Выбрать главу

—Es una cosa que hago con gran frecuencia durante el día.

—Cualquiera podría entrar.

—Eso es precisamente lo que parece haber ocurrido en el presente caso —manifestó la señorita Pebmarsh secamente.

—Señorita Pebmarsh, ese hombre, de acuerdo con el testimonio del forense, murió aproximadamente, entre la 1:30 y las 2:45. ¿Dónde se encontraba usted entonces?

Millicent Pebmarsh reflexionó.

—A la 1:30 debía estar disponiéndome a abandonar la casa si es que no me había ido ya. Tenía que comprar algunas cosas.

—¿Puede decirme exactamente a dónde fue?

—Déjeme pensar… Fui a la oficina de Correos, en Albany Road hay una, para depositar un paquete y adquirir algunos sellos… Después me marché de compras, sí… En «Field & Wren», un establecimiento de mercería, compré unos alfileres e imperdibles que necesitaba. A continuación emprendí el regreso. Puedo decirle exactamente qué hora era al llegar aquí. Mi reloj de cuclillo sonó por tres veces cuando yo avanzaba por el sendero que conduce a la entrada.

—Y de los otros relojes, ¿qué me dice?

—¿Cómo?

—Al parecer, sus otros relojes marchaban una hora adelantados.

—¿Adelantados? ¿Me está usted hablando del reloj de caja que hay en un rincón del cuarto de estar?

—No se trata de ése solamente… A los otros relojes de esa habitación les ocurre lo mismo.

—No le entiendo. En el cuarto de estar no hay más relojes que los que yo he mencionado.

Capítulo III

Hardcastle se quedó con la vista fija en la señorita Pebmarsh, absorto.

—Vamos, vamos, señorita Pebmarsh. ¿Qué me dice de ese bonito reloj de porcelana de Dresden que se encuentra sobre la repisa de su chimenea? ¿Y el otro, el francés de dorados metales? Hay que mencionar, además el de plata y… ¡Oh, sí!, aquel que lleva la inscripción «Rosemary» en uno de sus cantos.

En la faz de la ciega se reflejó el más profundo asombro.

—Uno de los dos debe estar loco, inspector. Le aseguro que no poseo ningún reloj de porcelana, que no sé absolutamente nada acerca del de la inscripción, ni del francés, ni… ¿Cuál era el otro?

—El de plata —respondió Hardcastle mecánicamente.

—No. Tampoco éste me dice nada. Si no me cree pregunte a la mujer que viene a casa a limpiar, la señora Curtin.

El detective inspector Hardcastle se hallaba en verdad desconcertado. Había en las palabras de su interlocutora una seguridad positiva, una viveza que invitaba al convencimiento. Hubo una pausa en la conversación. Hardcastle reflexionaba. Finalmente se puso en pie.

—¿Quiere usted acompañarme a la otra habitación, señorita Pebmarsh?

—No tengo inconveniente, desde luego. Con franqueza, me gustaría ver esos relojes.

—¿Ver?

Hardcastle se había apresurado a subrayar la palabra.

—Hablaría con más propiedad si dijera examinar —señaló Millicent Pebmarsh—. Tenga en cuenta, inspector que hasta los ciegos se expresan a veces de un modo convencional, no adaptándose siempre sus frases a sus especiales facultades. Al decir que me gustaría ver esos relojes quiero especificar que desearía examinarlos, pasear mis dedos por ellos, reconocerlos por medio del tacto.

Seguido por la señorita Pebmarsh, Hardcastle abandonó la cocina. Cruzó el pequeño vestíbulo y penetró en el cuarto de estar. El especialista en huellas dactilares que trabajaba allí le miró.

—Estoy a punto de terminar, señor —manifestó—. Puede tocar lo que le parezca.

El inspector asintió, cogiendo el menudo reloj de viaje que ostentaba la inscripción mencionada por él antes en uno de sus bordes, colocándolo después en las manos de la dueña de la casa. Esta paseó las yemas de sus dedos por él cuidadosamente.

—Se trata, sin duda, de un reloj de viaje corriente —manifestó la señorita Pebmarsh—, de los que se acomodan en un estuche de cuero, una simple caja que se cierra y que cuando está abierta le sirve de pie. No es mío, inspector, y no se encontraba en este cuarto cuando salí de la casa a la una y media. Estoy absolutamente segura de ello.

—Gracias.

El inspector recogió el reloj de sus manos. Después le entregó el de porcelana de Dresden que presidía la habitación desde la repisa de la chimenea.

—Cuidado con éste… Podría romperse fácilmente.

Millicent Pebmarsh repitió la operación de minutos antes. Delicadamente, sus finos dedos fueron recorriendo todos los contornos de aquella linda pieza. Después hizo un movimiento denegatorio con la cabeza.

—El reloj debe ser precioso —declaró—, pero tampoco es mío. ¿Dónde lo encontraron?

—Hacia la derecha de la repisa de la chimenea.

—Ahí habría uno de los dos candelabros de porcelana que poseo.

—Sí, en efecto, y aquí sigue, sólo que unos centímetros más cerca del final de la repisa.

—Me dijo usted que aún había otro reloj.

—Dos más.

Después de colocar el de porcelana en su sitio, el inspector puso en manos de la ciega el modelo francés. La señorita Pebmarsh lo tanteó rápidamente, devolviéndoselo.

—No. Tampoco es mío.

Su reacción ante el de plata fue similar.

—Los únicos relojes que ha habido siempre en esta habitación han sido el de la caja, en el rincón…

—De acuerdo.

—…y el de cuclillo, que se encuentra colgado en la pared y cerca de la puerta.

Hardcastle ya no supo qué decir después. Una vez más escrutó el rostro de la mujer que tenía delante, con la serenidad del que se sabe no observado por nadie. La arruga de su frente denotaba su perplejidad. Limitóse luego a manifestar:

—Simplemente: no acierto a comprenderlo.

La señorita Pebmarsh extendió una mano. Su gesto denotaba que sabía exactamente en qué parte del cuarto de estar se hallaba en aquellos instantes. Cogió una silla y se sentó. El inspector miró al especialista en huellas digitales, que se había quedado junto a la puerta.

—¿Ha terminado con esos relojes, no? —inquirió.

—Y con todo lo demás, señor. En ese reloj de dorados metales no he descubierto absolutamente nada. Sus finas superficies no son las más idóneas desde el punto de vista de mi trabajo. Lo mismo ocurre con el de porcelana y los restantes… Ahora bien, esto no es normal. En el de plata y en el del estuche de cuero debiera haber ciertas señales. A propósito: a ninguno de ellos se les ha dado cuerda y todos marcan la misma hora: las cuatro y trece minutos.

—¿Tiene algo que decirme con respecto a las otras cosas de la habitación?

—He descubierto tres o cuatro juegos de huellas dactilares en distintos sitios, yo creo que todas pertenecientes a dedos femeninos. Sobre la mesa verá los efectos que contenían los bolsillos de la víctima.

El hombre hizo un expresivo movimiento de cabeza. Hardcastle se acercó a la mesa. Encima de ésta había un billetero con siete libras y algunas monedas pequeñas, un pañuelo de seda sin marcar, una cajita de píldoras digestivas y una tarjeta. El inspector se inclinó, a fin de poder leer el texto.

R. H. CURRY

Metrópolis & Provincial Insurance Co. Ltd.

7, Denvers Street — Londres, W. 2

Hardcastle se aproximó a la señorita Pebmarsh.

—¿Esperaba usted acaso la visita de algún agente de una Compañía de Seguros?

—¿La visita de…? No, desde luego que no.

—«Metrópolis & Provincial Insurance Company…» ¿No le dice nada esta razón social?

La señorita Pebmarsh hizo un gesto de negación.

—Nunca oí hablar de esa firma.

—¿No proyectó nunca hacerse un seguro de una clase u otra?

—No. Tengo una póliza de incendio y robo suscrita con la «Jove Insurance Company», una de cuyas sucursales se encuentra en este distrito. No he contratado con nadie ningún seguro personal. Carezco de familia, de parientes cercanos incluso, de manera que, ¿qué lograría contratando, por ejemplo, una póliza de vida?