—¿Y no la vio nadie?
Poirot se encogió de hombros.
—Podían haberla visto, pero no la vieron… Por entonces sería la una. La hora de comer. Y las miradas de las personas que se hallaban en aquellos momentos en Wilbraham Crescent confluían en el número 19. Fue una oportunidad audazmente aprovechada por esa atrevida mujer, carente de escrúpulos.
Hardcastle movió la cabeza. Le asaltaban muchas dudas.
—¿La señorita Martindale? No acierto a comprender su papel en la historia.
—No. No se comprende al principio. La señorita Martindale mató, indudablemente, a Edna —¡Oh, sí, ya lo creo!—, crimen del que sólo ella puede ser autora. Empiezo a sospechar que en la Martindale tenemos a la lady Macbeth de este crimen, una mujer despiadada, cruel y carente de imaginación.
—¿Carente de imaginación? —inquirió Hardcastle sorprendido.
—¡Oh, sí! Carente de imaginación, pero eficiente. Lo planeó todo muy bien.
—¿Por qué? ¿Cuál es el móvil?
Hércules Poirot me miró, haciendo oscilar un dedo índice ante mí.
—De manera que la conversación con los vecinos no significa nada para usted, ¿eh? Yo descubrí una frase que me iluminó. ¿No recuerda que después de haberle hablado de la cuestión de vivir en el extranjero la señora Bland le comunicó que a ella le agradaba habitar en Crowdean porque tenía una hermana aquí? Precisamente lo contrario de lo que todo el mundo suponía. Esa mujer había heredado una fortuna un año atrás, procedente de un pariente canadiense, por ser la única superviviente de la familia.
Hardcastle, alerta, se irguió.
—De modo que usted cree…
Poirot se recostó en su butaca, juntando las yemas de sus dedos. Con los ojos ligeramente entornados, prosiguió diciendo:
—Imaginemos que es usted un hombre como tantos otros, sin excesivos escrúpulos, que pasa por algunas dificultades económicas. Un buen día llega a su casa una carta procedente de una firma de abogados en la cual se le notifica que su esposa ha heredado una gran fortuna de un pariente que reside en Canadá. La carta va dirigida a la señora Bland. El único inconveniente reside en que la señora Bland que la recibe no es la auténtica, pues se trata de la segunda esposa, no la primera… ¡Qué disgusto! ¡Qué rabia! Desde luego, posteriormente surge la idea. ¿Quién va a saber que no se trata de la verdadera señora Bland? En Crowdean no hay nadie que sepa que Bland estuvo casado antes con otra mujer. Su primer matrimonio tuvo lugar años atrás, durante la guerra, hallándose él al otro lado del océano. Habiendo muerto su mujer poco después, no tardó en contraer matrimonio de nuevo, casi inmediatamente. Posee el certificado de matrimonio original, varios papeles familiares, fotografías de los parientes canadienses, ya fallecidos… No le costaba mucho trabajo montar el tinglado. De todos modos, vale la pena correr ciertos riesgos. Deciden desafiar el peligro. Se cubren las formalidades legales. Y aquí tenemos a los Bland ya ricos, prósperos, sin preocupaciones de tipo económico…
»Pasa el tiempo y un año más tarde sucede algo… ¿Qué es lo que sucede? Sugiero que alguien se dispone a visitar este país, alguien que habita en el Canadá… Y esta persona conocía a la primera señora Bland suficientemente bien como para no dejarse engañar por una suplantadora. Puede haber sido un miembro de la sociedad de abogados que se ha encargado siempre de los asuntos de esa familia… puede haber sido un amigo íntimo de esa familia… Pero, sea quien sea, se hallaba en condiciones de provocar un conflicto. Tal vez el matrimonio piense en la manera de evitar la entrevista. La señora Bland hubiera podido fingir una enfermedad o marcharse al extranjero… No obstante, eso podría suscitar sospechas. El visitante querría, a lo mejor, ver a toda costa a la mujer y…
—Entonces piensan en el crimen, ¿verdad?
—Sí. Y en este punto me imagino que la hermana de la señora Bland debió ser quien marcara el camino a seguir. Ella fue quien lo planeó todo.
—¿Supone usted que la señorita Martindale y la señora Bland son hermanas?
—Es la única manera de explicarse las cosas.
—Cuando vi por primera vez a la señora Bland pensé que me recordaba a otra persona. Son distintas, pero, desde luego, existe cierta semejanza entre las dos. Sin embargo, ¿qué esperanzas de salir airosos con su proyecto se les ofrecían a esa gente? El hombre sería echado de menos. La policía iniciaría indagaciones…
Hardcastle calló, en espera de la respuesta de Poirot a sus consideraciones.
—En el caso de que este hombre estuviese viajando por el extranjero por puro placer su itinerario resultaría más bien vago… En el Canadá se recibiría, normalmente, una carta de aquí, una tarjeta postal de allá… Transcurriría algún tiempo antes de que sus conocidos se preguntasen qué había sido de él. Al cabo de meses y meses, ¿a quién se le ocurriría relacionar a un individuo llamado Harry Castleton, enterrado ya, con un rico turista canadiense que ni siquiera había sido visto en esta parte del mundo? De ser yo el asesino habría hecho un rápido viaje a Francia o a Bélgica. En cualquiera de estos dos países habría dejado «olvidado» el pasaporte de la víctima, en un tren, o en un tranvía. De esta manera las indagaciones se hubieran orientado hacia otra nación.
Hice un movimiento involuntario y la mirada de Poirot se posó en mí.
—¿Qué pasa?
—Bland me comunicó que recientemente hizo un viaje a Boulogne, un desplazamiento de veinticuatro horas, en compañía de una rubita, según me dio a entender…
—Ese proceder, como ya he dicho, era el más lógico, sí. Bien, indudablemente, se trata de un hábito…
—Todo eso son suposiciones —objetó Hardcastle.
—Pero pueden ser llevadas a cabo las averiguaciones precisas —manifestó Poirot.
Este cogió una hoja de papel de una repisa que tenía ante él, entregándosela a Hardcastle.
—Escriba al señor Enderby, que vive en el número diez de Enimore Gardens, distrito sudoeste siete, quien me ha prometido realizar determinadas indagaciones en el Canadá. Es un abogado muy conocido y extraordinariamente competente y experto en asuntos de carácter internacional.
—¿Y qué me dice de la cuestión de los relojes?
—¡Oh, de los relojes! ¡Los famosos relojes! —Poirot sonrió—. Creo que no tardará en ver a la señorita Martindale como la responsable de este capítulo de la historia. Como el crimen, según declaré, era de lo más sencillo que darse pueda, había que disfrazarlo, dotándolo de detalles fantásticos. Pensemos en ese reloj con la inscripción de «Rosemary». Sheila Webb se lo llevó para que procedieran a su reparación, perdiéndolo en el «Cavendish Secretarial Bureau». ¿Lo aprovechó la señorita Martindale a modo de base de toda su historia? El hecho de que perteneciera a Sheila Webb, ¿fue lo que motivó que escogiese a la chica, puesta a elegir la persona que había de descubrir el cadáver?
Hardcastle atajó a Poirot preguntándole:
—¿Y decía usted que esa mujer carecía de imaginación? ¿Cuándo planeó todo esto?
—¡Si no lo planeó ella! He aquí lo más interesante del caso. Todo había sido concebido por otra mente… Ella fue quien lo aprovechó. Desde el mismo comienzo del asunto localicé el estilo peculiar de la trama, un estilo que yo conocía perfectamente. Me era familiar, en efecto, porque había leído historias de disposición semejante. He tenido mucha suerte. Colin puede decírselo, esta semana asistí a una venta de manuscritos originales de escritores. Entre otros había varios de Garry Gregson. Pocas probabilidades tenía de hallar lo que buscaba, pero, ya lo he indicado, tuve suerte. Aquí… —igual que un prestidigitador, Poirot sacó de un cajón dos libretas parecidas a las que emplean los colegiales para hacer sus ejercicios—. ¡Aquí está todo! Entre los argumentos de otros libros que Gregson planeaba escribir. No vivió para escribir éste… pero la señorita Martindale, que fue su secretaria, conocía la existencia de tal proyecto. No hizo otra cosa que convertirlo en realidad para lograr sus particulares fines.