—¿En qué puedo servirles?
—¿La señorita Martindale? —inquirió Hardcastle.
—Me parece que en este momento se encuentra ocupada telefoneando…
La chica manipuló en el intercomunicador diciendo por fin ante el mismo:
—Dos caballeros desean verla, señorita Martindale. —La joven levantó la vista, preguntándonos—: ¿sus nombres, por favor?
—Hardcastle —repuso Dick.
—El señor Hardcastle, señorita Martindale. —Seguidamente la muchacha interrumpió la comunicación, poniéndose en pie, agregando—. Por aquí, hagan el favor.
La joven nos condujo ante una puerta en la que en letras doradas aparecía el apellido de la directora del establecimiento. Abierta aquélla se hizo a un lado para dejarnos pasar.
—El señor Hardcastle —anunció al tiempo que cerraba la puerta a nuestras espaldas.
La señorita Martindale estaba sentada tras una gran mesa. Al entrar nosotros nos miró atentamente. Era una mujer de aspecto vivaz que rondaría los cincuenta años. Llevaba sus rojizos cabellos peinados a lo «pompadour». Tenía unos ojos brillantes que daban la impresión de mantenerse siempre alerta.
Su mirada se detuvo en Dick, fijándose luego en mí.
—¿El señor Hardcastle?
Dick sacó de su cartera una de sus tarjetas oficiales, entregándosela. Yo procuré quedar en segundo plano ocupando una silla junto a la entrada del despacho.
La señorita Martindale enarcó las cejas, denotando su sorpresa y su disgusto.
—¿El detective inspector Hardcastle? ¿En qué puedo serle útil, inspector?
—He venido para solicitar de usted una pequeña información, señorita. Creo que está en condiciones de poder ayudarme.
Guiándome por el tono de su voz pensé que Dick había decidido andarse con ciertos rodeos antes de abordar la cuestión que le había llevado allí, mostrándose lo más amable posible. Yo dudaba de que la señorita Martindale respondiera adecuadamente a su sutil maniobra. Pertenecía a ese tipo humano que los franceses denominan con la frase une femme formidable.
Yo estaba estudiando el escenario de la entrevista. En la pared, por encima de la cabeza de la directora de la firma, descubrí toda una colección de fotografías dedicadas. Una de ellas era de Ariadne Oliver, escritora de novelas policíacas, a la que conocía superficialmente. Afectuosamente suya, Ariadne Oliver, rezaba su dedicatoria, estampada a través del retrato. Muy agradecido, Garry Gregson, eran las palabras que se leía en otro. Garry Gregson, escritor de obras de misterio, había muerto dieciséis años atrás. Suya siempre, Miriam, era la dedicatoria que figuraba en otra fotografía de Miriam Hogg, escritora especializada en la novela de tipo romántico. La literatura atrevida quedaba representada allí por Armand Levine, cuyo rostro tímido, coronado por una gran calva, se asomaba al despacho desde su retrato, en el que el escritor había dejado correr la pluma brevemente, poniendo en letra muy menuda: «Reconocido», palabra que iba seguida de su nombre completo. Existía cierta similitud en los «trofeos» ostentados por cada una de aquellas personas. Los hombres, en su mayoría, vestían trajes de gruesa lana y las mujeres, muy serias, tendían a perderse entre una masa de pieles.
Mientras yo repasaba todo aquello, no dando descanso a los ojos, Hardcastle comenzó a disparar sus preguntas.
—Trabaja aquí una chica llamada Sheila Webb, ¿verdad?
—En efecto. Me parece que no se encuentra en este instante en la oficina… Al menos…
La señorita Martindale oprimió uno de los botones de su intercomunicador, diciendo.
—Edna: ¿ha vuelto ya Sheila Webb?
—No, señorita Martindale, todavía no.
Aquélla cortó la comunicación.
—Salió a primera hora de la tarde para atender a un cliente —explicó—. Debe estar de regreso ya. También es posible que luego se fuera al «Curlew Hotel», al final de la Explanada, donde tenía que presentarse a las cinco.
—Muy bien. ¿Qué podría contarme usted en relación con la señorita Sheila Webb?
—Poca cosa —replicó la señorita Martindale—. Trabaja conmigo desde… veamos, sí, desde hace un año, aproximadamente. Como empleada no puedo reprocharle nada.
—¿Sabe usted dónde estuvo trabajando anteriormente?
—No me sería difícil averiguarlo si le interesa conocer tal dato, inspector Hardcastle. Debemos tener en nuestro archivo sus referencias. De memoria puedo adelantarle que figuró en la nómina de otra firma londinense y que sus antiguos patronos dieron de ella unas referencias excelentes. Creo, aunque no estoy segura, que se trataba de una entidad dedicada a la compra-venta de inmuebles…
—¿Ha dicho usted que es eficiente en su cometido?
—Muy eficiente —señaló la señorita Martindale, quien no daba la impresión de ser una de esas personas que prodigan los elogios.
—¿Extraordinaria?
—No, yo no llegaría a afirmar eso. Trabaja con bastante rapidez y es una chica bien educada. Como mecanógrafa resulta cuidadosa y exacta.
—¿Existe entre ustedes alguna relación de carácter privado?
—No. Sheila Webb vive con una tía suya. —Al tocar este punto la señorita Martindale dio señales de desasosiego—. ¿Podría saber, inspector Hardcastle, por qué me hace todas esas preguntas? ¿Es que se ha metido en algún lío esta chica?
—Yo no diría tanto… ¿Conoce usted a una tal señorita Millicent Pebmarsh?
—Pebmarsh… —repitió la señorita Martindale enarcando las cejas—. Pues… sí. Ahora lo recuerdo, por supuesto. Sheila fue a su casa esta tarde. La cita quedó fijada para las tres.
—¿Cómo se concertó aquélla?
—Por teléfono. La señorita Pebmarsh requirió los servicios de una taquimecanógrafa y yo le envié a esa joven.
—¿Se interesó ella especialmente por Sheila Webb?
—Sí.
—¿A qué hora se produjo la llamada telefónica?
La señorita Martindale reflexionó unos segundos.
—Fui yo quien habló con ella. Esto quiere decir que la chica estaría comiendo. Serían las dos menos diez… Antes de las dos, de todos modos. ¡Ah! Aquí veo un apunte, en mi bloc de notas. Era la una y cuarenta y nueve minutos, exactamente.
—¿Le habló la misma señorita Pebmarsh?
La señorita Martindale no pudo evitar un gesto de sorpresa.
—Eso supongo.
—¿No reconoció usted su voz? ¿No la conoce personalmente?
—No. No la conozco. Me dijo que se llamaba Millicent Pebmarsh, dándome a continuación sus señas, un número de Wilbraham Crescent. Luego, como ya he dicho, preguntó por Sheila Webb. Quiso saber si estaba libre y si podría presentarse en su casa a las tres.
La declaración era clara, terminante. Me dije que la señorita Martindale sería en determinadas circunstancias una excelente testigo.
—Le quedaría muy reconocida si tuviera la amabilidad de explicarme a qué viene todo esto —solicitó la directora del «Bureau» dando muestras de impaciencia.
—Pues verá, señorita Martindale. Millicent Pebmarsh niega haber hecho tal llamada.
Los ojos de su interlocutora se dilataron a causa del asombro…
—¿De veras? ¡Qué cosa tan extraordinaria!
—Usted, por otra parte, afirma que la llamada telefónica se produjo, si bien no se halla en condiciones de asegurar que fue la propia Millicent quien se encontraba al otro extremo del hilo.
—No, por supuesto. No puedo hacer afirmaciones categóricas en ese aspecto. No conozco a esa mujer. Claro que no se me alcanza qué fin… ¿Ha habido una suplantación de personalidad o algo por el estilo?