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—Escúchame, Hardcastle —dije—. Tengo algo para ti… Garantizado por un testigo presencial. El día 9 de septiembre se detuvo ante el número 19 de Wilbraham Crescent, a la 1:35, la furgoneta de una lavandería. El hombre que conducía ese vehículo dejó un gran cesto en la puerta trasera de la casa. Hay que destacar el tamaño exageradamente grande del referido cesto.

—¿Una lavandería? ¿Cuál?

—¿La «Snowflake Laundry»? ¿La conoces?

—No, desde luego. Todos los días nacen y mueren negocios de esta clase. El nombre es corriente y hasta apropiado para una empresa de tal tipo.

—Bueno… Haz las averiguaciones oportunas. Yo te lo he dicho: un hombre conducía el vehículo; fue el mismo hombre quien llevó el cesto hasta la puerta posterior de la vivienda… ¿Me has entendido bien?

—¿Pretendes darle a esto un nuevo giro, Colin?

—No. Ya te he indicado que hay por en medio un testigo. Haz las comprobaciones oportunas, Dick. Aprovecha esa pista.

Colgué el receptor del teléfono para no darle tiempo a asaetearme a preguntas.

Una vez hube abandonado la cabina telefónica consulté mi reloj de pulsera. Tenía muchas cosas que hacer… y deseaba estar fuera del alcance de Hardcastle mientras tanto. Entre otras había de arreglar mi futuro…

Capítulo XXVIII

NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Llegué a Crowdean a las doce de la noche, cinco días más tarde. Me fui en seguida al «Clarendon», pedí una habitación y me acosté. Me hallaba cansado de la noche anterior y dormí más de la cuenta. Desperté a las diez menos cuarto.

Pedí que me sirvieran una taza de café, una tostada y también solicité que me trajeran el periódico. Lo recibí en unión de una nota dirigida a mí con las palabras escritas a mano en el ángulo izquierdo.

Examiné la nota, con cierta sorpresa. No la esperaba. El papel era grueso, de los de precio.

Después de darle vueltas y más vueltas desdoblé la cuartilla.

Dentro alguien había escrito con letras grandes estas palabras:

CURLEW HOTEL, 11:30

Habitación 413

(Llamar tres veces)

Miré aquel papel desde distintos ángulos… ¿Qué significado tenía el mismo?

Me fijé especialmente en el número de la habitación: el 413. Las 4:13 marcaban las manecillas de los relojes misteriosos. ¿Una coincidencia? Quizá, quizá no…

Pensé llamar por teléfono al «Curlew Hotel». Luego proyecté ponerme en comunicación con Dick Hardcastle. Más adelante decidí no hacer ninguna de estas dos cosas.

Me había espabilado. Me levanté y después de haberme afeitado, lavado y vestido, salía del «Clarendon», dirigiéndome al «Curlew Hotel», a donde llegué a la hora fijada en la nota.

La temporada de verano había llegado a su fin. Aquel establecimiento no albergaba muchos huéspedes por aquellos días.

No pregunté en la oficina de recepción. Tomé el ascensor para subir al cuarto piso, buscando por el pasillo de éste la habitación 413. Vacilé unos segundos. A continuación, y convencido de que me estaba conduciendo como un necio, di tres golpes en la puerta…

Una voz contestó:

—Entre.

La puerta no había sido cerrada con llave. Abrí la misma, quedándome paralizado a causa del asombro.

Jamás hubiera esperado encontrar allí al hombre que mis ojos estaban contemplando.

Hércules Poirot me miró, divertido.

Une petite suprise, n'est-ce pas? —dijo—. Confío en que, pese a todo, agradable.

—Poirot, viejo zorro, ¿cómo llegó usted hasta aquí?

—En un vehículo bastante confortable.

—Pero, ¿qué hace en este hotel?

—Fue una actitud ventajosa la suya, créame. Insistieron en que había que proceder a decorar de nuevo mi apartamento. Figúrese mi apuro. ¿Qué podía hacer yo? ¿Adónde encaminarme?

—Hay muchos sitios a donde ir —repuse fríamente.

—Probablemente tiene usted razón, pero mi médico me indicó que el aire de mar no me perjudicaría.

—¿Qué clase de médico tiene usted? ¿Uno de esos tipos que se enteran reservadamente de cuál es el sitio que desearía visitar su paciente para aconsejárselo más tarde? ¿Fue usted quien me envió esto?

Le enseñé la nota que yo recibiera en el «Clarendon».

—Naturalmente. ¿Qué otra persona podía haber sido?

—¿Es una coincidencia que tenga usted una habitación cuyo número es el 413?

—No, no es una coincidencia. La pedí yo.

—¿Por qué razón?

Poirot inclinó la cabeza a un lado guiñándome un ojo.

—Se me antojó muy apropiado.

—¿Y lo de llamar tres veces?

—No pude resistir esa tentación. Sólo hubiera podido mejorar esto uniendo a la nota una ramita de romero[13]. Pensé también en producirme un corte en el dedo y marcar la puerta con una huella digital impresa con sangre, pero, ¡bueno está lo bueno, amigo mío! Yo tampoco quería, por otro lado, tener una herida infectada.

—Supongo que esto es la segunda infancia —observé—. Esta tarde le compraré un balón y un conejito lanudo.

—No ha celebrado la sorpresa que le he preparado. No se ha alegrado en lo más mínimo al verme.

—Pero, ¿es que esperaba de mí tal reacción?

Pourquoi pas? Vamos, hablemos en serio después de este rato de broma. Confío en poder ayudar a la policía en su labor. He estado hablando con el jefe de la misma, quien ha sido extraordinariamente amable conmigo, y en este momento aguardo la visita de su amigo el detective inspector Hardcastle.

—¿Y qué piensa usted decirle?

—Tengo la impresión de que los tres vamos a sostener una sustanciosa charla.

Le miré, echándome a reír. Mi interlocutor denominaría charla a lo que se avecinaba, pero yo sabía perfectamente quién era el que iba a hacer todo el «gasto» en la conversación: ¡Hércules Poirot!

* * *

Hardcastle llegó por fin. Llevé a cabo las presentaciones y los dos hombres cruzaron las corteses palabras de costumbre. Nos habíamos instalado cómodamente. Dick miraba de vez en cuando a Poirot a hurtadillas, con la expresión que adopta un visitante del parque zoológico cuando estudia una nueva y sorprendente adquisición. ¡Dudo de que hubiera visto antes de aquel momento un ejemplar como Hércules Poirot!

Finalmente, Hardcastle se aclaró la voz, diciendo a continuación:

—Supongo, monsieur Poirot, que usted desea tener una visión conjunta del caso ¿no es así? —el inspector vaciló—. Estimo que no será fácil… Mi jefe me ha dado instrucciones en el sentido de que haga cuanto esté a mi alcance por usted. Pero advertirá que existen dificultades, preguntas que han de ser formuladas, objeciones… Sin embargo, como ha venido aquí especialmente…

Poirot interrumpió a mi amigo Dick, no sin cierta frialdad:

—Me encuentro aquí a causa de que mi apartamento de Londres está siendo en la actualidad decorado de nuevo, restaurado.

Dejé oír una risita y Poirot me dirigió una mirada de reproche.

—Monsieur Poirot no necesita ir a ver lo que sea por sí mismo. Mantiene que la investigación puede llevarse a cabo desde una butaca. Pero esto no es cierto del todo, ¿verdad, Poirot? De lo contrario no se encontraría aquí.

Poirot replicó dignamente:

—Yo dije que no era necesario que el sabueso fuese de acá para allá rastreando la pista. No obstante, he de admitir que el perro es imprescindible. Un perro traedor, cobrador. Un buen animal de esta clase.

Volvióse hacia el inspector, retorciéndose con un gesto de satisfacción una de las puntas de su bigote.

—Permítame que le diga que a mí no me sucede lo que a todos los ingleses, que viven obsesionados con los perros. Personalmente, puedo prescindir de ellos. En cambio acepto buena parte de su ideario con respecto a dichos animales. El hombre ama y respeta a su perro. Ante sus amigos elogia a su silencioso compañero, destacando su inteligencia y sagacidad. Ahora imagínense esta situación a la inversa. El perro quiere a su amo. Se siente, asimismo, orgulloso de éste, pregonando su sagacidad e inteligencia. Notándose complacido en cuánto apetece, se desvivirá a su vez por complacer, por mimar a su dueño. El hombre es capaz de violentarse, de contrariar su gusto por el descanso en un momento dado, echándose a la calle sólo porque sabe que a su perro le agradan los paseos; el animal, en justa correspondencia, se esforzará por proporcionar al amo lo que ansía con las limitaciones inherentes a su naturaleza.