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Supongo que estarán de acuerdo en que estos dos episodios de la carrera de mi padre que he narrado, cuya veracidad no ofrece dudas, demuestran que mi padre, además de constituir un ejemplo de mayordomo, personificó lo que la Hayes Society entendía por una «dignidad propia de su condición».

Si nos paramos a pensar en el abismo que en circunstancias semejantes hubiera separado a mi padre de un individuo como Jack Neighbours, aunque éste realizara algunos de sus mejo res malabarismos, creo que no es difícil distinguir lo que separa a un «gran» mayordomo de otro sólo competente. Asimismo, también resulta fácil entender por qué a mi padre le gustaba tanto la historia del mayordomo que, al descubrir a un tigre debajo de la mesa del comedor, supo mantener la calma. Y el motivo es que, de un modo instintivo, sabía que esa historia encerraba la clave de lo que realmente significa la palabra «dignidad». Y ahora permítanme manifestar lo siguiente: la «dignidad» de un mayordomo está profundamente relacionada con su capacidad de ser fiel a la profesión que representa. El mayordomo mediocre, ante la menor provocación, antepondrá su persona a la profesión. Para estos individuos ser mayordomo es como interpretar un papel, y al menor tropiezo o a la más mínima provocación dejan caer la máscara para mostrar al actor que llevan dentro. Los grandes mayordomos adquieren esta grandeza en virtud de su talento para vivir su profesión con todas sus consecuencias, y nunca les veremos tambalearse por acontecimientos externos, por sorprendentes, alarmantes o denigrantes que sean. Lucirán su profesionalidad como luce un traje un caballero respetable, es decir, nunca permitirán que las circunstancias o la canalla se lo quiten en público. Y se despojarán de su atuendo sólo cuando ellos así lo decidan y, en cualquier caso, nunca en medio de la gente. Como digo, es una cuestión de «dignidad».

A veces se dice que, en realidad, sólo existen mayordomos en Inglaterra. En otros países no hay más que criados, sea cual sea el título que les pongan. Cada vez más, me inclino a pensar que es cierto. En el continente no puede haber mayordomos porque son una raza incapaz de reprimir sus emociones del modo que es propio del pueblo inglés. A los continentales convendrán conmigo en que, sobre todo, a los celtas- les cuesta, por regla general, controlarse en momentos de gran tensión. Por este mismo motivo, excepto en algunas situaciones que no suponen ningún reto, tampoco son capaces de guardar las maneras profesionalmente. Volviendo a la metáfora anterior, y me disculparán por expresarme de modo tan tosco, son como un hombre que ante la menor provocación reaccionara rasgándose las vestiduras y emprendiendo una veloz huida a la vez que profería estentóreos alaridos. En una palabra, la «dignidad» no está al alcance de esta clase de personas. Así pues, nosotros los ingleses tenemos una importante ventaja con respecto a los extranjeros, y ésta es la razón por la que, cuando alguien piensa en un gran mayordomo, casi por definición se ve obligado a pensar en un inglés.

Naturalmente, ustedes podrían responderme, como hacía mister Graham cada vez que, sentados junto a la chimenea, le exponía estas ideas en el transcurso de nuestras gratas conversaciones, que si es cierto lo que digo, sólo sería posible reconocer a un gran mayordomo viéndole actuar en una situación extrema. No obstante, es evidente que consideramos grandes mayordomos a personas como mister Marshall o mister Lane sin que la mayoría de nosotros les hayamos nunca visto en semejantes lances. Y en esto le doy la razón a mister Graham. Sólo puedo decir que, después de haber ejercido esta profesión tanto tiempo, intuitivamente puedo valorar el nivel de profesionalidad de una persona sin tener que verla sometida a una prueba. En realidad, cuando alguien tiene la suerte de encontrarse frente a un gran mayordomo, lejos de reclamar, por desconfianza, ansiosamente una «prueba», la sensación que se tiene es que cuesta imaginar una situación en la que tal autoridad se viese de pronto despojada de su talento profesional. Y tengo la certeza de que si los pasajeros que mi padre transportó aquel domingo por la tarde, hace ya muchos años, se quedaron callados y avergonzados, fue porque, a pesar de la turbia pesadez creada por el alcohol, llegaron a comprender esto. Al ver a mi padre, aquellos hombres tuvieron la misma sensación que la que yo he tenido esta mañana al contemplar el paisaje inglés en todo su esplendor: la sensación de saber que estaban ante algo lleno de grandeza.

Entiendo que siempre habrá quien diga que intentar analizar el concepto de grandeza, tal y como yo he estado haciéndolo en estas líneas, es un acto bastante infructuoso.

«Se sabe cuando alguien tiene esa cualidad y cuando no la tiene», diría mister Graham. «No hay mucho más que añadir.» No obstante, creo que nuestra obligación es no ser derrotistas, y, profesionalmente, nuestro deber es sin duda reflexionar profundamente sobre este tema con el fin de llegar a ser hombres «dignos» gracias a nuestros propios esfuerzos.

SEGUNDO DIA POR LA MAÑANA

Salisbury

Las camas desconocidas se han mostrado raras veces complacientes conmigo y, tras dormir profundamente tan sólo durante un breve lapso de tiempo, me he despertado hace apenas una hora. Aún era de noche y, sabiendo que me esperan muchas horas de volante, he intentado volver a dormirme intento que ha resultado inútil. Y cuando finalmente he decidido levantarme, era tal la oscuridad que me he visto obligado a encender la luz para poder afeitarme en el lavabo del rincón. Al apagar la luz una vez hube terminado, el amanecer ya clareaba tras las cortinas.

Las he corrido hace unos instantes, y la luz de fuera era todavía muy pálida. Había además un poco de niebla que me impedía ver la panadería y la farmacia de la acera de enfrente. Algo más lejos, donde la calle sube por el arco del puente, he podido apreciar que la niebla venía del río y ocultaba a mis ojos casi por completo uno de los pilotes del puente. No se veía un alma y, aparte de los martillazos que el eco traía de algún lugar distante y las toses que llegaban de algún cuarto del fondo de la casa, tampoco se oía ningún ruido. Está claro también que la patrona de la casa sigue en la cama, por lo que no tengo posibilidades de que me sirva el desayuno antes de la hora anunciada, es decir, antes de las siete y media.

En estos momentos, rodeado de tanta calma y esperando que el mundo se despierte, me han venido de nuevo a la mente pasajes de la carta de miss Kenton. Por cierto, ahora que lo pienso, creo que debería haber hecho algunas aclaraciones respecto a miss Kenton. Debo decir que miss Kenton es en realidad mistress Benn. No obstante, dado que sólo la traté de cerca durante sus años de soltera y que desde que se marchó al oeste del país para convertirse en mistress Benn no he vuelto a verla, espero que disculpen mi falta de precisión por referirme a ella utilizando el nombre con que yo la conocí y en el cual la he recordado durante todos estos años. Por otra parte, su carta me ha dado motivos para seguir considerándola como miss Kenton, dado que, por desgracia, parece que su matrimonio ha concluido. La carta no da detalles específicos sobre el asunto, como sería de esperar; miss Kenton sólo afirma de modo inequívoco haber dejado el hogar de mister Benn, en Helston, y encontrarse alojada en casa de unos amigos cerca del pueblo de Little Compton.