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Es curioso, pero hasta ahora no me había planteado esta cuestión en estos términos. A pesar de habernos pasado tantas horas discutiendo el significado del concepto de «grandeza» junto a la chimenea del salón del servicio, ni mister Graham ni yo consideramos nunca la verdadera dimensión de esta cuestión. Sin retractarme de ninguna de las opiniones que anteriormente he expresado sobre el concepto de «dignidad», debo admitir que, por mucho que un mayordomo hiciese gala de esta virtud, si estaba al servicio de una persona indigna resultaría difícil que sus colegas le considerasen un «gran» mayordomo. Profesionales como mister Marshall o mister Lane sirvieron siempre a caballeros de indiscutible talla moral -lord Wakeling, lord Camberley, sir Leonard Grey-, y es lógico suponer que nunca habrían consagrado su talento a señores de tres al cuarto. Cuanto más se piensa en este hecho, más obvio parece: pertenecer a una casa verdaderamente distinguida es condición necesaria para ser considerado un «gran» mayordomo, y sin duda alguna sólo es un «gran» mayordomo el que a lo largo de su carrera ha estado siempre al servicio de grandes caballeros y, a través de éstos, ha servido a toda la humanidad.

Como he dicho, hasta ahora no me había planteado esta cuestión en estos términos. Tal vez sea propio de viajes como el que realizo que uno se vea incitado a replantearse, desde perspectivas sorprendentemente nuevas, temas que ya creía superados. Otro hecho que sin duda me ha impulsado a reflexionar sobre este tema ha sido un pequeño incidente que ha ocurrido hace una hora aproximadamente, y que me ha trastornado bastante.

El viaje resultaba espléndido, pues el tiempo era magnifico, y después de un buen almuerzo en una hostería crucé los límites con Dorset. Justo en ese momento, me di cuenta de que el motor del coche desprendía un fuerte olor a quemado. Evidentemente, mi mayor preocupación fue pensar que quizá había estropeado el Ford de mi patrón, y por este motivo decidí detener el vehículo.

Me encontraba en una estrecha carretera, limitada a ambos lados por un bosque espeso que apenas me permitía hacerme una idea de lo que había a mi alrededor. Al frente tampoco alcanzaba a ver muy lejos, ya que la carretera iniciaba una curva bastante pronunciada a unos veinte metros de distancia. Pensé entonces que no podía permanecer mucho tiempo donde estaba, puesto que corría el riesgo de que algún vehículo girase por aquel recodo y colisionara contra el Ford de mi señor. Puse de nuevo el coche en marcha y, en parte, me tranquilizó comprobar que el olor era menos intenso.

Lo mejor que podía hacer, pensé, era buscar un taller, o alguna mansión, en la que con toda probabilidad hallaría a un chofer que me diría qué tenía el coche. Pero la carretera seguía serpenteando entre el bosque, y el follaje que se alzaba a ambos lados me impedía ver bien. Así, aunque pasé ante varias portaladas que sin duda daban acceso a caminos particulares, no divisé casa alguna. Después avancé casi un kilómetro, molesto al advertir que el olor del motor volvía a ser más fuerte, hasta que llegué a un tramo de la carretera que corría entre campos. Podía ver a mi alrededor a una distancia mucho mayor, y efectivamente, al fondo, a mi izquierda, vislumbré una casa victoriana muy alta, con una amplia extensión de césped al frente y un camino asfaltado que, a todas luces, debía de haber sido antaño un paseo para carruajes. Al llegar y pararme, me causó gran alegría ver un Bentley tras las puertas abiertas de un garaje contiguo al cuerpo principal de la casa.

Al comprobar que la verja estaba abierta, avancé con el Ford unos cuantos metros, bajé del coche y me dirigí a la puerta trasera de la casa. Me abrió un hombre en mangas de camisa. Tampoco llevaba corbata, pero al preguntarle por el chofer de la casa, me contestó de un modo muy simpático que «había acertado a la primera». Le expliqué mi problema y, sin vacilar, salió a ver el Ford, abrió el capó y, tras inspeccionar el motor durante unos segundos, me dijo:

– Agua, amigo, lo que tiene que hacer es echarle un poco de agua al radiador.

La situación pareció divertirle, pero se mostró muy amable. Volvió a entrar en la casa y, tras unos instantes, salió de nuevo con un jarro de agua y un embudo. Con la cabeza inclinada sobre el motor, se puso a hablar conmigo mientras llenaba el radiador, y al averiguar que estaba haciendo una excursión en coche por la región, me recomendó que visitara un bonito rincón con un estanque situado a menos de un kilómetro de distancia.

Mientras tanto, pude observar la casa. Era más alta que ancha y constaba de cuatro plantas. La hiedra cubría gran parte de la fachada hasta el tejado. Por las ventanas vi, sin embargo, que la mayoría de las habitaciones tenían los muebles enfundados para librarlos del polvo. Seguidamente, cuando el hombre acabó con el radiador, tras cerrar el capó le comenté lo que había observado:

– Sí, es una pena -me dijo-. Es una mansión antigua y muy bonita, pero lo cierto es que el coronel quiere vendérsela. Es una casa muy grande y ahora apenas la utiliza.

Sin poder contenerme, le pregunté cuántas personas componían la servidumbre y me quedé bastante sorprendido al averiguar que se reducía a él y el cocinero, que sólo iba por las tardes. Por lo visto, hacía de mayordomo, ayuda de cámara, chofer y encargado de la limpieza en general. Durante la guerra fue ordenanza del coronel, me comentó. Estuvieron juntos en Bélgica cuando los alemanes invadieron el país y después volvieron a estar juntos en el desembarco aliado. De pronto, me miró atentamente y exclamó:

– ¡Ya lo tengo! Llevo un rato preguntándomelo, pero ya lo tengo. Usted es uno de esos mayordomos finos que hay en las casas de mucho postín.

Y cuando le dije que no iba por mal camino, siguió diciéndome:

– ¡Ahí está! ¿Sabe?, llevaba un rato pensando, porque el caso es que habla usted casi como un caballero. Y como le he visto subido a esta preciosidad -dijo señalando el Ford- primero pensé que sería usted uno de esos tíos finos de verdad. Aunque finura no le falta, ¿eh? Nunca he tenido buenos modales, ¿sabe? No soy más que un ordenanza, pero vestido de paisano.

Me preguntó dónde ejercía mi profesión y, al responderle, meneó la cabeza y exclamó con mirada burlona.

– ¡Darlington Hall! Debe de ser un sitio muy lujoso. ¡Figúrese, hasta a mí me suena! Darlington Hall. ¿No se referirá a la residencia de lord Darlington?

– Fue su residencia hasta hace tres años, cuando murió -le informé-. Actualmente vive en la casa mister John Farraday, un caballero norteamericano.

– ¡Vaya lujo trabajar en un sitio así! Ya no deben de quedar muchos como usted, ¿verdad? -Cambiando el tono de voz me preguntó-: Entonces… ¿trabajó usted para lord Darlington?

Volvió a mirarme burlón y yo le respondí:

– ¡Oh, no! Trabajo para mister John Farraday, el caballero norteamericano que compró la casa a los Darlington.

– ¡Ah!, entonces no conoció usted al tal lord Darlington. Siempre me he preguntado qué clase de hombre sería.

Le dije que debía reemprender el camino y le reiteré mi agradecimiento por sus servicios. Después de todo, el hombre fue muy amable tomándose la molestia de ayudarme a dar marcha atrás hasta la verja. Antes de irme, se asomó a la ventanilla, volvió a recomendarme que visitara el estanque y me repitió las instrucciones para poder llegar hasta él.