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– Es un bonito rincón -añadió-. Sería una lástima que se lo perdiera. Además, es posible que el coronel esté por allí pescando.

El Ford parecía otra vez en forma y, dado que para llegar al estanque en cuestión sólo tenía que desviarme un poco de mi camino, decidí hacerle caso al ordenanza. Sus instrucciones parecían bastante claras, pero al desviarme de la carretera principal según me había indicado, comprobé de pronto que me había perdido en un sinfín de carreteras serpenteantes y estrechas, semejantes a aquella en que, por primera vez, había reparado en el alarmante olor. En ocasiones, el bosque que se alzaba a los lados era tan espeso que prácticamente ocultaba el sol por completo. Tuve pues que forzar los ojos para asimilar los contrastes repentinos entre los brillantes rayos de luz y las oscuras sombras. Finalmente, después de pasar un rato buscando, encontré un letrero que indicaba Mortimer's Pond, y así pude llegar a este rincón, donde he pasado la última media hora, más o menos.

Y debo decir que me siento sinceramente en deuda con el ordenanza ya que, además de ayudarme con el Ford, me ha permitido descubrir un lugar cautivador que, con toda probabilidad; nunca habría podido hallar de otra forma. El estanque no tiene grandes dimensiones -unos quinientos metros de perímetro, aproximadamente-, por lo que subiendo a cualquier cerro es fácil abarcarlo por completo con la vista. Es un enclave donde reina una calma absoluta. Alrededor del agua se han plantado árboles lo suficientemente cerca de la orilla para que ésta reciba una agradable sombra, al mismo tiempo que, en diversos puntos, hay matas altas de juncos y eneas que rompen la superficie del agua y su inerte reflejo del cielo. El calzado que llevo no me permite pasear cómodamente por todo el contorno -desde aquí veo incluso algunas partes en que la vereda se hunde en el fango-; sin embargo, debo decir que es tal el encanto de este lugar que, nada más llegar, lo primero que se me ha ocurrido ha sido justamente eso, y sólo me han disuadido las posibles catástrofes que hubieran podido derivarse de tal expedición y los estropicios que podía causar en mi ropa de viaje. Así, me he tenido que contentar con sentarme aquí, en este banco, que es donde he pasado la última media hora, contemplando a un tiempo el movimiento de las distintas siluetas que, dispersas por varios puntos, veo sentadas tranquilamente con sus cañas de pescar. Ahora mismo tengo ante mí a una docena, más o menos, de pescadores, si bien el fuerte contraste de luces y sombras provocado por las ramas más bajas me impide identificarlos claramente. Por este motivo, he tenido que renunciar a saber cuál de ellos podría ser el coronel en cuya casa me han prestado tan útil servicio.

Sin duda ha sido la calma que inspira este lugar lo que me ha hecho reflexionar a fondo durante esta última media hora sobre ciertas cuestiones que han ocupado mi mente. De hecho, de no haber sido por la paz de este sitio, posiblemente no habría vuelto a plantearme por qué he reaccionado de una manera tan insólita durante mi encuentro con el ordenanza.

Quiero decir que lo más seguro es que no se me hubiera ocurrido preguntarme por qué motivo he dado la impresión de que nunca he estado al servicio de lord Darlington, ya que, en buena lógica, eso es lo que ha debido entender aquel hombre. A su pregunta: «¿Trabajó usted para lord Darlington?», he dado una respuesta cuyo significado no puede ser otro que no, que nunca trabajé para él. La única explicación podría ser que en ese momento me he dejado llevar por un simple impulso, aunque esto no justifica un comportamiento tan sumamente extraño. En cualquier caso, debo aceptar que lo sucedido con el ordenanza no ocurría por primera vez. Sin lugar a dudas, este episodio tiene que ver, aunque no sepa explicar muy bien la relación, con algo que pasó hace unos meses, durante la visita de los Wakefield.

Los señores Wakefield son una pareja de norteamericanos que se establecieron en Inglaterra, creo que cerca de Kent, hace ya veinte años. Dado que tienen una serie de conocidos en común con mister Farraday entre la sociedad de Boston, un día vinieron de visita a Darlington Hall, se quedaron a comer y se fueron antes del té. Me estoy refiriendo a la época en que mister Farraday llevaba sólo unas cuantas semanas en la casa, una época en que estaba realmente exaltado por su adquisición. Por esta razón, los Wakefield recorrieron toda la casa en compañía de mi patrón, incluso las salas que tenían los muebles enfundados, lo cual algunos podrían juzgar excesivo. Los señores Wakefield parecían, no obstante, tan entusiasmados con la visita como mister Farraday, y mientras me ocupaba en mis quehaceres me llegaban de vez en cuando las exclamaciones que proferían los norteamericanos cada vez que se mostraban encantados por algún detalle de la casa. Mister Farraday había empezado la visita por los pisos superiores, y al llegar a la planta noble, que deslumbró a los invitados por su magnificencia, advertí que mi patrón estaba verdaderamente exaltado: les hacía observar los más nimios detalles de las cornisas y los marcos de las ventanas, y describía con ademán triunfal «lo que los lores ingleses hacían» en cada una de las habitaciones. Si bien mi intención no era escuchar la conversación, no pude evitar oír lo esencial de lo que decían. Y me sorprendió la amplitud de conocimientos de mister Farraday, que, a pesar de incurrir en algunas impropiedades, reflejaba una profunda admiración por las costumbres inglesas. También era notable comprobar que los Wakefield, y principalmente mistress Wakefield, conocían muy bien las tradiciones de nuestro país, y, por las numerosas observaciones que hicieron, pude inferir que también ellos debían de ser propietarios de alguna mansión inglesa de cierta categoría.

En un momento de la visita por las distintas estancias, cruzaba yo el vestíbulo convencido de que el grupo había salido a recorrer los jardines, cuando noté que mistress Wakefield se había quedado atrás y examinaba de cerca el arco de piedra que sirve de marco a la puerta de entrada al comedor. Al pasar por su lado, y susurrar un leve «Disculpe, señora», ésta se volvió y dijo:

– Stevens, quizá pueda usted sacarme de dudas. Este arco parece del siglo XVII, pero no sé… ¿Sería posible que hubiera sido construido recientemente, cuando aún vivía lord Darlington?

– Es posible, señora.

– Es precioso, aunque quizá se trate de una imitación realizada hace tan sólo unos años.

– No estoy seguro, señora, pero es posible.

Y acto seguido, bajando la voz, mistress Wakefield me dijo:

– Dígame, Stevens, ¿cómo era lord Darlington? Supongo que trabajó usted para él.

– No, señora.

– ¡Oh! Creía que sí. No sé por qué.

Mistress Wakefield se volvió de nuevo hacia el arco y pasando la mano por la superficie, dijo:

– O sea, que no podemos saber el siglo. En fin, como le dije, me parece una imitación. Muy lograda, pero imitación.

No di más importancia a esta conversación; sin embargo, cuando los Wakefield se hubieron marchado le llevé a mister Farraday una taza de té al salón y le noté bastante preocupado. Tras unos momentos de silencio, me dijo:

– ¿Sabe una cosa, Stevens? Mistress Wakefield no se ha ido tan impresionada como pensaba.

– ¿En serio?

– Sí, Stevens, le ha parecido que exageraba la antigüedad de la casa, que le ponía siglos a todo.

– ¿De verdad, señor?

– No ha dejado de decir que si esto era «una imitación», que si lo otro era «una imitación». Hasta de usted lo ha dicho Stevens.

– ¿En serio, señor?

– En serio. Le he dicho que usted era un auténtico mayordomo inglés, de los de antes. Que durante más de treinta años había servido en esta casa a un auténtico lord inglés. Sin embargo, mistress Wakefield me ha rebatido este último dato, y me lo ha rebatido además muy segura de sí misma.

– ¿De verdad?

– Mistress Wakefield estaba convencida de que, antes de contratarle Yo, no había trabajado en esta casa. Y es más, me ha asegurado que usted mismo se lo había dicho. Como podrá suponer, me ha hecho sentirme bastante ridículo.