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– Discúlpeme, señor.

– ¡Dios mío, Stevens! ¡Qué susto me ha dado! Creía que ya habían empezado a calentarse los ánimos.

– Lo lamento mucho, señor, pero es que tengo algo que decirle.

– ¡Dios mío, vaya susto me ha dado!

– Si me lo permite, iré al grano. Habrá usted reparado en aquellos gansos…

– Gansos -Miró a su alrededor sorprendido-. ¡Ah, sí, es cierto, son gansos!

– Y habrá reparado usted en las flores y en los arbustos. En realidad, no es ésta la mejor estación del año para verlos en su pleno esplendor, pero ya observará que con la llegada de la primavera se producirá un muy especial cambio en todo este paisaje.

– Es cierto, ya sé que los jardines no están ahora en todo su esplendor, pero para serle sincero no prestaba atención a estas maravillas de la naturaleza. Ahora mismo me preocupan otras cosas, por ejemplo, que monsieur Dupont haya llegado con un auténtico humor de perros. Realmente, era lo último que podíamos desear.

– ¿Dice usted que monsieur Dupont ha llegado a esta casa?

– Hace media hora, más o menos. Y de un mal humor insoportable.

– Discúlpeme entonces, señor. Debo ocuparme de él inmediatamente.

– Por supuesto, Stevens. En fin, ha sido usted muy amable al darme un poco de conversación.

– Le ruego que me disculpe, señor, pero en realidad tenía un par de cosas que decirle a propósito de… como usted mismo ha señalado, las maravillas de la naturaleza. Si tiene usted a bien escucharme, le quedaré muy agradecido, aunque ahora me temo que habrá que esperar otra ocasión.

– Está bien, lo tendré en cuenta, Stevens, a pesar de que mi fuerte es más bien la pesca. Sé todo sobre la pesca, sea en agua dulce o salada.

– Nuestra próxima conversación tendrá que ver con todas las criaturas vivientes. No obstante, le ruego que ahora me disculpe. No sabía que monsieur Dupont ya estuviera aquí.

Regresé a la casa a toda velocidad, y casi tropecé con el primer lacayo, que me dijo:

– Le hemos estado buscando por todas partes, señor. El caballero francés ha llegado.

Monsieur Dupont era un caballero alto y elegante, con barba gris y monóculo. Iba vestido como acostumbran los caballeros del continente cuando están de vacaciones; durante toda su estancia conservó cuidadosamente la apariencia de haber venido a Darlington Hall únicamente por placer y en plan amistoso. Tal y como había dicho mister Cardinal, monsieur Dupont había llegado malhumorado. Ahora no recuerdo todas las molestias que le habían importunado desde que desembarcó en Inglaterra días antes; pero, concretamente, al visitar Londres se le habían formado unas dolorosas llagas en los pies que, como él temía, se infectaron, y, aunque envié a su ayuda de cámara a miss Kenton, esto no impidió que monsieur Dupont me llamara sin cesar, chasqueando los dedos, para pedirme nuevos vendajes.

Su mal humor pareció apaciguarse al ver a mister Lewis. Monsieur Dupont y el senador norteamericano se saludaron como antiguos compañeros, y durante el resto del día pudo vérseles juntos casi todo el tiempo, comentando divertidos muchos recuerdos. Era evidente que aquella relación casi constante entre mister Lewis y monsieur Dupont resultaba un grave inconveniente para lord Darlington, quien, naturalmente, tenía gran interés por estrechar sus contactos con este último antes de que empezaran las reuniones. En varias ocasiones pude observar que mi señor intentaba alejarse con monsieur Dupont para hablar con mayor intimidad, pero mister Lewis, sonriendo, se inmiscuía entre los dos haciendo observaciones como «Perdónenme, caballeros, pero hay algo que me tiene confundido», tras las cuales mi señor se veía en la obligación de escuchar alguna de las jocosas anécdotas de mister Lewis. Aparte del senador, los demás invitados, quizá por aprensión o quizá por un sentimiento de desafío, se mantenían cautelosamente distantes del caballero francés. Era un hecho patente, incluso en aquel ambiente en general discreto, que incrementaba la sensación de que en el resultado final de las reuniones monsieur Dupont desempeñaría, en cierto modo, un papel clave.

Las reuniones empezaron la última semana de marzo de 1923, una mañana lluviosa. Se eligió un lugar poco común, como es el salón, para mantener así el carácter «extraoficial» de la visita de muchos invitados. De hecho, a mi juicio la pretensión de crear un ambiente informal se había llevado a un extremo ligeramente ridículo. Resultaba extraño ver una habitación de naturaleza más bien femenina llena a rebosar de austeros caballeros vestidos de negro, sentados, a veces en grupos de tres o cuatro, en un mismo sofá; algunas de estas personas estaban tan convencidas de la necesidad de mantener la ficción de que aquella reunión no era más que una tertulia informal que llegaran al extremo de sentarse con periódicos o revistas encima de las rodillas.

Durante aquella primera mañana, me vi obligado a entrar y salir sin cesar del salón, motivo por el que no pude seguir por completo la reunión. No obstante, recuerdo que lord Darlington abrió formalmente el encuentro dando la bienvenida a los invitados antes de explicar la necesidad moral de mitigar algunos aspectos del tratado de Versalles, e hizo hincapié en el gran padecimiento que por sí mismo había presenciado en Alemania. Como supondrán, ya había oído a mi señor expresar estos sentimientos en muchas ocasiones anteriores, pero fue tal la convicción con que habló en aquellas solemnes circunstancias, que no pude evitar emocionarme de nuevo. Sir David Cardinal fue el siguiente en tomar la palabra y, aunque me perdí gran parte de su discurso, su exposición me pareció básicamente técnica y, si he de decirles la verdad, de un nivel demasiado elevado para mí. El fondo, sin embargo, fue bastante parecido al de mi señor, y, para terminar, pidió que se congelara el pago de las indemnizaciones a que estaban obligados los alemanes y que las tropas francesas se retirasen de la región del Ruhr. Entonces intervino la condesa alemana, pero en aquel momento, por no recuerdo qué razón, me vi obligado a dejar el salón durante un buen lapso de tiempo. Cuando regresé los invitados ya estaban en pleno debate, y la discusión, sembrada de términos comerciales y de tipos de interés, era demasiado técnica para mí.

Por lo que pude observar, monsieur Dupont no participaba en la discusión y, por su aspecto taciturno, era difícil saber si seguía con atención lo que allí se decía o si estaba profundamente absorto en otros pensamientos. En un momento dado en que tuve que marcharme del salón, justo en plena alocución de uno de los caballeros alemanes, monsieur Dupont se levantó repentinamente y me siguió.

– Mayordomo -me dijo en el vestíbulo-, ¿podría cambiarme las vendas de los pies? Me duelen de un modo terrible y no puedo concentrarme en lo que están diciendo estos caballeros.

Si no recuerdo mal -a través de un mensajero, por supuesto-, solicité de miss Kenton que me ayudara y dejé a monsieur Dupont sentado en la sala de billar esperando al ama de llaves. Justo en aquel momento el primer lacayo bajó presuroso la escalera para anunciarme angustiado que mi padre se encontraba arriba, muy enfermo.

Subí corriendo al primer piso y, al doblar por el rellano, apareció ante mí una extraña escena. Al fondo del pasillo, casi enfrente del gran ventanal, a través del cual se veía la lluvia y una luz gris, se recortaba la silueta inmóvil de mi padre. Por su postura se habría podido pensar que participaba en alguna ceremonia. Apoyado sobre una rodilla y con la cabeza inclinada, parecía empujar el carrito, que, por algún motivo, se resistía a desplazarse. Dos doncellas, que estaban de pie a una distancia prudente, observaban sus esfuerzos asustadas. Me acerqué a mi padre y, soltándole las manos del asa del carrito le fui acostando poco a poco en la alfombra. Tenía los ojos cerrados, la cara de color ceniza y gotas de sudor en la frente. Pedimos más ayuda y, al poco tiempo, trajeron una silla de ruedas y lo llevamos a su habitación.