Esto que ahora les relató no es más que uno de los muchos ejemplos que podría citarles, testimonio del carácter tímido y modesto de lord Darlington. Durante estos últimos años, se han dicho y escrito muchas sandeces sobre mi señor y sobre el destacado papel que llegó a desempeñar en el mundo de los grandes negocios, señalándose en algunas crónicas totalmente indocumentadas que sus únicos móviles fueron el egocentrismo y el orgullo. Permítanme observar aquí que no hay nada tan lejos de la verdad como tales afirmaciones. La actitud pública que mostró algunas veces se oponía radicalmente a su propia naturaleza, y puedo decir que mi señor sólo vencía ese lado retraído de su personalidad por su gran sentido del deber. A pesar de todo lo que pueda decirse hoy día de lord Darlington, verdaderas sandeces en su mayor parte, puedo afirmar que fue un hombre de buen corazón y un caballero de la cabeza a los pies, un caballero al que entregué los mejores años de mi profesión, de lo cual me siento enormemente orgulloso.
En la época a que me estoy refiriendo, mi señor debía de tener cumplidos los cincuenta. Recuerdo que tenía todo el cabello gris y ya empezaba a andar encorvado, una característica que marcaría su delgada figura al final de sus días. Sin apenas levantar la mirada del libro, me preguntó:
– ¿Y su padre, se encuentra mejor?
– Afortunadamente, se ha recuperado por completo, señor.
– Me alegra que así sea. Sí, me alegro mucho.
– Gracias, señor.
– Stevens, ¿ha notado usted algún…, en fin, algo que nos indique que quizá debiéramos aligerar las responsabilidades de su padre? Al margen de este asunto de su caída, quiero decir.
– Como le digo, parece haberse recuperado por completo y, a mi juicio, podemos seguir confiando en él. Es cierto que últimamente ha cometido algunos errores en el ejercicio de sus funciones, aunque lo cierto es que se trata de errores de poca monta.
– Sin embargo, a ninguno de los dos nos gustaría que volviera a repetirse una situación semejante, ya sabe, que su padre volviera a caerse y todo eso.
– No, claro que no, señor.
– Del mismo modo que se cayó fuera, en el césped, podría volver a caerse en cualquier parte, y en cualquier momento.
– Cierto, señor.
– Imagínese que le ocurre en la mesa, sirviendo la cena, por ejemplo.
– Sí, cabría la posibilidad.
– Uno de nuestros primeros delegados llega dentro de dos semanas.
– Todo está dispuesto, señor.
– Lo que suceda en esta casa a partir de ese momento puede ser de gran relevancia.
– Por supuesto, señor.
– De gran relevancia, insisto, para el rumbo que está siguiendo Europa. Y considerando las personas que estarán aquí presentes, creo que no exagero.
– En absoluto, señor.
– No podemos permitirnos correr riesgos innecesarios.
– Claro que no, señor.
– Escúcheme bien, Stevens, no se trata, en modo alguno, de que su padre nos deje. Sólo le pido que se replantee usted sus obligaciones. -Fue en ese momento, creo, cuando mi señor, bajando la mirada de nuevo hacia el libro, y abriéndolo torpemente por una página, dijo: Quizá sean errores triviales, Stevens, pero debe comprender lo mucho que significan. Su padre ha sido, ciertamente, una persona muy disciplinada, pero hoy en día es mejor no asignarle ninguna tarea que pueda compro meter el éxito de nuestro próximo encuentro.
– Claro que no, señor, lo entiendo perfectamente.
– Bien, entonces, lo dejo en sus manos.
Debo decir que lord Darlington había estado presente en el momento en que mi padre, una semana antes más o menos, se había caído. Mi señor se encontraba en el cenador, atendiendo a dos invitados una joven dama y un caballero había visto cómo mi padre se acercaba por el jardín llevando en las manos una bandeja con refrescos. Frente al cenador, el césped forma una ligera pendiente de varios metros y durante aquellos días, al igual que hoy, había cuatro losas clavadas en la hierba a modo de peldaños que facilitaban la subida. La caída de mi padre ocurrió cerca de estos peldaños y, con la caída, se volcó todo el contenido de la bandeja, la tetera, las tazas, los platos, bocadillos y pasteles, encima del último peldaño. Al conocer la noticia, salí y me encontré con que mi señor y sus dos invitados habían tendido a mi padre de costado, y le habían puesto un cojín y una alfombrilla del cenador a modo de sábana y almohada. Mi padre estaba inconsciente y tenía la cara de un tono gris muy singular. Habían mandado llamar al doctor Meredith. Mi señor pensó, no obstante, que era mejor ponerle a la sombra hasta que el médico llegase. Trajeron, por lo tanto, una silla de ruedas y, con cierta dificultad, condujeron a mi padre hasta la casa. Cuando llegó el doctor Meredith, ya casi se había restablecido; por lo tanto, sólo estuvo unos minutos, y, al marcharse, comentó vagamente que la causa podía ser que mi padre hubiese estado «trabajando demasiado».
Mi padre, evidentemente, se sintió muy violento por lo ocurrido, pero el día en que tuvo lugar la conversación que he mencionado en el despacho de lord Darlington, llevaba ya un tiempo dedicándose a las mismas ocupaciones de siempre. El tema de reducir sus responsabilidades era una cuestión nada fácil de abordar, y a ello se añadía el hecho de que, desde hacía varios años, por algún motivo que nunca he logrado desentrañar, mi padre y yo habíamos conversado cada vez menos hasta el punto de que, a su llagada a Darlington Hall, hasta el intercambio de la información relacionada con nuestro trabajo se producía siempre en un ambiente tenso para ambos.
Finalmente, pensé que lo más adecuado era tratar el tema en la intimidad de su habitación, dado que, de este modo, una vez me hubiese marchado tendría la posibilidad de considerar a solas su nueva situación. Mi padre solía estar en su habitación a primeras horas de la mañana y ya tarde por la noche, de modo que una mañana, bien temprano, decidí subir a su habitación, en el ático de la casa, encima de las habitaciones de los demás criados y llamé con los nudillos suavemente a su puerta.
Antes de aquel momento habían sido pocas las veces que había tenido motivo para entrar en su habitación. Su sobriedad y sus pequeñas dimensiones volvieron, pues, a sorprenderme.
Recuerdo que tuve la impresión de entrar en una celda, no sólo por el tamaño del cuarto o la desnudez de las paredes, también influyó en ello la palidez de la luz que entraba a aquellas horas. Mi padre, además, había abierto las cortinas y se hallaba, recién afeitado y con el uniforme puesto, sentado al borde de la cama. Supuse, por tanto, que había estado con templando el amanecer. Era, al menos, la única deducción posible, dado que desde el ventanuco de su habitación sólo se alcanzaban a ver tejados y canalones. La lámpara de aceite que tenía junto a la cama estaba apagada, y al ver que mi padre miraba con reproche la lámpara que yo había llevado conmigo para alumbrarme el camino por la endeble escalera, bajé inmediatamente la llama. La palidez de la luz que entraba en la habitación me resultó, por lo tanto, más perceptible, así como el modo en que esta misma luz resaltaba los rasgos ajados y ásperos, aunque todavía imponentes, del rostro de mi padre.
– ¡Oh! -exclamé sonriendo-, debía de haber supuesto que ya estaría usted en pie dispuesto a empezar el día.
– Hace tres horas que estoy levantado -dijo mirándome fríamente de arriba abajo.
– Espero que la artritis no le haya impedido dormir.
– Duermo lo justo.
Mi padre se inclinó hacia la única silla que había en la habitación, una sillita de madera, y, apoyándose con las manos en el respaldo, se levantó. Al verle en pie frente a mí, no supe si el hecho de permanecer encorvado se debía a su enfermedad o a la costumbre de tener que adaptarse al pronunciado declive del techo de la habitación.