Durante su discurso, monsieur Dupont no había mirado ni una sola vez al lugar donde se encontraba mister Lewis.
Después de brindar por mi señor, se volvió a sentar y todos los asistentes parecieron evitar cuidadosamente mirar en dirección del caballero norteamericano. Durante unos instantes reinó un silencio embarazoso hasta que, por fin, mister Lewis se puso en pie, sonriendo afablemente como era su costumbre.
– Bien, puesto que todo el mundo ha pronunciado su discurso, ahora me toca a mí -dijo con una voz que dejó bien patente que ya había bebido lo suyo-. No tengo nada que objetar a las sandeces que nuestro amigo francés acaba de decir. Repudio esa forma de hablar y ha habido otras personas que han intentado tenderme la misma trampa otras veces. Pero les digo, señoras y señores, que muy pocos me han hecho caer en ella. Sí, muy pocos. -Mister Lewis se quedó callado y durante unos instantes pareció no saber cómo seguir. Finalmente, volvió a sonreír y dijo-: Como he dicho, aunque no voy a perder el tiempo con nuestro amigo francés, sí hay algo que tengo que decir. Ahora que somos todos tan sinceros, también lo seré yo. Me disculparán por lo que voy a decir, pero, a mi juicio, parecen ustedes una pandilla de ingenuos soñadores y serían unos caballeros encantadores si no se empeñasen en entrometerse en asuntos que afectan a todo el planeta. Pongamos como ejemplo a nuestro anfitrión, aquí presente. En el fondo, ¿qué es? Un caballero, y supongo que en eso están todos de acuerdo. Un típico caballero inglés, recto, bienintencionado, sí pero un mero aficionado. -Al pronunciar esta palabra, hizo una pausa y paseó la vista por la mesa-. Es un aficionado, pero hoy día los asuntos internacionales ya no pueden estar en manos de aficionados, y cuanto antes lo comprendan ustedes aquí, en Europa, mejor. Y ahora, amables y bienintencionados caballeros, permítanme que les pregunte algo. ¿Tienen idea de cómo evoluciona el mundo que los rodea? Ya forman parte del pasado los días en que se podía ser bondadoso. Sin embargo, parece que aquí, en Europa, todavía no se han dado cuenta. Hay caballeros como nuestro buen anfitrión que se creen con derecho a entrometerse en asuntos que no entienden. Se han dicho muchas tonterías estos días. Con muy buen corazón y muy buena intención, pero tonterías. Lo que necesitan en Europa son buenos profesionales que dirijan sus asuntos, y como no reaccionen pronto, están abocados al desastre. Ahora brindemos, caballeros, brindemos por los profesionales.
Hubo un silencio sepulcral y no se movió nadie. Mister Lewis se encogió de hombros, alzó su copa ante la concurrencia, bebió y volvió a sentarse. A los pocos segundos, lord Darlington se levantó.
– No es mi deseo iniciar una discusión -dijo mi señor- precisamente la última noche que estamos todos juntos, una noche alegre y gloriosa de la que debemos disfrutar. Sin embargo, mister Lewis, aunque sólo sea por el respeto debido a toda opinión, creo que sus consideraciones no merecen ser relegadas a un segundo plano como si fuesen palabras pronunciadas por uno de esos excéntricos oradores que vemos por las calles. Le diré, por tanto, una cosa. El comportamiento que usted considera propio de «aficionados», nosotros. lo consideramos atribuible a una cualidad llamada «honor».
Esta intervención provocó en la sala un fuerte murmullo de complacencia, palabras de aprobación y algunos aplausos.
– Y lo que es más -prosiguió mi señor-, creo de hecho comprender lo que usted entiende por «profesionales». Por lo visto, es un término que significa abrirse camino con trampas y engaños, así como dar preferencia en nuestra escala de valores a la ambición y la codicia en perjuicio del ansia de ver reinar en el mundo la justicia y la bondad. Y si ser «profesional» implica todo eso, es una virtud que no me interesa lo más mínimo ni tengo deseos de alcanzar.
Como respuesta se oyó un estallido mayor de entusiasmo, seguido de un aplauso cálido y continuado. Vi entonces que mister Lewis sonreía mirando su copa de vino y movía la cabeza con aire cansado. En aquel momento advertí que detrás de mí estaba el primer lacayo, que me susurró al oído:
– Señor, miss Kenton desea hablarle. Le espera fuera.
Salí lo más discretamente que pude, justo en el momento en que mi señor, aún en pie, comenzaba a tratar otro tema.
Miss Kenton parecía preocupada.
– Su padre se ha puesto muy grave, mister Stevens -dijo-. He llamado al doctor Meredith, pero supongo que aún tardará un poco en llegar.
Debí mostrarme confundido, ya que miss Kenton añadió:
– Mister Stevens, le aseguro que está muy mal. Será mejor que venga y le vea.
– Ahora no tengo tiempo. Los caballeros pasarán a la sala de fumar de un momento a otro.
– Lo sé, pero debe acompañarme, o es posible que más tarde lo lamente mucho.
Miss Kenton ya se había puesto en camino. Fuimos a paso de carga hasta la buhardilla de mi padre. Mistress Mortimer, la cocinera, estaba plantada a los pies de su cama, con el delantal todavía puesto.
– ¡Oh, mister Stevens! -exclamó al vernos entrar, su padre está muy mal… Efectivamente, la cara de mi padre había adquirido un color rojizo sombrío que nunca había visto antes en ningún ser vivo. Detrás de mí, oí que miss Kenton me susurraba:
– Tiene el pulso muy débil.
Me quedé observando a mi padre unos instantes, le palpé suavemente la frente y a continuación retiré la mano.
– Creo -dijo mistress Mortimer- que ha sufrido un ataque. He visto dos en mi vida, y juraría que es eso.
Y seguidamente empezó a llorar. Noté que despedía un fuerte y desagradable olor a grasa y carne asada. Me volví y le dije a miss Kenton: -Es una situación muy dolorosa, pero mi deber es ir abajo.
– Por supuesto, mister Stevens. Le avisaré cuando llegue el médico, o si hay algún cambio.
– Gracias.
Bajé corriendo la escalera y llegué justo cuando los caballeros se dirigían a la biblioteca. Los lacayos se sintieron aliviados al verme e, inmediatamente, les indiqué mediante señas sus respectivos puestos.
Ignoraba qué podía haber sucedido en el comedor de gala durante mi ausencia. Sólo sé que ahora el ambiente entre los invitados era realmente de júbilo. Por toda la sala de fumar se habían formado grupos de caballeros que reían y se daban palmaditas en la espalda. Según pude ver, mister Lewis ya se había retirado. Me abrí paso entre los invitados llevando una bandeja con una botella de oporto, y cuando estaba terminando de servir una copa a uno de los caballeros, oí una voz a mis espaldas que decía:
– Ah, Stevens, ¿le interesan los peces?
Y al volverme me encontré con el joven mister Cardinal, que me sonreía jovialmente.
Yo también sonreí y le dije:
– ¿Los peces, señor?
– Cuando era joven, tenia en un estanque toda clase de peces tropicales. Era una especie de acuario. ¿Se encuentra bien, Stevens?
Volví a sonreír.
– Perfectamente, señor. Gracias.
– Como muy bien dijo usted, debería volver por aquí en primavera. Supongo que Darlington Hall estará precioso durante esa época. Creo que la última vez que vine era invierno. Stevens, ¿de verdad se encuentra usted bien?