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– Lo lamento, señor.

– Lo que quiero decirle, Stevens, es que esta casa es una antigua casa inglesa, una genuina mansión. ¿No es así? Eso es lo que compré. Y usted es un mayordomo inglés a la antigua, también genuino. No un simple criado pretencioso. ¿No es así? Eso es lo que buscaba y eso es lo que tengo. ¿No es así?

– Personalmente, me atrevería a decir que sí, señor.

– Y si es así, ¿puede explicarme por qué mistress Wakefield dice esas cosas? Le aseguro que me intriga bastante.

– Posiblemente le expuse mi carrera de forma errónea. Discúlpeme si le he puesto en una situación embarazosa.

– Sí, ha sido una situación muy embarazosa. Ahora, estos señores pensarán que soy un fanfarrón y un mentiroso. Y dígame, ¿qué quiere usted decir con eso de que «posiblemente le expuso su carrera de forma errónea»?

– Discúlpeme. No pensaba que esto pudiese dar lugar a una situación tan embarazosa.

– ¡Pero Stevens, maldita sea! ¿Por qué ha tenido que contarle a esta señora semejante historia?

Me quedé pensativo durante un instante y después le dije:

– Lo lamento mucho, señor. Pero se trata de un asunto relacionado con las costumbres de este país.

– ¿Puede explicarse de una vez?

– Quiero decir que en Inglaterra los sirvientes tienen por norma no hablar de sus anteriores señores.

– Muy bien, Stevens, admito que no quiera usted revelar los secretos de otras personas, pero de ahí a negar que ha trabajado usted para ellas, ¡vamos, hombre!

– Planteado así, parece realmente un absurdo, pero en muchos casos se ha considerado que era preferible que un sirviente diera á entender eso. Si me permite usted la comparación, es lo mismo que se hace con los matrimonios. Cuando una dama divorciada está en compañía de su segundo marido, a menudo se considera preferible no hacer ninguna referencia al primero. En nuestra profesión se sigue un comportamiento parecido, señor.

– Ojalá lo hubiese sabido antes, Stevens -dijo mi patrón echándose hacia atrás en su silla-; ya se lo he dicho, he que dado como un auténtico imbécil.

Incluso en aquel momento comprendí que la explicación que le había dado a mister Farraday, aunque naturalmente tenía algo de cierta, por desgracia no era del todo correcta. No obstante, cuando uno tiene tantas cosas en que pensar, es fácil restar importancia a esta clase de problemas. Y eso fue exactamente lo que hice; durante algún tiempo, borré de mi mente este suceso. Sin embargo, ahora que he vuelto a recordarlo, delante de este estanque e inmerso en la calma que lo rodea, no hay duda de que mi reacción ante mistress Wakefield tiene cierta relación con lo ocurrido esta misma tarde.

Como es natural, actualmente hay mucha gente que se cree con derecho a hacer toda clase de comentarios absurdos sobre lord Darlington. Pensarán ustedes que, en cierto modo, puedo sentirme violento y avergonzado de que me asocien con mi señor, y que éste es el motivo que me induce a adoptar tan extraña actitud. Permítanme, por lo tanto, decirles que no hay nada más lejos de la verdad. Gran parte de las cosas que oigo decir sobre mi señor son sandeces basadas tan sólo en una ignorancia supina de los hechos. R mi juicio, mi extraño comportamiento puede ser muy plausible si la razón que lo explica es que trato de evitar toda posibilidad de oír más tonterías sobre mi señor. Quiero decir que, en los dos casos que he expuesto, decidí contar mentiras piadosas por ser el modo más sencillo de evitarme disgustos. Y pensándolo bien, me parece una explicación muy razonable, ya que, francamente, no hay nada que me moleste más que oír una y otra vez todas esas tonterías. Permítanme decirles que lord Darlington fue un caballero de gran talla moral, una talla muy superior a la de la mayoría de las personas que dicen todas esas tonterías sobre él, y les aseguro que mantuvo esa cualidad hasta el último de sus días. Nada podría ser menos cierto que sugerir que lamento que me asocien con semejante caballero. Y comprenderán que los años que pasé sirviendo a mi señor en Dartington Hall constituyeron el período de mi carrera en que más cerca me sentí de ese eje que mueve la rueda del mundo. Más cerca de lo que nunca había imaginado. Consagré treinta y cinco años de mi carrera a lord Darlington, y por este motivo tengo razones de sobra para alegar que, durante ese tiempo, «pertenecí a una casa distinguida», con todo lo que estas palabras significan. La satisfacción que me produce pensar en mi carrera tiene como causa principal aquella época, y en todo momento me siento muy orgulloso y agradecido por haber tenido ese gran privilegio.

TERCER DIA POR LA MAÑANA

Taunton, Somerset

Anoche me alojé en una hostería llamada Coach and Horses, situada en las afueras de Taunton, en Somerset. Como es un caserón con el techo de bálago al pie de la carretera, cuando me aproximaba en el Ford al caer los últimos rayos del sol, me pareció un lugar sumamente sugestivo. El hostelero me condujo por una escalera de madera hasta una pequeña alcoba, sin ningún lujo, pero limpia. Al preguntarme si ya había cenado, le pedí que me subiera un bocadillo a la habitación que como cena resultó ser una alternativa totalmente satisfactoria. Sin embargo, conforme fueron avanzando las horas empecé a sentirme inquieto dentro de la habitación, y al fin decidí bajar al bar a probar la sidra del lugar.

En torno a la barra, había un grupo de cinco o seis clientes -gente dedicada a las faenas del campo, a juzgar por su aspecto- y el resto de la pieza estaba vacío. Tras recibir del hostelero una jarra de sidra, me instalé en un rincón, con el fin de reposar un poco y recopilar mis impresiones del día. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que mi presencia había alterado los hábitos de los lugareños y, en cierto modo, les obligaba a mostrarse hospitalarios. Así, cada vez que interrumpían su conversación, siempre había alguno de ellos que lanzaba una mirada hacia mi mesa, como si deseara dirigirse a mí. Finalmente, uno de ellos alzó la voz y me dijo:

– Me han dicho que va a pasar aquí la noche.

Al responderle afirmativamente, mi interlocutor meneó la cabeza con aire dubitativo y me hizo la siguiente observación:

– Ahí arriba no dormirá usted mucho, señor. A menos que no le importe oír los ronquidos de Bob -y con un gesto me señaló al hostelero- toda la noche. Después, será su parienta la que le despierte cuando empiece a darle órdenes a gritos así que rompa el alba.

A pesar de las protestas del hostelero, los presentes soltaron una fuerte carcajada.

– ¿De verdad? -pregunté, y al hablar volvió a invadirme la sensación, la misma que me ha invadido en numerosas ocasiones delante de mister Farraday, de que deseaban escuchar una respuesta graciosa. De hecho, los lugareños guardaron educado silencio, a la espera de que redondeara mi respuesta. Avivé un poco mi ingenio y, finalmente, dije-: Será… como el canto del gallo, sólo que en versión humana.

Al principio siguieron en silencio, como si pensaran que faltaba algo, pero al reparar en la alegre expresión de mi rostro, soltaron una carcajada, desconcertados. A continuación, volvieron a sus conversaciones y ya no intercambié ninguna palabra con ellos hasta que les di las buenas noches algo más tarde.

Al ocurrírseme semejante chiste como respuesta me sentí bastante satisfecho; sin embargo, reconozco que el poco éxito con que fue recibido me dejó un tanto abatido. Y supongo que me sentí así porque durante estos últimos meses he dedicado mucho tiempo y esfuerzos a aumentar mis recursos en j este terreno. Quiero decir que he procurado sumar este mérito al acervo profesional que poseo con el fin de hacer frente, con toda confianza, a cualquier situación jocosa. Esperanza que también alberga mister Farraday.