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– Ahora debo marcharme. ¿Se encargará usted de los preparativos?

– Sí, señor. Aunque, si me permite, abajo hay un distinguido caballero que precisa de sus cuidados.

– ¿Es algo urgente?

– El caballero ha manifestado un gran deseo de verle, señor.

Conduje al doctor Meredith al piso de abajo, le llevé hasta la sala de billar y después volví rápidamente a la sala de fumar, donde el ambiente era más eufórico si cabe.

Evidentemente, no soy yo quien debería sugerir que merezco figurar junto a los «grandes» mayordomos de nuestra gene ración, como mister Marshall o mister Lane; sin embargo, debo decir que hay quien, quizá por una exagerada magnanimidad, sostiene esta idea. Permítanme aclararles que cuando digo que el encuentro de 1923, y aquella noche en concreto, fue un momento decisivo para mi carrera, hablo tomando como referencia mis propios juicios, más modestos. Aun así, si piensan por un momento en las tensiones a que me vi sometido aquella noche, quizá no les parezca que me vanaglorio en exceso si me atrevo a sugerir que posiblemente demostré poseer, en todos los aspectos, algo de aquella «dignidad» que caracterizó a profesionales como mister Marshall y, por qué no decirlo, mi padre. ¿Por qué habría de negarlo? A pesar de los tristes recuerdos que en mí evoca aquella noche, siempre que me viene a la memoria va acompañada de una gran sensación de triunfo.

SEGUNDO DIA POR LA TARDE

Mortimer's Pond, Dorset

Al parecer, la pregunta «qué significa ser un gran mayordomo» tiene una faceta que hasta ahora no he abordado convenientemente, y, tratándose de un tema acerca del cual he reflexionado tanto durante toda mi vida, un tema que me afecta tan de lleno, debo decir que no haber reparado en este descuido me resulta bastante embarazoso. Francamente, creo que he desestimado con excesiva ligereza algunas de las consideraciones en que se basaba la Hayes Society para admitir a nuevos socios. Permítanme dejar bien claro que no es mi intención, en modo alguno, retractarme de las ideas que he expuesto antes sobre la «dignidad» y la importante relación entre esta virtud y el concepto de «grandeza». Sin embargo, he estado reflexionando más a fondo sobre otro de los postulados de la Hayes Society, concretamente, el que estipula como requisito previo para ser socio que «el candidato pertenezca a una casa distinguida». Mi opinión sigue siendo la misma, a saber, que semejante exigencia no es más que una manifestación inconsciente de esnobismo por parte de aquella asociación. No obstante, también pienso que con lo que estoy en desacuerdo es, sobre todo, con la forma anticuada de entender lo que es «una casa distinguida», y no con la idea general que encierra en sí este principio. En realidad, ahora que me he planteado más a fondo esta cuestión, creo que es posible que tuvieran razón al decir que todo gran mayordomo debe «pertenecer a una casa distinguida», siempre que se confiera a la palabra «distinguida» un significado más profundo que el que le atribuye la Hayes Society.

De hecho, si comparásemos la definición que yo daría de la expresión «una casa distinguida» y la que daba la Hayes Society, quedarían claramente explicados, a mi juicio, los aspectos fundamentales que distinguen los valores de nuestra generación de mayordomos de los que tuvo la generación anterior. Al decir esto, no me refiero únicamente al hecho de que nuestra generación ya no tenía la actitud esnob que colocaba a los señores que pertenecían a la aristocracia rural por delante de los que procedían del mundo de los «negocios». Quiero decir, en definitiva, y no creo que mi comentario sea infundado, que nuestra generación era mucho más idealista. Mientras que la que nos precedió se preocupaba por saber si el patrón era noble, nosotros nos sentíamos mucho más interesados por conocer su rango moral. No es que nos importase su vida privada, sino que nuestra mayor ambición, ambición que en la generación anterior pocos habrían compartido, era servir a caballeros que, por decirlo de algún modo, contribuyeran al progreso de la humanidad. Por poner un ejemplo, desde un punto de vista profesional habría sido considerado mucho más interesante servir a un caballero como mister George Ketteridge, quien a pesar de sus humildes orígenes contribuyó de forma innegable al futuro bienestar del Imperio, que a cualquier personaje de noble cuna que malgastara su tiempo en clubes o campos de golf.

Ciertamente, son muchos los caballeros procedentes de las más nobles familias que se han dedicado a paliar los grandes problemas de su época, de modo que, en la práctica, podría decirse que las ambiciones de nuestra generación se distinguían muy poco de las de la anterior. Puedo asegurar, sin embargo, que había una diferencia fundamental en la actitud mental, que se reflejaba en los comentarios de los profesionales más destacados y en los criterios que seguían los mayordomos más conscientes de nuestra generación para cambiar de colocación. No eran decisiones basadas en cuestiones como el sueldo, el número de criados a su cargo o el brillo del apellido familiar. Creo que es justo decir que, para nuestra generación, el prestigio profesional residía ante todo en el valor moral del patrón.

Tal vez pueda explicar mejor la diferencia entre ambas generaciones hablando de mí mismo. Digamos que los mayordomos de la generación de mi padre veían el mundo como una escalera. Las casas de la realeza, los duques y los lores de las familias más antiguas ocupaban el peldaño más alto, seguían los «nuevos ricos», y así sucesivamente hasta llegar al peldaño más bajo, en el que la jerarquía se basaba simplemente en la fortuna familiar. El mayordomo ambicioso hacía lo posible por subir al peldaño más alto, y en general, cuanto más arriba se situaba, de mayor prestigio gozaba. Éstos eran, justamente, los valores que plasmaba la Hayes Society en su exigencia de una «casa distinguida»; el hecho de que todavía se formulasen, con plena conciencia, semejantes afirmaciones en 1929 muestra a las claras por qué era inevitable, por mucho que se intentara retrasarlo, que aquella asociación desapareciera, pues por aquel entonces esta forma de pensar contrastaba con la de hombres excelentes que constituían la vanguardia de nuestra profesión. Considero acertado señalar que nuestra generación percibía el mundo no como una escalera, sino como una rueda. Quizá convenga que explique mejor esta idea.

A mi juicio, nuestra generación fue la primera en reconocer un hecho que había pasado inadvertido hasta entonces, a saber, que las decisiones importantes que afectan al mundo no se tornan, en realidad, en las cámaras parlamentarias o en los congresos internacionales que duran varios días y están abiertos al público y a la prensa. Antes bien, es en los ambientes íntimos y tranquilos de las mansiones de este país donde se discuten los problemas y se toman decisiones cruciales. La pompa y la ceremonia que presencia el público no es más que el remate final o una simple ratificación de lo que entre. las paredes de estas mansiones se ha discutido durante meses o semanas. Para nosotros el mundo era, por tanto, una rueda cuyo eje lo formaban estas grandes casas de las que emanaban las decisiones relevantes, decisiones que influían en el resto de los mortales, ricos o pobres, que giraban a su alrededor. Y la mayor aspiración de todos los que teníamos ambiciones profesionales era forjar nuestra carrera tan cerca de este eje como nos fuera posible, dado que, como he dicho, éramos una generación de idealistas a quienes nos importaba no sólo el correcto ejercicio de nuestra profesión, sino con qué fin la ejercíamos, y todos alimentábamos el deseo de aportar nuestro granito de arena a la creación de un mundo mejor; resultaba obvio que, como profesionales, el medio más seguro de conseguirlo era servir a los grandes caballeros de nuestra época, en cuyas manos estaba el futuro de la civilización.

Naturalmente, todo esto son consideraciones de tipo general, y debo admitir que muchos profesionales de nuestra generación no tenían ideales tan elevados. Por otra parte, estoy seguro de que muchos mayordomos de la generación de mi padre reconocían instintivamente esta dimensión «moral» de su trabajo. Sin embargo, creo que no me equivoco al generalizar de este modo, y realmente los «ideales» que he mencionado motivaron en gran manera mi propia carrera. Durante los primeros años cambié varias veces de empleo al comprender que no eran puestos que pudiesen proporcionarme una satisfacción duradera, hasta que finalmente me vi recompensado con la oportunidad de servir a lord Darlington.