—Sin embargo, originalmente, en el borrador de Gregson, quiero decir, los relojes debían tener algún significado.
—Sí, desde luego. Sus relojes marcaban las siguientes horas: las cinco y un minuto, las cinco y cuatro minutos y las cinco y siete minutos. Era el número de la combinación de una caja de caudales: 515457. Una reproducción de la Monna Lisa ocultaba la puerta de aquélla. Dentro de la caja —continuó diciendo Poirot, con un gesto de fastidio—, se encontraban las joyas de la Corona rusa. Un argumento que era un tas de bétises. Y, desde luego, figuraba en aquél también… una muchacha perseguida. Sí. A la Martindale todo eso le venía a las mil maravillas. No tenia más que escoger los personajes reales y adaptarlos, señalándoles su papel respectivo… Todas las pistas dejadas conducirían… ¿a dónde? ¡A ninguna parte, exactamente! ¡Oh, si! La señorita Martindale se reveló como una mujer eficiente. Yo me pregunto: ¿le dejaría el escritor algún dinero? ¿Cómo y de qué murió aquel hombre?
Hardcastle no quería ahondar de momento en cosas ya pasadas. Se apoderó de las dos libretas y me quitó de las manos la hoja de papel en que había escrito a toda prisa las señas de Enderby, que Poirot acababa de facilitarle. Por espacio de dos minutos yo había estado contemplando aquella fascinado. Se trataba del trozo de papel que yo le entregara días atrás, en el que bajo el membrete de un hotel se veía una especie de media luna, un número y una letra. El inspector había anotado la dirección del abogado invirtiendo inconscientemente el fragmento de carta. El membrete quedó así en el ángulo inferior izquierdo. Entonces me di cuenta de lo necio que había sido.
—Muy agradecido, monsieur Poirot —dijo Hardcastle—. Por supuesto, nos ha proporcionado usted abundante materia de reflexión. Si sacamos algo en limpio de todo eso…
—Encantado de haberle sido de utilidad.
Poirot se mostraba modesto.
—Tendré que comprobar ciertos extremos…
—Claro, claro…
Hardcastle se despidió, abandonando el cuarto.
Poirot concentró su atención en mí. El hombre enarcó las cejas.
—Eh bien… ¿Puedo preguntarle en qué piensa? Parece usted un hombre que acabara de ver una aparición.
—Acabo de darme cuenta de lo tonto que he sido.
—¡Ah! Eso nos sucede a todos con harta frecuencia.
Pero evidentemente, ¡a Hércules Poirot, no! Tenía que pasar al ataque…
—Dígame una cosa, Poirot. Si, como usted ha venido afirmando, pudo llegar a las conclusiones específicas sentado tranquilamente en una butaca de su apartamento, a donde, además, hubiera podido llamar a Dick Hardcastle, ¿por qué razón se molestó en presentarse aquí?
—Ya le he hablado de las reparaciones que se estaban llevando a cabo donde resido.
—Si lo hubiera solicitado le habrían cedido otro apartamento. También hubiera podido trasladarse al Ritz. Este encierra más comodidades que el «Curlew Hotel».
—Indudablemente —contestó Hércules Poirot—. El café aquí… ¡Mon Dieu!, ¡qué café!
—De acuerdo, entonces… Explíqueme pues: ¿por qué?
Hércules Poirot pareció enfadarse.
—Eh bien, se lo diré, ya que le cuesta tanto trabajo adivinarlo. Soy un ser humano, ¿verdad? Puedo convertirme momentáneamente en una máquina cuando es necesario; soy capaz de tenderme y reflexionar; estoy en condiciones de solucionar problemas así… Pero soy humano, ya lo he dicho. Y los problemas afectan a seres a mí semejantes.
—¿Así pues…?
—La explicación es tan simple como el crimen inicial de que nos hemos ocupado. Vine aquí arrastrado por un ramalazo de humana curiosidad —declaró Hércules Poirot, irguiendo dignamente la cabeza.
Capítulo XXIX
NARRACIÓN DE COLIN LAMB
Una vez más me encontraba en Wilbraham Crescent, avanzando hacia el oeste. Me detuve frente a la puerta de la casa número 19. Nadie salió de la misma dando gritos en esta ocasión. Allí reinaba la más absoluta tranquilidad. Oprimí el botón del timbre. Abrió la puerta la señorita Millicent Pebmarsh.
—Soy Colin Lamb —le dije—. ¿Me permite que entre? Quisiera hablar con usted unos instantes.
—Pase.
La dueña de la casa me precedía. Encaminóse al cuarto de estar.
—Está usted pasando una larga temporada aquí, señor Lamb, por lo que veo. Tengo entendido que no pertenece a la plantilla de policía de la localidad…
—Y no anda usted descaminada. En realidad creo que sabe perfectamente quién soy yo… desde la primera vez que hablamos.
—No estoy muy segura de entender bien sus palabras.
—He sido un estúpido, señorita Pebmarsh. Vine a Wilbraham Crescent en su busca. La encontré el primer día y, ¡ni siquiera me di cuenta de todo ello!
—Es posible que todo lo del crimen le distrajera.
—También me conduje estúpidamente al contemplar un trozo de papel de cierto modo.
—¿Y a qué viene todo esto?
—Viene a cuento de que el juego ha terminado, señorita Pebmarsh. He descubierto el lugar en que son elaborados determinados planes. Los documentos y apuntes necesarios para la confección de los mismos son conservados por usted, la encargada de transcribirlos al sistema Braille. Los informes conseguidos por Larkin en Portlebury fueron pasados a usted. De sus manos, aquéllos continuaron viaje hasta su punto de destino por medio de Ramsay. Este, cuando era preciso, visitaba esta casa durante la noche utilizando el jardín. En el suyo dejó caer una moneda checa un día…
—Un descuido por su parte.
—Todos incurrimos en descuidos antes o después. Su «camuflaje» ha sido excelente. Es usted ciega, trabaja en una institución que atiende a la educación de los niños invidentes, lo que le da ocasión de tener en su domicilio muchos libros escritos en el sistema Braille, algunos de los cuales pertenecen a sus alumnos… Es usted, además, una mujer de gran personalidad, de inteligencia nada común. No me explico cuál es la fuerza que la anima…
—Digamos, si le parece bien, que soy un caso de vocación.
—Sí. Quizás eso lo explicara todo.
—¿Y por qué me está diciendo todas esas cosas? No es lo corriente en estas situaciones.
Consulté mi reloj de pulsera.
—Dispone usted de dos horas, señorita Pebmarsh. Dentro de dos horas se presentarán aquí varios miembros del Servicio Especial para hacerse cargo de…
—No le comprendo. ¿Por qué se ha adelantado a aquéllos? Esto parece un aviso…
—Lo es. He venido aquí para esperar a esos agentes y procurar que de esta casa no desaparezca nada de lo que en estos instantes contiene. Con una excepción: usted. Dispone de dos horas de tiempo para marcharse si eso es lo que desea.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué?
Respondí hablando lentamente:
—Porque me enfrento con la posibilidad de que usted se convierta en breve en mi suegra. Claro que también podría equivocarme.
Los dos callaron. Millicent Pebmarsh se levantó, acercándose a la ventana. Yo no apartaba los ojos de ella. Con respecto a Millicent Pebmarsh he de decir que no me había hecho la menor ilusión. No confiaba lo más mínimo en ella. Era ciega, pero hasta una mujer ciega logra en ciertas ocasiones hacerse con uno, de cogernos desprevenidos. Su ceguera no significaba ningún inconveniente grave para tal propósito si le facilitaba la oportunidad de apoyar en mi espalda el cañón de una pistola automática.