»Algo semejante ocurre con mi joven y amable amigo Colin. Fue a verme, no para pedirme ayuda, para que colaborara con él en la solución de un problema… Colin confiaba en que podría solucionarlo por sí mismo y no se equivocaba. No. Sabía que estaba desocupado y solo y quiso proporcionarme algo que iba a interesarme, que yo estudiaría inevitablemente, que me proporcionaría trabajo, una labor agradable. Me desafió. Le he dicho muy a menudo que es posible solucionar un caso policíaco sin abandonar el butacón de nuestro despacho o cuarto de estar. Se lo he dicho tantas veces que no quiso desaprovechar esta oportunidad que el azar le deparaba de probarme lo contrario. La verdad es que ha obrado con un poco de malicia. De todos modos, aspiraba a demostrar que lo que yo sostengo no es fácil. Mais oui, mon ami… ¡Eso es cierto! Ha querido burlarse de mí, ¿eh? No se lo reprocho. Me limitaré a decir que lo que pasa aquí es que aún no conoce usted suficientemente bien a su amigo Hércules Poirot.
Poirot se irguió en su asiento, retorciéndose las puntas de su bigote.
Yo le miré, dirigiéndole una afectuosa mirada.
—De acuerdo, entonces. Dénos la solución del problema, si es que la sabe.
—¡Por supuesto que la sé!
Hardcastle le miró incrédulo.
—¿Dice usted que sabe quién fue la persona que mató al hombre hallado en el número 19 de Wilbraham Crescent?
—Naturalmente.
—¿Y también conoce la identidad del asesinado señor Curry?
—Sé quién debe ser.
La expresión de duda en la faz de Hardcastle no podía resultar más elocuente. Su actitud continuaba siendo cortés. Pero el tono con que habló delataba su escepticismo.
—Perdóneme, monsieur Poirot… Ha dicho que sabe quién es el autor de esos tres crímenes. ¿Conoce el por qué?
—Sí.
—¿Ha solucionado por completo el caso?
—Pues… no, en realidad, no todavía.
—Lo que usted ha querido dar a entender es que ha tenido una corazonada —dije yo, poco atento.
—No pienso reñir con usted por una palabra más o menos, mon cher Colin. Todo lo que afirmo es: ¡lo sé todo!
Hardcastle suspiró.
—Compréndalo, monsieur Poirot… Nosotros hemos de disponer de pruebas.
—Naturalmente. Ahora bien, con los recursos que tiene usted al alcance de la mano no le costará mucho trabajo lograr aquéllas.
—No estoy yo muy seguro acerca de eso.
—Vamos, vamos, inspector. El hecho de saber, de saber realmente, ¿no constituye el primer paso? ¿No puede usted arrancar de ahí?
—Siempre no es posible eso —opuso Hardcastle con otro suspiro—. Andan por el mundo, en libertad, hombres que debieran estar cumpliendo condena. Ellos lo saben perfectamente y nosotros también.
—Tales individuos, hay que reconocerlo, constituyen la excepción. No son…
Interrumpí a Poirot:
—Conforme, conforme. Usted está al tanto de todo… ¡Pónganos al corriente a nosotros!
—Me doy cuenta de que continúa usted mostrándose escéptico. Pero antes de nada permítame que le diga esto: estar seguro de una cosa significa que al alcanzar la solución exacta del problema cada pieza del puzzle encaja en su sitio con exactitud. Entonces uno advierte que los hechos no han podido ocurrir de otra manera.
—¡Por el amor de Dios, Poirot! Vaya al grano de una vez. Le doy mi conformidad por anticipado a todas las consideraciones que le sugiera el tema.
Poirot se arrellanó en su butaca, adelantándose hacia el inspector para volver a llenar su vaso.
—Han de comprender una cosa, mes amis: para solucionar cualquier problema hay que empezar por disponer de los hechos. Para eso uno necesita del perro, el perro traedor o cobrador, el cual recoge las piezas, una por una, y las deposita a…
—…a los pies del amo —proseguí diciendo yo—. Sí, señor. Admitido.
—No se puede resolver un caso desde un butacón valiéndose únicamente de las informaciones aportadas por los periódicos. Los hechos, para empezar, han de ser exactos y la prensa se preocupa poco de la exactitud. Los periodistas suelen, por ejemplo, referir algo que sucedió a las cuatro y cuarto redondeando la hora; nos cuentan que un hombre tenía una hermana llamada Elisabeth y resulta luego que no se trataba de una hermana sino de una cuñada, llamada, por cierto, Alexandra… Así sucesivamente. Pero en Colin yo tengo un perro de notables habilidades, habilidades que, he de decirlo, le han llevado lejos en su carrera. Colin ha tenido siempre una memoria magnífica. Es capaz de repetir ce por be conversaciones por él oídas varios días más tarde. Detalla con precisión también, sin florituras ni adornos, sin versiones personales, esto es, de una manera distinta a lo que hacemos los demás, determinados pareceres en permanente vigencia. Jamás dirá, es otro ejemplo: «A las once y veinte entregaron el correo» en lugar de describir lo que pasó realmente, dejando de mencionar una llamada a la puerta y la subsiguiente entrada en la habitación de cualquiera con un puñado de cartas en la mano. Todo esto es sumamente importante. Equivale a afirmar que él oyó lo que yo hubiera oído de haber estado presente, que él vio lo que yo hubiera visto también…
—Únicamente que el desventurado perro es incapaz de efectuar algunas interesantes deducciones…
—De modo que hasta donde es posible yo dispongo de los hechos. Me encuentro ya inmerso en el escenario del drama. Lo que más me sorprendió del caso cuando Colin me puso al corriente del mismo fue su carácter fantástico. Cuatro relojes, todos ellos marcando una hora de adelanto sobre la normal, los cuales fueron introducidos en una casa sin conocimiento de su propietaria. Al menos, eso fue lo que ella dijo. No olvidemos que no hay que admitir nada, nos digan lo que nos digan, hasta que quede comprobado.
—Los dos pensamos lo mismo —contestó Hardcastle haciendo un gesto de aprobación.
—En el suelo yace un hombre muerto, un hombre ya de cierta edad; de aspecto respetable. Nadie sabe quién es (de nuevo, eso es lo que se nos dice). En uno de los bolsillos de su traje se encuentra una tarjeta en la que hay impreso un nombre: R. H. Curry, y una dirección: 7, Denvers Street. Al parecer pertenece a la plantilla de la «Metropolis Insurance Company». Pero tal entidad no existe. No hay tampoco ninguna calle como la citada ni tal señor Curry. He aquí una prueba negativa, pero prueba al fin y al cabo. Sigamos… Aparentemente, se produce a las dos menos diez una llamada telefónica a una agencia de secretarias. Una señorita llamada Millicent Pebmarsh requiere los servicios de una taquimecanógrafa. Pide que le sea enviada a las tres, al número 19 de Wilbraham Crescent. Se interesa especialmente por la señorita Sheila Webb. La joven llega a la dirección referida minutos antes de las tres. De acuerdo con las instrucciones recibidas entra en el cuarto de estar de la vivienda, donde descubre el cadáver de un hombre. Asustada, sale de la casa gritando, precipitándose en los brazos de un caballero.
Poirot hizo una pausa, fijando su mirada en mí.
—Entra en escena nuestro joven héroe —apunté.
—Ya ve —señaló a su vez Poirot—. Ni siquiera usted puede evitar el tono melodramático cuando se alude a esa escena. La historia, efectivamente, es un melodrama. Nos enfrentamos con un cuento fantástico, irreal. Es un asunto que encajaría perfectamente en cualquiera de las obras de determinados escritores: Garry Gregson, por ejemplo. He de advertir que antes de la llegada de mi joven amigo había iniciado un estudio de la labor literaria realizada por escritores de novelas de emoción e intriga que más se destacaron en los últimos sesenta años. Algo interesante, de veras. Uno se inclina a considerar los crímenes reales a la luz de la ficción artística. Es decir, si yo observo que un perro no ha ladrado cuando debía haberlo hecho me digo: «¡Ah! Un crimen estilo Sherlock Holmes». De igual manera, si el cadáver es hallado en una habitación sellada exclamo, naturalmente: «¡Ah! Un caso típico de Dickson Carr». Luego, ahí está mi amiga, la señora Oliver. Si viera que… Pero ya no voy a decir más en este aspecto. ¿Me han comprendido? He aquí el planteamiento de un crimen en circunstancias tan improbables que en seguida se piensa: «Este libro no refleja la vida. Cuanto en él sucede es irreal». ¡Ah! Pero aquí no cabe semejante consideración, pues la historia es real y bien real. Ha sucedido. Esto invita a la meditación, ¿no?