—Tú vete, márchate a la cocina.
—Está bien. Tengo que hacer allí. Supongo que te ha alegrado la visita de este señor.
—Cuando prepara algún plato especial se pone nerviosa —me explicó Geraldine—. Y a veces comemos tarde por esa causa. Me agrada que vaya venido usted. No hay nada como una persona que le distraiga a una… Así se deja de pensar en la comida…
—Hablame de la gente que vive en esas casas. Cuéntame todo lo que hayas visto. ¿Quién habita en la siguiente vivienda? En ésa en que todo lo existente resplandece, de puro limpio.
—¡Oh! Ahí vive una ciega. A pesar de esto va de un lado para otro igual que cualquiera de nosotros. El portero me habló en una ocasión de ella: Harry. Es un nombre muy simpático, ¿sabe? Me cuenta muchas cosas. Por él me enteré del crimen…
—¿El crimen? —pregunté fingiendo un asombro que estaba muy lejos de sentir, naturalmente.
Geraldine asintió. Sus bonitos ojos brillaron. Dábase cuenta de la importancia de la noticia que me iba a dar.
—En esa casa se cometió un crimen recientemente. Yo lo vi todo…
—¡Oh! ¡Qué interesante!
—¿Verdad que sí? Yo no había presenciado nunca un crimen. Bueno quiero decir que jamás había tenido la oportunidad de ver un sitio en el que había pasado una cosa tan terrible como ésa…
—¿Qué… ¡ejem…! qué viste?
—En aquel momento había ahí menos animación que en ningún instante del día. En ese aspecto aquélla era la hora peor de la jornada. Lo más emocionante fue cuando alguien salió corriendo de la casa dando gritos. En seguida pensé que debía haber ocurrido algo.
—¿Quién gritaba?
—Una mujer. Era muy joven. Y bastante guapa. No cesaba de chillar. Un hombre avanzaba por la acera y ella fue a parar a sus brazos… Así —Geraldine movió sus brazos para ilustrar su relato. De pronto guardó silencio, mirándome fijamente—. Aquel hombre se parecía mucho a usted.
—Debía ser mi doble —respondí sin dar importancia a su observación—. ¿Qué sucedió después? Todo esto es muy interesante, chiquilla…
—El la dejó en el suelo. Bueno…, recostada contra la pared. El hombre entró en la casa a continuación y el Emperador —ése es el gato color naranja, al que llamo así a causa de su orgullosa pose—, dejó de acariciarse los hocicos, muy sorprendido. Tras esto, la señorita Pikestaff abandonó su casa, la que tiene el número 18, quedándose en la escalinata mirando…
—¿La señorita Pikestaff?
—Sí. Yo la llamo siempre así. Tiene un hermano, al que no para de molestar. Le hace la vida imposible.
—Sigue… —dije con creciente interés.
—Luego pasaron muchas otras cosas. El hombre salió de la casa… ¿Seguro que no era usted?
—Probablemente hay montones de hombres como yo… —aduje modestamente.
—Sí, eso es cierto, quizá —replicó Geraldine, con algún desconsuelo por mi parte—. Sea como sea, aquel individuo se aproximó a la carretera e hizo una llamada telefónica desde la cabina pública que hay allí. La policía no tardó en llegar. —Los ojos de Geraldine centellearon—. Vinieron muchos agentes. Estos se llevaron el cadáver del número 19 en una ambulancia. Había innumerables curiosos congregados frente a la casa. Descubrí a Harry entre los espectadores. Es el portero de este bloque de pisos. Luego me lo contó todo.
—¿Te dijo quién era el asesinado?
—Me dijo, sencillamente, que era un hombre y que nadie sabía cómo se llamaba.
—¡Qué interesante, chica! —exclamé.
Recé con fervor pidiéndole a Dios que Ingrid no escogiera aquel instante para volver con su deliciosa tarta de manzanas o cualquier otra golosina.
—Bueno, ahora retrocedamos un poco. Háblame de lo que pasó antes. ¿Viste tú a aquel hombre —al que fue asesinado—, en el momento de llegar a la casa?
—No, no le vi. Debía estar dentro de aquélla desde hacía varias horas.
—¿Quieres decir que vivía allí?
—¡Oh, no! Allí no vive nadie más que la señorita Pebmarsh.
—¡Ah! De manera que sabes su verdadero nombre.
—Sí. Me enteré de él por los periódicos. Y la joven que gritó se llama Sheila Webb. Harry me contó que el apellido de la víctima era Curry. ¡Qué chocante! Esta palabra le recuerda a una la comida[10]… Y más adelante hubo un segundo crimen. El mismo día no… En la cabina telefónica de la carretera. Desde aquí se ve, pero yo tengo que asomarme y volver la cabeza a un lado… No vi nada. Ignoraba lo que iba a pasar. De lo contrario no hubiera perdido de vista aquel sitio. Por la mañana había bastante gente en la calle contemplando la casa de la señorita Pebmarsh. Yo creo que eso es una tontería, ¿verdad?
—Sí, en efecto, es una estupidez.
En este punto de la conversación apareció de nuevo Ingrid.
—Vengo en seguida —afirmó.
La joven tornó a marcharse.
—¿Para qué la queremos, después de todo? —me preguntó Geraldine—. Siempre anda preocupada con la comida. Ingrid prepara únicamente ésta y el desayuno. Papá cena por la noche en el restaurante y desde allí envía algo para mí. Pescado o cualquier otra cosa.
La niña se expresaba juiciosamente.
—¿A qué hora sueles comer, Geraldine?
—En cuanto Ingrid acaba de prepararlo todo. Ella anda un poco liada con las horas; por supuesto, con el desayuno no puede fallar. Tiene que disponer lo necesario con puntualidad si no quiere que papá se enfade. A mediodía no va con tantos aprietos. Lo mismo comemos a las doce que a las dos. Ingrid sostiene que no hay por qué comer a una hora determinada, que con sentarse a la mesa cuando está todo listo es suficiente.
—Es una idea un poco acomodaticia —opiné—. ¿A qué hora comiste… el día del crimen?
—A las doce, aproximadamente. Ese día le tocaba salir a Ingrid. Las jornadas que tiene libres las aprovecha para irse al cine o a la peluquería. Entonces viene a cuidar de mí una señora que se apellida Perry. Es una mujer terrible, verdaderamente. Me aburro mucho con ella.
—¿Sí? ¿Por qué?
—No se puede hablar con ella. En cambio siempre me trae dulces, caramelos y cosas por el estilo.
—¿Qué edad tienes, Geraldine?
—Diez años y tres meses.
—Me he dado cuenta de que sabes llevar muy bien una conversación —manifesté.
—Eso es debido a que hablo mucho con papá —repuso la niña muy seria.
—De manera que el día del crimen comiste temprano, ¿verdad?
—Sí. De este modo Ingrid pudo marcharse poco después de la una, a pesar de haber fregado los platos.
—Entonces tú estabas asomada a la ventana aquella mañana, observando a la gente, ¿eh?
—¡Oh, sí! Estuve mirando desde las diez. Tenía entre manos un crucigrama.
—Me preguntaba yo si llegarías a ver al señor Curry en el momento de entrar en la casa…
—No, no le vi —declaró Geraldine—. Desde luego, reconozco que esto es raro.
—Bueno, tal vez llegara a aquélla muy temprano.
—No penetró en la vivienda por la puerta principal ni llamó al timbre, por lo tanto. En caso contrario le hubiera visto.
—Es posible que entrara por el jardín, por otro lado de la casa.
—No —contestó Geraldine—. La construcción da a otras viviendas. Los ocupantes de las mismas no habrían consentido a nadie que pasara por sus jardines.
—Sí, pequeña, estamos de acuerdo.
—Me gustaría saber qué aspecto ofrecía el señor Curry.
—Yo te lo diré. Era un hombre viejo ya. Contaría unos sesenta años. Iba afeitado y vestía un traje gris oscuro.
Geraldine movió la cabeza.
—Ofrecía, por tanto, el aspecto de tantas otras personas —comentó aquélla con un gesto de desaprobación.
—Sea como sea me imagino que es bastante difícil para ti diferenciar un día de otro, puesto que todos te han de parecer iguales. Al fin y al cabo te pasas horas y horas en esa cama, siempre mirando a lo lejos, siempre haciendo lo mismo.