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Según recuerdo, varias semanas después de que se incorporaran mi padre y miss Kenton, una mañana, estando sentado a la mesa de la despensa revisando papeles, escuché que alguien llamaba a la puerta. Me quedé muy desconcertado al ver que era miss Kenton quien abría la puerta y entraba en la habitación antes de darle permiso. Traía un jarrón grande con flores y, sonriendo, me dijo:

– He pensado que esto alegrará un poco la habitación.

– ¿Cómo dice?

– Me parecía una pena que con el sol que hace fuera estuviese usted encerrado en un lugar tan frío y oscuro. Por eso he pensado que estas flores le darían vida.

– Es usted muy amable, miss Kenton.

– Es una lástima que no entre más sol en esta habitación.

Las paredes están incluso un poco húmedas, ¿no cree, mister Stevens?

Volví a mis cuentas, y le respondí:

– No es más que un poco de vaho, miss Kenton.

Digo yo.

Dejó el jarrón en la mesa, delante de mí, y, echando un vistazo en derredor, dijo:

– Si quiere, le traigo unos esquejes más.

– Le agradezco que sea tan amable, miss Kenton, pero esta habitación no es para pasar mis ratos libres. Prefiero que las cosas que puedan distraerme sean mínimas.

– Por supuesto, mister Stevens, pero no es necesario que sea tan triste y oscura.

– Tal como está ahora me sirve perfectamente. De todas formas, aprecio su interés. Por cierto, ya que está aquí, quisiera que tratáramos cierto asunto.

– ¿Sí?

– Sí. La verdad es que se trata de algo sin importancia. Es sólo que ayer al pasar por delante de la cocina, la oí llamar varias veces a un tal William.

– ¿Sólo eso?

– Así es, miss Kenton. Oí que llamaba varias veces a un tal William. ¿Puede decirme a quién se dirigía?

– Evidentemente, me dirigía a su padre. Creo que no hay otro William en esta casa.

– Sí, es comprensible que haya cometido este error -le dije con una sonrisa, pero quisiera pedirle que en el futuro llame usted a mi padre mister Stevens, y si le menciona hablando con una tercera persona, llámelo mister Stevens padre, para que no le confundan conmigo. Es un favor que le agradecería mucho, miss Kenton.

Seguidamente volví de nuevo a mis papeles, pero, para sorpresa mía, miss Kenton permaneció en la habitación.

– Discúlpeme, mister Stevens -dijo miss Kenton al cabo de un rato.

– ¡Sí!

– La verdad es que no entiendo muy bien lo que me acaba de decir. Hasta ahora siempre he tenido la costumbre de llamar al personal subalterno por su nombre de pila, y no veo por qué deba ser diferente en esta casa.

– Es un error comprensible, miss Kenton, pero piense por un instante en las circunstancias y se dará cuenta de que es una gran falta de tacto que alguien como usted trate de «inferior» a una persona como mi padre.

– Sigo sin entender muy bien lo que quiere decirme, mister Stevens. Dice usted alguien como yo; que yo sepa, soy el ama de llaves de esta casa, mientras que su padre no es más que un subordinado.

– Como bien dice, su cargo es de ayudante de mayordomo, pero me sorprende que sus dotes de observación todavía no hayan descubierto que, en realidad, es mucho más que eso. Muchísimo más.

– Seguramente no habré prestado la debida atención. Hasta ahora sólo había reparado en que su padre era un sirviente muy competente, y le he dado el trato que correspondía. Al parecer, recibir este trato de mí debe de haber sido muy humillante para él.

– Por lo que dice, es evidente que no ha observado con atención a mi padre, de lo contrario, usted misma habría caído en la cuenta de que llamarle William denota gran falta de tacto por parte de una persona de su edad y su condición.

– Mister Stevens, aunque llevo poco tiempo ejerciendo como ama de llaves, puedo asegurarle que no me han faltado los elogios.

– En ningún momento he puesto en duda sus buenas cualidades, miss Kenton, pero hay muchos detalles que deberían haberle hecho adivinar que mi padre es una persona de gran distinción, de la que podría usted recibir infinidad de enseñanzas si fuese más observadora.

– Le agradezco enormemente sus consejos, mister Stevens, y le ruego que me exponga qué magníficas enseñanzas son ésas.

– Creo que saltan a la vista, miss Kenton.

– Será así, pero parece que soy bastante deficiente como observadora, ¿no hemos quedado en eso?

– Miss Kenton, si a su edad ya se considera usted perfecta, nunca llegará todo lo lejos que le permiten sus facultades. Un ejemplo: muchas veces no sabe usted dónde van las cosas ni para qué sirven.

Parece que mis palabras desconcertaron a miss Kenyon, ya que durante unos instantes la noté molesta.

– Al llegar tuve algunas dificultades, pero considero que es lo normal. -¿Lo ve? Si hubiese observado a mi padre, que llegó una semana después que usted, se habría dado cuenta de que conocía la casa perfectamente desde que puso los pies en Darlington Hall.

Miss Kenton se quedó un rato pensativa al oír mis palabras v, acto seguido, dijo de mala gana:

– No dudo que su padre sea excelente en su trabajo, pero también yo lo soy en el mío, se lo aseguro. A partir de hoy, cada vez que me dirija a él lo haré llamándole por su apellido. Y ahora le ruego que me disculpe.

Tras esta conversación, miss Kenton cejó en su intento de poner flores en mi mesa y, en general, me alegró observar que se iba adaptando magníficamente. Era evidente, por otra parte, que era un ama de llaves que se tomaba muy en serio su trabajo, y que, a pesar de su juventud, no le costaba ganarse el respeto del personal a su cargo.

También observé que, efectivamente, llamaba a mi padre mister Stevens. Una tarde, creo que transcurridas dos semanas después de nuestra conversación en la despensa, estaba atareado en la biblioteca cuando entró miss Kenton y me dijo:

– Discúlpeme, mister Stevens, pero si necesita el recogedor recuerde que está en el vestíbulo.

– ¿Cómo dice, miss Kenton?

– Le digo que ha dejado tuera el recogedor. ¿Quiere que se lo traiga?

– No lo he utilizado.

– ¡Ah!, entonces perdóneme. Creía que se había servido de él y lo había dejado fuera. Siento haberle distraído.

Al llegar a la puerta, se volvió y dijo:

– Podría dejarlo yo misma en su sitio, pero ahora tengo que subir al piso de arriba. ¿Tendrá la bondad de hacerlo?

– Por supuesto, miss Kenton. Le agradezco que me lo haya dicho.

– No tiene importancia.

Oí que cruzaba el vestíbulo y empezaba a subir la escalera. Acto seguido, salí al vestíbulo. Desde la puerta de la biblioteca se domina todo el vestíbulo hasta la puerta principal de la casa, prácticamente en medio del piso, muy limpio por cierto, se destacaba el recogedor al que había hecho referencia miss Kenton.

El error me pareció trivial, pero irritante. El recogedor no sólo era visible desde las cinco puertas que daban al vestíbulo, sino que también podía verse desde la escalera y desde la balaustrada del piso. Crucé el vestíbulo e hice desaparecer el cuerpo del delito, consciente de lo que aquello implicaba. Recordé que mi padre había estado barriendo el vestíbulo aproximadamente media hora antes. Al principio, me costó atribuirle semejante error, pero enseguida comprendí que cualquiera podía tener de vez en cuando fallos como aquél y mi cólera se concentró entonces en miss Kenton por haber intentado organizar un escándalo injustificado a partir de un incidente sin importancia.

Días más tarde, apenas transcurrida una semana, venía de la cocina por el pasillo del servicio cuando miss Kenton se asomó a la puerta de su habitación y pronunció unas palabras que, con toda seguridad, había estado ensayando. Resumiendo, me dijo que, aunque le resultaba violento advertirme los errores que cometía el personal a mi cargo, era mejor que trabajáramos en equipo, por lo que esperaba que, por mi parte, no tuviese ningún reparo en avisarle de los fallos del personal femenino. Prosiguió diciendo que alguien había dispuesto algunos cubiertos de plata para el comedor con restos perceptibles de la cera para pulir, y que las púas de un tenedor habían quedado prácticamente negras. Le di las gracias por la información, y miss Kenton se retiró de nuevo a su habitación. Sabía de sobras que la plata era una de las responsabilidades principales de mi padre y una de las tareas de las que más orgulloso se sentía.