Es posible que surgieran otras muchas situaciones como éstas, y que ahora ya no las recuerde. En cualquier caso, el momento culminante llegó una tarde gris y lluviosa en que me encontraba en la sala de billar, ocupado con los trofeos de lord Darlington. Entonces miss Kenton entró y, desde la puerta, me dijo:
– Mister Stevens, acabo de ver algo fuera que me ha extrañado.
– ¿De qué se trata?
– ¿Ha ordenado el señor que cambiemos la figura dcl chino que está siempre al lado de esta puerta por la del rellano de la escalera?
– ¿Cómo dice, miss Kenton?
– Verá, mister Stevens, la figura del rellano está ahora junto a la puerta.
– Creo que se ha confundido, mister Kenton.
– En absoluto, mister Stevens. Mi trabajo consiste en situar correctamente los objetos de la casa. A mi juicio, alguien ha limpiado la figura y después no ha sabido ponerla en su sitio. Si no me cree, le ruego que se tome la molestia de salir y podrá comprobar lo que digo.
– En estos momentos estoy ocupado, miss Kenton.
– Ya lo veo, mister Stevens, pero, al parecer, no cree lo que le digo. Le pido, pues, que salga ‹l lo compruebe usted mismo.
– Ahora estoy ocupado. Saldré dentro de unos instantes. No creo que sea tan urgente.
– Reconoce, entonces, que tengo razón.
– Hasta que lo compruebe no sabré si tiene usted razón o no. Ahora estoy muy ocupado.
Volví a mi trabajo, pero miss Kenton se quedó en el umbral de la puerta, observándome. Al cabo de un rato dijo:
– Veo que casi ha terminado. Le esperaré fuera, y cuando salga podremos dejar zanjado este asunto.
– Miss Kenton, creo que le da demasiada importancia.
Miss Kenton ya había salido, pero al ver que yo seguía trabajando, empezó a hacer toda clase de ruidos para recordarme que me esperaba fuera. Decidí, por lo tanto, permanecer en la sala e iniciar alguna otra tarea. Pensé que de ese modo se daría cuenta de que su comportamiento era absurdo y se iría. No fue así. Aunque transcurrió un buen rato durante el cual pude finalizar todas las tareas que los utensilios que tenía a mano me permitían, miss Kenton no se movió de su sitio. Dado que no estaba dispuesto a seguir perdiendo el tiempo con semejante chiquillada, consideré la posibilidad de salir por uno de los ventanales. Sólo había un inconveniente y era el tiempo, es decir, había charcos bastante grandes y trechos de barro, y por otra parte era evidente que, llegado el momento, tendría que volver a la sala de billar y cerrar el balcón por dentro. Por último, decidí que la mejor estratagema era, simplemente, salir de pronto de la habitación, a grandes pasos y con aire furioso. Me dirigí, por tanto, en silencio a un rincón de la sala donde miss Kenton no me veía para ejecutar mejor mi plan y, asiendo fuertemente mis utensilios de trabajo, crucé la puerta y avancé por el pasillo ante el asombro de miss Kenton, que no daba crédito a sus ojos. El ama de llaves reaccionó, no obstante, con rapidez y, a los pocos segundos, tras adelantárseme, se detuvo ante mí y me cerró el paso.
– ¡No me negará que esa figura no está en su sitio!
– Estoy muy ocupado, miss Kenton. Me sorprende que no tenga usted otra cosa que hacer que andar todo el día por los pasillos.
– Mister Stevens, está mal puesta, ¿ sí o no?
– Miss Kenton, le rogaría que bajase la voz.
– Y yo le rogaría, mister Stevens, que se volviese y mirase esa figura.
– Baje la voz, se lo ruego. ¿Qué va a pensar el resto del servicio si nos oyen dar voces discutiendo si la figura está o no en su sitio?
– Mister Stevens, el problema es que desde hace cierto tiempo nadie se ocupa de limpiar las figuras de esta casa y ahora, de pronto, ¡están todas cambiadas de sitio!
– ¡Esto es ridículo, miss Kenton! Y ahora, ¿tendría la amabilidad de dejarme pasar?
– Mister Stevens, ¿le molestaría mirar la figura que tiene detrás?
– Reconozco, puesto que al parecer es tan importante para usted, que la figura que tengo detrás no está en su sitio. Pero también le diré que no llego a comprender por qué se preocupa usted por unos errores tan triviales.
– Quizá sean errores triviales, mister Stevens, pero debe comprender lo mucho que significan.
– No sé qué quiere decirme, miss Kenton. Y ahora, si es usted tan amable de dejarme pasar…
– El problema, mister Stevens, es que su padre tiene asignadas más tareas de las que un hombre de su edad puede abarcar.
– Es evidente que no es usted consciente de lo que me insinúa.
– Por muy competente que fuese su padre en otros tiempos, sus facultades están ahora muy mermadas. He ahí el significado de esos, como usted dice, «errores tan triviales», y si no tiene usted más cuidado, llegará pronto el día en que su padre tenga algún fallo realmente grave.
– Miss Kenton, lo que dice es verdaderamente absurdo.
– Discúlpeme, pero no he terminado. Creo que hay muchas obligaciones de las que su padre debería quedar exento. Por ejemplo, no debería llevar bandejas muY carga das. No deja de ser preocupante el modo cómo le tiemblan las manos cuando las lleva para la cena. El día menos esperado veremos a alguna dama o a algún caballero con una de esas bandejas por sombrero. Y aún hay más. Aunque lamente decirlo, me he fijado en la nariz de su padre.
– ¿De veras?
– Siento tener que decir esto, pero hace dos noches vi que su padre se dirigía con su bandeja lentamente hacia el comedor y, encima de la sopa, le colgaba una gota de la nariz. No creo que sea un modo de servir que despierte el apetito.
Ahora que lo pienso mejor, no creo que miss Kenton emplease aquella noche palabras tan bruscas. Naturalmente durante todos los años en que trabajamos juntos, hubo ocasiones en que hablamos con toda confianza, pero la conversación de aquella tarde que acabo de referir tuvo lugar cuando apenas nos conocíamos. Me cuesta creer, por tanto, que miss Kenton fuese tan directa, y no creo que llegase a decir cosas como «quizá sean errores triviales, mister Stevens, pero debe comprender lo mucho que significan». La verdad es que, pensándolo bien, tengo la impresión de que pudo ser el propio lord Darlington el que me hiciera este comentario, concretamente, un día en que me pidió que fuese a su despacho, más o menos dos meses después de la conversación que mantuve con miss Kenton en la puerta de la sala de billar. Por aquella época, la caída de mi padre hizo cambiar mucho su situación.
La puerta del despacho se encuentra enfrente de la escalera principal. Actualmente, junto a ella hay una vitrina con algunos objetos de adorno de mister Farraday, pero en la época de lord Darlington había allí un estante con volúmenes de varias enciclopedias, incluida una colección completa de la Britannica. Lord Darlington tenía un truco que consistía en que, cuando yo bajaba la escalera, se colocaba de pie frente al estante examinando el lomo de los volúmenes, e incluso a veces, para dar mayor veracidad al encuentro, sacaba alguno y fingía estar absorto en él mientras yo descendía los peldaños. Así, cuando por fin pasaba por su lado, decía: «Por cierto, Stevens, hay algo que quería decirle», tras lo cual volvía a su despacho, todavía visiblemente interesado por el volumen que mantenía abierto en sus manos. Cuando lord Darlington actuaba así era porque se sentía violento por algo que debía comunicarme, y en ocasiones, e incluso con las puertas del despacho cerradas, se quedaba junto a la ventana y aparentaba consultar el tomo de la enciclopedia mientras conversábamos.