre y le diría… ¿Qué iba a decirle?

¿Sería mejor quizá que visitara a la señorita Waterhouse? También en este caso me asaltaban dudas acerca de la manera de enfocar la conversación.

¿La señora Hemming, tal vez? Aquí daba lo mismo que dijera una cosa que otra. Ella de todos modos, no me escucharía. En, cambio, de sus manifestaciones, por poco importantes que fueran, quizás obtuviera algún dato útil.

Seguí andando. Anotaba mentalmente los números, como hiciera la primera vez. ¿Habría deambulado por allí también el señor Curry en su día, hasta llegar a la casa que se propusiera visitar?

Nunca me había parecido Wilbraham Crescent más estirado y relamido. Estuve a punto de exclamar, al estilo victoriano: «¡Oh, si estas piedras pudieran hablar!» Muchos años atrás ésta había sido la frase favorita de muchas personas. Pero las piedras no nos dicen nunca nada, ni tampoco los ladrillos, ni el yeso… Wilbraham Crescent continuaba en silencio. Sumido en su soledad, parecía tan poco dado a la «conversación» como siempre. Seguro que aquellos muros, de haber podido mirar de alguna manera, contemplarían con gesto de desaprobación a los que caminaban por sus inmediaciones sin saber siquiera lo que estaban buscando.

Vi a pocas personas por allí. Un par de chicos montados en sus bicicletas se deslizaron a mi lado: también dos mujeres, con sus cestos de compra… las casas que contemplaba podían haber sido comparadas con unas momias embalsamadas a juzgar por todas las señales de vida que en ellas se observaban. Yo conocía la causa de esto. Era ya, o faltaban escasos minutos para la una. Una hora sagrada, o santificada por los hábitos ingleses, que se dedicaba a la comida del mediodía. En una o dos viviendas, por hallarse descorridas las cortinas de sus comedores, llegué a ver a sus moradores sentados a la mesa. Pero hasta eso era allí algo raro. En la mayoría de las casas los tejidos de nylon de las cortinas —el polo opuesto al encaje de Nottingham, en otro tiempo popular— ocultaban lo que pasaba en el interior. También era posible que hubiese algún comedor vacío. En este caso la familia se habría trasladado llegada aquella hora a la revolucionaria cocina moderna, comiendo en la misma de acuerdo con la costumbre que se había empezado a divulgar en el año 1960.