—Dispénseme —le dije—. Tienen ustedes una pequeña, ¿no? Ha tirado una cosa por la ventana.
Sonrió, alentadora. El idioma inglés no era su fuerte todavía.
—Perdóneme… ¿Qué dice usted?
—Una pequeña, aquí… Una niña.
—Sí, sí…
—Tiró una cosa… Por la ventana.
Gesticulé un poco para subrayar mis palabras.
—Le he subido lo que la chiquilla tiró.
Le mostré el objeto, una navajita de mango de plata. Ella le miró sin reconocerla.
—No creo que… No la he visto…
—Anda usted atareada con la cocina, ¿eh? —le dije procurando desplegar la mayor simpatía posible.
—Sí, sí… en efecto —respondió ella asintiendo enérgicamente.
—No quisiera molestarle. Si me lo permite yo mismo le haré entrega a la niña de esto.
—¿Cómo dice?
Por fin pareció entenderme. Avanzamos hasta el fondo del vestíbulo y la joven me abrió una puerta. Daba a un agradable cuarto de estar. Junto a la ventana había sido instalada una camita, en la cual se encontraba una niña de nueve o diez años con una pierna escayolada.
—Este caballero… dice… que tú tiraste…
En este instante, por suerte, llegó hasta nosotros un fuerte olor a quemado desde la cocina. Mi introductora lanzó una exclamación.
—Dispénseme, por favor, dispénseme.
—Vaya, vaya —le indiqué amablemente—. Yo le diré a esta pequeña lo que hay que decirle.
La nórdica salió corriendo del cuarto, yo cerré la puerta del mismo y me acerqué a la camita de la chiquilla.
—¿Qué tal nena? ¿Cómo estás de tu pierna?
—Bien —respondió simplemente ella, procediendo a examinarme con una mirada tan penetrante que casi consiguió ponerme nervioso.
La niña llevaba los cabellos distribuidos en dos trenzas. Tenía una frente abultada, el mentón adelantado y unos ojos inteligentes.
—Yo soy Colin Lamb. ¿Y tú cómo te llamas?
La niña me contestó con viveza:
—Geraldine Mary Alexandra Brown.
—Eso es todo un nombre, pequeña. Los tuyos acostumbrarán a abreviarlo, ¿no?
—Sí. Me suelen llamar siempre Geraldine. Y Gerry también. Pero este último nombre no me gusta. A papá esa clase de abreviaturas no le agradan.
Una de las grandes ventajas de tratar con los niños radica en la conducta especial que siguen. Cualquier adulto me hubiera preguntado, al llegar la conversación a aquel punto, qué quería. Geraldine estaba dispuesta a continuar la charla sin experimentar la necesidad de formular preguntas estúpidas. Estaba sola, aburrida, y la presencia de un visitante representaba para ella una novedad interesante. Seguramente se mostraría inclinada al diálogo en tanto no apareciera como un tipo fastidioso, inaguantable.
—Me imagino que tu padre está fuera —aventuré.
Geraldine me contestó con igual prontitud que antes, especificando cuantos detalles conocía sobre el tema.
—Trabaja en los talleres de la firma «Cartinghaven Engineering» de Beaverbridge, situados a catorce millas y media de aquí exactamente.
—¿Y tu madre?
—Mamá murió —replicó Geraldine sin el menor asomo de tristeza—. Murió cuando yo tenía dos meses… Viajaba en un avión procedente de Francia, que se estrelló. No se salvó nadie en aquel accidente.
Hablaba la chiquilla haciendo un gesto de satisfacción. Comprendí… Una criatura como Geraldine no acertaba a ver la tragedia en sí derivada de aquel episodio, sino la aureola que prestaba a la víctima las circunstancias de haber perecido en un accidente devastador.
—Ya comprendo. Entonces te cuida…
Miré expresivamente hacia la puerta del cuarto.
—Esa es Ingrid. Vino de Noruega. No hace más que dos semanas que está aquí. No conoce el inglés todavía. Yo la estoy enseñando.
—Y ella, ¿qué hace? ¿Te enseña el noruego?
—Poco, poco…
—¿Te es simpática?
—Sí. Me gusta. Pero las cosas que prepara en la cocina me parecen algo extrañas a veces. Se come el pescado crudo.
—Yo he comido también pescado crudo en Noruega. Y en ocasiones lo he encontrado muy rico.
Geraldine tenía sus dudas sobre lo relacionado con este asunto.
—Hoy está probando a ver si hace una tarta de manzanas.
—Eso es delicioso.
—¡Hum! Si. A mí me gusta… —Geraldine añadió, cortésmente—: ¿ha venido a comer?
—Pues… no exactamente. En realidad es que pasaba por debajo de tu ventana y… me parece que se te cayó algo.
—¿A mí?
—Sí.
Le enseñé la navajita de mango de plata.
—¡Qué bonita!
Saqué la menuda hoja.
—¡Ah! Ya sé para lo que puede servir: para pelar naranjas y otras frutas, ¿verdad?
Asentí.
Geraldine suspiró.
—La navaja no es mía. No se me cayó a mí. ¿Por qué pensó usted que me pertenecía?
—Como estabas asomada a la ventana…
—Me paso el día así. Tuve una caída y me quebré una pierna, ¿no lo ve?
—¡Qué mala suerte!
—¿Verdad? Y no me rompí la pierna haciendo nada de particular. Iba a apearme de un autobús cuando éste arrancó de pronto. Al principio me dolió un poco, pero luego ya no volví a sentir nada.
—Este reposo forzado debe aburrirte.
—Sí. Pero papá me trae muchas cosas: plastilina, lápices, cuadernos, rompecabezas… Sin embargo, yo ya me he cansado de todo esto y paso la mayor parte del tiempo mirando por la ventana con estos gemelos.
Geraldine me enseñó muy orgullosa sus gemelos de teatro.
—¿Me los prestas un momento? —inquirí.
Eché un vistazo al panorama que se divisaba desde la casa tras ajustármelos.
—Son estupendos —comenté.
Lo eran ciertamente. El padre de Geraldine, si es que era él quien se los había comprado, no reparó en gastos al adquirirlos. Resultaba asombroso comprobar con qué claridad se veía a través de los gemelos de la pequeña la casa número 19 de Wilbraham Crescent y las viviendas vecinas. Devolví aquéllos a su dueña.
—Son magníficos —insistí—. Sí, amiguita, ¡se trata de unos gemelos de primera clase!
—Son iguales que los que usan los mayores —recalcó la niña muy contenta.
—Ya me he dado cuenta.
—Tengo un libro —declaró Geraldine. La chiquilla me enseñó un cuaderno.
—Escribo cosas en él de vez en cuando. Es como el juego de los trenes… Mi primo Dick es muy aficionado a éste. Con los números de las matriculas de los coches hacemos lo mismo. Ya sabe usted en qué consiste eso, ¿no? Se empieza en el 1… Hay que ver hasta qué número se puede llegar.
—Parece entretenido.
—Lo es. Desgraciadamente son pocos los coches que circulan por aquí. Al final he tenido que renunciar…
—Me imagino que tú tienes que saber muchas cosas acerca de esas viviendas de ahí abajo, esto es, quiénes viven en ellas, qué hacen sus ocupantes, etc.
Pronuncié estas palabras un poco al azar, pero Geraldine se apresuró a responder lo referente a cada una de las mismas.
—¡Ya lo creo! Desde luego, ignoro los nombres reales de esas personas, por lo cual me he visto obligada a darles otros nuevos.
—Sí que debe ser eso divertido —sugerí.
—Ahí tiene usted a la Marquesa de Carabás —dijo la niña señalando a lo lejos—. Esa del jardín que recuerda una selva y vive entre un montón de gatos.
—Antes de subir aquí estuve hablando con uno, precisamente. Era un minino de pelaje color naranja.
—Sí. Le vi a usted.
—Tienes que ser una observadora maravillosa. No creo que se te escape nada.
Geraldine sonrió complacida. Ingrid abrió la puerta de la habitación y se acercó a nosotros respirando fatigosamente.
—¿Estás bien, nena?
—Nos encontramos perfectamente —repuso Geraldine con firmeza—. No tienes por qué estar preocupada, Ingrid.
La chiquilla agitó bruscamente las manos, intentando dar más expresividad a sus palabras.