Hardcastle no hubiera planteado las cosas de aquella manera, pero estaba conforme con la idea general, por lo que asintió enérgicamente. Poirot prosiguió diciendo:
—Es lo contrario al pensamiento de Chesterton: «¿Dónde esconderías una hoja?» En un bosque. «¿Dónde esconderías un guijarro?» En una playa. Hay aquí exceso, fantasía, melodrama. Cuando yo me pregunto, imitando a Chesterton: «¿Dónde ocultaría una mujer de mediana edad su belleza en declive?», yo no me contesto: «Entre otros rostros parecidos». No. En absoluto. La esconde bajo una espesa capa de maquillaje, bajo una máscara de rouge y polvos, entre hermosas pieles, entre joyas que rodean su cuello y le cuelgan de las orejas. ¿Me comprenden?
—Pues… —empezó a decir el inspector, queriendo disimular su desorientación.
—Ya verá lo que pasa: la gente se dedicará a contemplar las pieles y las joyas, la coiffure y la haute couture, gracias a lo cual no observarán a la mujer en sí… En consecuencia, me dije, y le dije también a mi amigo Colin: «En vista de que este crimen presenta tan fantásticos adornos con objeto de distraer la atención de uno, ha de ser forzosamente simple». ¿Fue así, Colin?
—En efecto. Ahora bien, todavía estoy esperando a que me demuestre que no se ha equivocado.
—Tiene que continuar aguardando, Colin. Así pues, dejamos a un lado los «adornos» del crimen y fijamos nuestra atención en los puntos esenciales. Un hombre ha sido asesinado. ¿Por qué ha sido asesinado? Y, ¿quién es? La respuesta a la primera pregunta dependerá evidentemente de la que se dé a la segunda. Y en tanto no se obtengan las dos contestaciones es imposible seguir adelante. El individuo podría ser un chantajista, un timador de esos que operan granjeándose primero la confianza de su víctima, o el esposo de una mujer que se creyera en peligro o perjudicada por la existencia de su marido. Podría haber sido ese hombre una docena de cosas más. Conforme voy conociendo detalles me inclino más a pensar con los demás que la víctima era una persona corriente, acomodada, respetable. Repentinamente pienso: «¿Y tú sostienes que éste tiene que ser un crimen de estructura muy simple?» De acuerdo. Dejemos que ese hombre sea exactamente lo que él parece: un individuo acomodado, respetable, ya entrado en años. —Poirot miró al inspector, inquiriendo—: ¿me entiende?
—Pues… —volvió a repetir Hardcastle, deteniéndose.
—Aquí tenemos, por consiguiente, un hombre de edad y aspecto agradable, corriente, cuya desaparición es necesaria para alguien. ¿Para quién? En este punto, por fin, podemos estrechar el panorama demasiado dilatado que hemos estado contemplando. Se conocen ciertas cosas y personas. Se sabe de la señora Pebmarsh y de sus hábitos; no es un secreto la existencia del «Cavendish Secretarial Bureau»; hay una chica, llamada Sheila Webb, que trabaja en esa firma… Por eso le digo a mi amigo Colin «Los vecinos». Converse con los vecinos. Averigüe cuanto pueda acerca de ellos. Explore en sus historias respectivas. Y, sobre todo, procure charlar con todos, aprovechando el menor pretexto. La conversación normal no es sólo una serie de respuestas a determinadas preguntas… Durante el diálogo se le escapan a uno minucias. La gente se mantiene en guardia cuando la conversación es trascendente, peligrosa. En la charla de circunstancias el espíritu se relaja; todos sucumben al alivio de decir la verdad, que no exige esfuerzos, concentración. Hablar sinceramente cuesta mucho menos trabajo que mentir. En ocasiones una palabra, un concepto espontáneo, es más revelador que un largo discurso.
—He ahí una colección de consideraciones admirablemente expuestas —comencé—. Desgraciadamente, en este caso no son aplicables.
—Sí, mon cher, sí. Precisamente hay una breve frase de inestimable valor, a la cual iba a referirme en seguida.
—¿Cuál? —pregunté—. ¿Quién la dijo? ¿Cuándo?
—A su tiempo, mon cher, a su tiempo.
—¿Decía usted, monsieur Poirot? —inquirió cortésmente Hardcastle, llevando de la mano a aquél al tema.
—Tracemos un círculo en torno al número 19. Cualquiera de las personas que caen dentro de él puede ser la autora del asesinato del señor Curry. Citémoslas: la señora Hemming, los Bland, los McNaughton, la señora Waterhouse. Más importante todavía: todas ellas ocupan una posición clara. La señora Pebmarsh pudo haber matado al señor Curry antes de salir de su casa, a la 1:35, aproximadamente; la señorita Webb pudo haber tomado las medidas necesarias para que su encuentro con la víctima tuviese lugar allí, atacando al hombre antes de abandonar la vivienda también para dar la voz de alarma…
—¡Ah! Ahora, monsieur Poirot, va usted al grano ya.
Poirot hizo como si no hubiera oído las palabras del inspector, dando media vuelta para enfrentarse conmigo.
—Y, por supuesto, hay que pensar en usted, mi querido amigo Colin. Usted también ocupa un puesto en este planteamiento. ¿No buscaba un número alto precisamente por la parte en que se hallan los bajos?
—Está bien —repuse indignado—. Veamos qué se le ocurre a continuación. ¡Y pese a todo yo le sirvo la cosa en bandeja!
—Los asesinos son orgullosos, engreídos, a veces —señaló Poirot—. Existía la posibilidad de que usted hubiera querido divertirse un poco… a mi costa.
—Si sigue hablando así me convencerá —contesté.
Comenzaba a sentirme molesto.
Poirot se volvió hacia el inspector Hardcastle.
—Pues sí… En esencia fue eso: me dije que aquél tenía que ser un crimen muy simple. La presencia de los relojes, fuera de propósito; la hora de adelanto que marcaban las manecillas de aquéllos; las estudiadas circunstancias que condujeron al descubrimiento del cadáver… Eso había que dejarlo a un lado, de momento. Eran cosas, según se dice en su inmortal «Alicia», como «zapatos y barcos, lacre, verduras y reyes». Punto vitaclass="underline" un hombre de cierta edad y aspecto corriente ha desaparecido del mundo de los vivos porque estorbaba a alguien. De conocer la identidad del hombre asesinado hubiéramos señalado casi inmediatamente a su probable verdugo. De haber sido un individuo conocido por su afición al chantaje habríamos buscado al que podía ser su víctima; de haber sido un detective hubiéramos procurado descubrir a alguien en posesión de un secreto criminal; de haber sido un sujeto acaudalado, habríamos investigado entre sus herederos… Ahora bien, no sabiendo quién es el finado poco es lo que puede hacerse. Entonces, entre el que tiene una razón para matar y nosotros se levanta una valla casi insalvable.
»Dejando a un lado a la señorita Pebmarsh y a Sheila Webb, ¿qué personas pueden no ser lo que aparentan? La respuesta a tal pregunta es desconcertante. Si exceptuamos al señor Ramsay, ¿quién no es lo que aparenta ser? —Poirot me miró inquisitivamente y yo asentí—. A primera vista no hay engaño en los demás… Bland es un maestro de obras bien conocido en la localidad. El señor McNaughton había estado desempeñando una cátedra en Cambridge; la señora Hemming es viuda de un subastador; los Waterhouse son gente respetable, que reside en Wilbraham Crescent desde hace bastante tiempo. Volvemos, pues, al señor Curry. ¿De dónde procede? ¿Quién le llevó a la casa número 19? Y aquí surge una valiosísima observación o comentario, formulado por una de las vecinas: la señora Hemming. Al decírsele que el hombre asesinado no vivía en el número 19, exclama: «¡Ah, ya comprendo! Le llevaron allí para matarle. ¡Qué raro!» Esa mujer apunta directamente al corazón del problema. He ahí una cosa que suele pasar con los seres que se hallan demasiado concentrados en sus propios pensamientos para prestar su atención a las manifestaciones de los demás. Ella resumió así el crimen: El señor Curry fue al número 19 de Wilbraham Crescent para ser asesinado. ¡Más sencillo no puede ser!