Esto podía implicar que tuviésemos que «amortajar» algunas partes de la mansión, aunque de mí dependía, por mi experiencia y mis conocimientos, que las zonas muertas fuesen mínimas. Al pensar que años atrás había tenido a mi cargo a diecisiete criados, y que no hacía tanto tiempo habían trabajado en Darlington Hall veintiocho criados, mientras que ahora se me pedía que gobernase la misma casa con una servidumbre de cuatro, sentí, y no exagero, pánico. Aunque hice lo posible por evitarlo, mister Farraday vio en mi rostro cierto escepticismo, ya que, para tranquilizarme de algún modo, añadió que, en caso de ser necesario, podía contratar a un criado más. No obstante, repitió, si podía «arreglarme con cuatro» me estaría enormemente agradecido.
Evidentemente, como les ocurre a muchos de mi profesión, yo prefiero las cosas a la antigua usanza. No obstante, tampoco tiene sentido aferrarse sin más a las viejas costumbres, como hacen algunos. Actualmente, con la electricidad y los sistemas modernos de calefacción, no hace falta tener un servicio tan numeroso como el que se consideraba necesario hace sólo una generación. De hecho, yo mismo me he planteado últimamente que mantener un número excesivo de criados por el simple hecho de guardar las viejas costumbres ha repercutido negativamente en la calidad del trabajo. Disponen de demasiado tiempo libre, lo que resulta nocivo. Por otra parte, mister Farraday dejó bien claro que no pensaba celebrar con frecuencia la clase de acontecimientos sociales que solían darse en Darlington Hall. Así que emprendí concienzudamente la tarea que mi patrón me había encomendado. Pasé muchas horas planificando la organización de los criados, y aunque me dedicase a otras labores o estuviera descansando, era un tema que tenía siempre presente. Cualquier solución que encontraba la estudiaba desde todos los ángulos y analizaba todas sus posibilidades. Finalmente, di con un plan que, aunque quizá no se ajustaba exactamente a los requisitos de mister Farraday, era el mejor, estaba seguro, dentro de los posibles desde un punto de vista humano. Casi todas las partes nobles de la casa seguirían funcionando en las habitaciones de los criados, incluido el pasillo, las dos despensas y el viejo lavadero, así como el pasillo de los invitados situado en la segunda planta, se cubrirían los muebles con fundas; quedarían abiertas, en cambio, todas las habitaciones principales de la primera planta y un buen número de habitaciones para invitados. Pero, naturalmente, los cuatro contaríamos con el inevitable apoyo de algunos empleados temporales. Mi planificación, por tanto, incluía las prestaciones de un jardinero, una vez a la semana de octubre a junio y dos en verano, y dos asistentas, que limpiarían cada una dos veces por semana. Para la servidumbre fija, esta planificación suponía un cambio radical de nuestra rutina de trabajo. Según había previsto, a las dos chicas no les costaría mucho adaptarse a los cambios, pero por lo que se refería a mistress Clements procuré que sus funciones sufrieran el menor número de alteraciones posible, hasta el punto de tener que asumir yo una serie de labores que, a juicio de cualquiera, sólo un mayordomo muy condescendiente aceptaría.
Aun así, no me atrevería a decir que se trataba de una mala planificación. Después de todo, permitía que un servicio de cuatro personas abarcara un gran abanico de actividades. Sin duda, convendrán conmigo en que las servidumbres mejor organizadas son aquellas que permiten cubrir sin dificultades las bajas causadas por enfermedad o por cualquier otro motivo. Aunque esta vez, todo sea dicho, se me asignó una tarea en cierto modo extraordinaria, tuve mucho cuidado en prever estas bajas siempre que me había sido posible. Sabía que si mistress Clements o las dos chicas se resistían a aceptar deberes que sobrepasaban los que tradicionalmente les correspondían, el motivo sería que sus obligaciones se habían visto incrementadas. Durante los días en que estuve luchando por organizar la labor de los criados, tuve que meditar, por tanto, el modo de conseguir que, una vez mistress Clements y las chicas hubiesen vencido su aversión al «eclecticismo» de sus nuevas funciones, juzgasen que el reparto de las tareas no les suponía ninguna nueva carga, y además lo considerasen estimulante.
Temo, sin embargo, que el ansia de ganarme el apoyo de mistress Clements y las dos chicas me impidió calcular con suficiente rigor mis limitaciones, y aunque mi experiencia y mi prudencia habitual me sirvieran para no asignarme un número de obligaciones que excedieran mis posibilidades, por lo que a mí se refiere, no presté la suficiente atención a la cuestión de las posibles bajas. No es sorprendente, por lo tanto, que durante varios meses este descuido me valiese una serie de ocupaciones sin importancia pero extenuantes. Finalmente, comprendí que el asunto no tenía mayor misterio: me había asignado demasiados quehaceres.
Quizá les sorprenda que una deficiencia que resultaba tan evidente se me escapara durante tanto tiempo, aunque convendrán conmigo en que esto suele ocurrir con problemas a los que no hemos cesado de darles vueltas. La verdad siempre nos llega casualmente, a través de algún acontecimiento externo. Y así fue exactamente. La carta que recibí de miss Kenton, en la que en medio de largos pasajes confidenciales era patente la nostalgia por Darlington Hall, contenía claras alusiones (y de esto no me cabe la menor duda) a su deseo de volver aquí. Así pues, me vi obligado a reconsiderar la organización del servicio. Sólo entonces caí en la cuenta de que, en realidad, había lugar en él para una persona más, persona que podía desempeñar un papel importante, y de que había sido esta deficiencia la causa central de todos mis problemas. Y cuanto más lo pensaba, más evidente me resultaba que miss Kenton, dados el gran cariño que sentía por la casa y su pericia ejemplar, cualidades que ya no se encuentran fácilmente hoy día, era el componente que me permitiría darle a Darlington Hall un servicio totalmente satisfactorio.
Al analizar de este modo la situación, no tardé en volver a reconsiderar la amable propuesta que mister Farraday me había hecho unos días antes. Se me ocurrió que la excursión en coche podía ser, profesionalmente, de mucha utilidad. Es decir, podría ir hasta el oeste del país y, de paso, visitar a miss Kenton para averiguar así, de sus propios labios, si de verdad deseaba volver a trabajar en Darlington Hall. Dejaré bien claro que he releído varias veces la carta de miss Kenton, y puedo asegurar que sus insinuaciones no son fruto de mi imaginación.
A pesar de todo, no me decidía a volver a plantear el asunto a mister Farraday y, de todas formas, había algunos puntos que yo mismo debía ver claros antes de dar cualquier paso. Uno era, por ejemplo, el tema del dinero. Aun contando con la generosa oferta de mi patrón de «pagar la gasolina», el viaje podía suponer un gasto considerable si contaba el alojamiento, las comidas y algún que otro refrigerio que tomase en el trayecto. Estaba también la cuestión del vestuario, por ejemplo, saber qué trajes eran los apropiados para este tipo de viaje y si valía la pena invertir en nuevas prendas.
Actualmente poseo un buen número de trajes estupendos que el propio lord Darlington y algunos de los huéspedes que se han alojado en esta casa han tenido la amabilidad de regalarme, satisfechos, con razón, del servicio que se les ha dispensado. Hay trajes que quizá sean demasiado formales para un viaje así o hayan quedado anticuados. Pero también tengo un traje de calle que recibí en 1931 o 1932 de sir Edward Blair, un traje que apenas utilizó y que es casi de mi talla, que me vendría muy bien para las noches que pase en la sala de estar o en el comedor de las casas de huéspedes en que me aloje. Lo que no poseo, en cambio, es ropa de viaje apropiada.