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—Claro que lo sé —replicó Fred.

El hombre se volvió para saludar a un conocido. Salió a colación el tema de la mala actuación de varios galgos en las carreras. La señora Rival continuaba hablando.

—No me gusta el asunto y no quiero seguir prestándome a nada. Lo diré… La gente no puede tratarme así. No, no pueden. Es decir, no hay derecho a que abusen de una… Y, por otra parte, si una no se defiende, ¿quién va a hacerlo en su lugar? Ponme otro, querido —añadió levantando la voz, mirando a Fred.

El camarero obedeció.

—De ser tú, yo optaría por marcharme a casa ahora mismo —le aconsejó aquél.

Se preguntaba Fred qué habría sido lo que había dejado tan trastornada a aquella mujer. Habitualmente se la veía de buen humor. Mostrábase siempre cordial con todo el mundo, siempre dispuesta a la risa.

—Ya ves las cosas que pasan, Fred: me tienen en el saco. Cuando la gente pide que le hagan algo debería hablar con franqueza. Debería decir qué significado encierra lo que vas a hacer, qué se propone exactamente. Todos mienten. ¡Asquerosos embusteros! ¡Uf!, no puedo resistirlos.

—Lo mejor sería que te fueras a casa —opinó Fred al observar que por la nada tersa superficie de sus mejillas se deslizaba una lágrima—. Piensa también que no tardará mucho en llover. El agua puede estropearte ese bonito sombrero.

En los labios marchitos de la señorita Rival floreció una sonrisa afectuosa.

—¡Oh! No sé qué hacer, de veras.

—Yo me marcharía a mi casa a dormir —sugirió el camarero, siempre amable.

—Sí, pero…

—No querrás que se te eche a perder ese sombrero, ¿verdad?

—Eso es muy cierto. Sí, muy cierto… Una observación muy atinada la tuya, Fred.

La señora Rival abandonó por fin el taburete, dirigiéndose con paso vacilante hacia la puerta.

—Algo parece haber afectado profundamente a Flo hoy —comentó uno de los clientes del establecimiento.

—Habitualmente está tan alegre como unas castañuelas… Naturalmente, todos tenemos días buenos y días malos —declaró otro de los presentes, un individuo de sombrío gesto.

—Si alguien me hubiera asegurado que Jerry Grainger iba a entrar el quinto en la meta, inmediatamente detrás de Queen Caroline, no lo hubiera creído —afirmó el que había hablado en primer lugar—. Si me preguntas qué ha pasado, te lo diré con entera franqueza: ahí hubo «tongo». En las carreras, actualmente, no hay nada que vaya como Dios manda. La mayor parte de los caballos se presentan en la pista «drogados». ¿He dicho la mayor parte? ¡Todos!

Al llegar a la calle, la señora Rival levantó la cabeza, contemplando indecisa el firmamento. Sí. Tal vez fuera a llover. Echó a andar por la acera, aprestando el paso ligeramente, girando poco después a la izquierda y más adelante a la derecha, deteniéndose por último frente a un edificio de fachada más bien sucia.

Al sacar una llave de su bolso y empezar a subir las escaleras que había en el fondo del vestíbulo, la señora Rival se detuvo. Alguien se estaba dirigiendo a ella desde el hueco de aquéllas…

—Arriba te espera un caballero.

—¿A mí?

La señora Rival daba la sensación de sentirse un tanto sorprendida.

—Puede decirse de él que da la impresión de ser un caballero. No es lord Brummel precisamente, pero va bien vestido y es educado.

En cuanto hubo llegado ante su puerta, la señora Rival introdujo la menuda llave en la cerradura.

La casa olía a verduras, a pescado y a eucalipto. Este último olor era el que más se notaba en la entrada. La patrona de Merlina Rival era una mujer que cuidaba sus pulmones en invierno e iniciaba su buena labor en tal aspecto a mediados de septiembre.

Merlina abrió por fin la puerta de su piso, entrando en el mismo. Luego… se quedó paralizada. Casi inmediatamente dio un paso atrás.

—¡Oh! ¡Es usted!

El detective inspector Hardcastle abandonó la silla en que se hallaba sentado.

—Buenas noches, señora Rival.

—¿Qué desea usted? —inquirió aquélla, con menos finesse de la que habitualmente empleaba.

—He venido a Londres por una cuestión del servicio y como había un par de cosas acerca de las cuales quería hablar con usted, no se me ha ocurrido nada mejor que visitarla. La… ¡ejem!… la mujer con quien tropecé en la entrada me dijo que no creía que tardara usted mucho en regresar.

—¡Ah! Bien; no comprendo qué…

Hardcastle le señaló una silla.

—Siéntese —sugirió cortésmente.

Daba la impresión de que sus papeles habían sido invertidos. La señora Rival, con un movimiento de autómata, tomó asiento, fijando una dura mirada en su interlocutor.

—¿A qué se refieren ese par de cosas? —inquirió.

—Se trata de unos detalles insignificantes, en los que he reparado después…

—¿Está usted pensando en… Harry?

—En efecto.

—Entonces escuche… —la señora Rival estaba dando a sus palabras un acento de desafío. De ello se dio cuenta en seguida el inspector, que acababa de percibir también el vaho del alcohol que salía de la boca de la mujer—. Estoy harta de Harry… Es algo que data de muchos años atrás. No quiero ni volver a pensar en él. Espontáneamente, me presenté a usted cuando vi la fotografía en los periódicos, ¿no? Le conté todo lo que sabía. Todo eso pasó, ha quedado ya muy atrás. No quiero que nadie me lo recuerde… No puedo decirle más de lo que le he dicho. Le he referido cuanto recordaba y no quiero saber más de ello.

—Se trata de un punto sin importancia, ya se lo he indicado —insistió el inspector afablemente, en tono de excusa.

—Bien. Hable usted. ¿Qué es? —inquirió la señora Rival.

—Usted identificó a la víctima del crimen cometido en Wilbraham Crescent, afirmando que era su marido, con el que contrajo matrimonio, verdadero o falso, hace quince años aproximadamente. ¿Es eso cierto?

—Yo imaginé que a estas alturas usted sabría cuándo sucedió eso exactamente.

«Es más aguda de lo que me figuré en un principio», se dijo Hardcastle.

—Y no se ha equivocado en su suposición. Hemos comprobado tal extremo. Ustedes se casaron el día 15 de mayo del año 1948.

—Se asegura que los que contraen matrimonio en el mes de mayo no llegan nunca a conocer la felicidad —explicó la señora Rival lúgubremente—. A mí, desde luego, mayo no me trajo suerte.

—A pesar de los años transcurridos desde la última vez que se vieron, usted identificó a su esposo con bastante facilidad.

La señora Rival se agitó, algo inquieta.

—No había envejecido mucho. Harry sabía cuidarse.

—Y además pudo usted facilitarnos información adicional. ¿No recuerda haberme escrito hablándome de cierta cicatriz?

—Naturalmente que lo recuerdo. Tenía una cicatriz detrás de la oreja izquierda. Aquí.

La señora Rival señaló el lugar exacto llevándole la mano derecha al mismo.

—¿Detrás de la oreja izquierda? —Hardcastle dio algún énfasis a esta última palabra.

—Pues… —la mujer parecía dudar ahora—. Sí. Creo que sí. Sí. Estoy segura de ello. Por supuesto, obrando un tanto apresuradamente no es difícil citar la parte izquierda por la derecha y viceversa. Pero sí… fue la izquierda. Aquí —la señora Rival tornó a llevarse la mano al mismo sitio.

—Y esa cicatriz fue lo que quedó de una herida que se produjo su marido afeitándose, ¿no?

—Exacto. El perro saltó sobre él. El mastín que entonces teníamos era muy aficionado a tal género de ejercicios. Harry y el animal eran inseparables cuando mi esposo se encontraba en casa. La navaja en aquel momento se hundió en la carne, causándole una herida bastante profunda. Harry sangró mucho. Aquélla acabó por curarse, ni que decir tiene, pero quedó la señal.