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Nos reímos con algunas bromas mientras ascendíamos por una carretera bordeada de árboles enhiestos. El doctor Carlysle me preguntó cómo había dormido en casa de los Taylor y otras cuestiones similares. De pronto, me dijo:

– Espero no parecerle mal educado, pero, dígame, es usted un criado o algo por el estilo, ¿verdad?

Y confieso que, ante todo, sentí una gran sensación de alivio.

– Sí, señor. Soy el mayordomo de Darlington Hall, una mansión situada cerca de Oxford.

– Es lo que me imaginaba. Por lo que contó ayer de Winston Churchill y todo eso. Pensé: o miente como un bellaco, o bien…, y entonces, se me ocurrió la explicación más sencilla.

El doctor Carlisle se volvió hacia mí sonriendo mientras seguía conduciendo el coche por la sinuosa pendiente que formaba la carretera. Entonces dije:

– Mi intención no era engañarles, señor. Sólo que…

– Vamos, hombre, no tiene que explicarme nada, ya me imagino lo que pasó. Por otra parte, permítame que le diga que es usted un tipo bastante peculiar y, para la clase de gente que hay por aquí, podría pasar por un lord o un duque. -El doctor soltó una carcajada-. Debe de ser un placer que de vez en cuando le tomen a uno por un lord.

Seguimos avanzando en silencio y, al cabo de un rato, me dijo el doctor Carlisle:

– En fin, espero que haya tenido usted una estancia agradable.

– Sí, he estado muy a gusto.

– ¿Y qué le ha parecido la gente de Moscombe? Gente con carácter, ¿no cree?

– Muy simpática. Los señores Taylor han sido verdaderamente amables, señor.

– No tiene usted por qué llamarme «señor». Sí, vale mucho esta gente. Yo, personalmente, podría pasar aquí el resto de mis días.

Me pareció que en el tono con que el médico pronunció estas palabras había algo de extraño. Y también me pareció curioso que insistiese en la pregunta:

– Entonces… los ha encontrado simpáticos, ¿no?

– Sí, doctor, son gente muy agradable. -Y dígame, ¿de qué estuvieron hablando anoche? Espero que no le aburrieran con historias y chismes del pueblo.

– No, no. En absoluto. En realidad, mantuvimos una conversación muy seria y algunas de las ideas que oí me parecieron muy interesantes.

Ah, se referirá usted a Harry Smith -dijo el doctor riéndose-. No le haga mucho caso. Resulta divertido durante un rato, pero la verdad es que no tiene las ideas muy claras. A veces habla como si fuera comunista y otras veces sale con cosas propias de gente de derechas. Como le digo, no tiene las ideas muy claras.

– Es muy interesante eso que dice.

– ¿Y de qué trató anoche la conferencia? ¿Del Imperio? ¿De la Seguridad Social?

– No, no. Habló de temas más generales.

– ¿Ah, sí? ¿Cuáles fueron?

Carraspeé un poco y proseguí:

– Expuso algunas ideas sobre su concepto de dignidad.

– Pues me parece un tema muy filosófico para Harry Smith. ¿Y cómo demonios se puso a hablar de eso?

– Subrayó lo importante que era su participación en las campañas electorales.

– ¿Ah, sí?

– Trató de hacerme comprender que los habitantes de Moscombe tenían ideas bien fundadas sobre todos los temas importantes de nuestra época.

– Ah, sí, eso sí que es muy suyo. Comprobaría usted mismo que no son más que tonterías. Harry siempre anda por ahí intentando que la gente del pueblo se interese por todos los problemas actuales, pero la verdad es que la gente lo único que quiere es que la dejen tranquila.

Durante unos instantes, volvimos a guardar silencio. Al final, dije:

– Discúlpeme, señor. Pero, por lo que veo, a mister Smith le consideran ustedes un personaje pintoresco, ¿no?

– Bueno…, verá. Quizá exagere, pero es verdad que la gente de este pueblo está muy concienciada políticamente. Saben que deberían tener las ideas más claras respecto a ciertos temas, tal y como Harry les dice. Pero en el fondo les pasa como a todo el mundo, sólo quieren vivir en paz. Harry siempre les habla de cambios, pero nadie en el pueblo tiene ganas de jaleos, aunque pudiesen salir ganando. Sólo quieren que se les deje tranquilos y vivir en paz. No quieren que les mareen con problemas.

Me sorprendió el tono de repulsa con que había hablado. Pero inmediatamente recobró su buen humor, sonrió y dijo; -Desde su lado se ve un paisaje muy bonito.

Y en efecto, a cierta distancia, por debajo de nosotros se divisaba el pueblo. Evidentemente, la luz del sol le daba un aspecto muy distinto, pero, de cualquier modo, era un paisaje parecido al que había contemplado en penumbras la noche anterior. Deduje, por tanto, que no debíamos de encontrarnos lejos del lugar donde había dejado el Ford.

– Mister Smith sostenía la opinión -dije yo- de que la dignidad de una persona residía en esa clase de cosas. En el hecho de tener opiniones y todo eso.

– Ah, sí. Estábamos comentando lo de la dignidad. Se me había olvidado. De modo que Harry se puso filosófico. Me imagino la de tonterías que soltaría.

– No puede decirse que sus conclusiones sean de las que suscitan aplausos, señor.

El doctor Carlisle asintió con la cabeza, pero pareció quedarse sumido en sus pensamientos.

– ¿Sabe, Stevens? -dijo finalmente-, al llegar yo aquí era un socialista convencido. Pensaba que el pueblo debía obtener mejores prestaciones, servicios…, en fin, todo eso. Llegué en el cuarenta y nueve. Pensaba que el socialismo ayudaría a la gente a vivir dignamente. Eran mis ideas al llegar aquí. Discúlpeme, no quiero aburrirle con sandeces. -Y se volvió hacia mí-: ¿Y qué me dice de usted? -¿Cómo, señor?

– ¿Qué cree usted que es la dignidad?

Debo reconocer que la pregunta, al formulármela de forma tan directa, me cogió desprevenido.

– Es algo difícil de explicar en pocas palabras, señor -repuse-. Pero creo que, en realidad, se trata de no desnudarse en público.

– ¿Cómo? ¿A qué se refiere?

– La dignidad, señor.

– ¡Ah! -asintió con la cabeza, pero se quedó algo extrañado. Y acto seguido, dijo-: Le sonará ya este camino, aunque quizá de día le parezca diferente. ¿Es ése su coche? ¡Caramba, es un coche fantástico!

El doctor Carlisle frenó justo detrás del Ford, bajó del coche y dijo:

– ¡Es fantástico!

Y acto seguido sacó de su coche un embudo y un bidón de gasolina y me ayudó a llenar el depósito. Mis temores de que el motor hubiese sufrido alguna avería más grave desaparecieron cuando le di al contacto y el motor empezó a vibrar de forma normal. En aquel momento, le di las gracias al doctor Carlisle y nos despedimos, aunque todavía tuve que seguir su coche por la sinuosa carretera de la colina durante más de un kilómetro hasta que nuestras rutas se separaron.

Crucé el límite con Cornualles alrededor de las nueve. Faltaban por lo menos tres horas para que empezase a llover y las nubes eran todavía de un blanco luminoso. Muchos de los paisajes que he podido contemplar esta mañana figuran entre los más cautivadores que he visto en mi vida y ha sido una lástima que no pudiera dedicarles toda la atención que merecían, ya que debo confesar que me encontraba en un estado de preocupación bastante grave pensando que, de no surgir algún imprevisto, volvería a ver a miss Kenton antes de que acabase el día. Así, mientras conducía velozmente a través de extensos campos, sin persona o vehículo alguno que se cruzase en mi camino, o por pueblos preciosos, algunos de los cuales no eran más que un puñado de casas, donde debía conducir con mayor prudencia, volvieron a asaltarme recuerdos de escenas pasadas. Y ahora, en el comedor de este agradable hotel de Little Compton en el que me encuentro, mientras hago tiempo veo caer la lluvia sobre las aceras de la plaza, sin poder evitar que mi mente divague de nuevo por esos mismos senderos.