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– No sé, en lo que vaya a tener lugar aquí esta noche.

– ¡Bah!, no creo que te pareciera interesante. De todas formas, se trata de algo totalmente confidencial. No puede haber nadie como tú presente. Eso de ningún modo.

– Realmente, debe ser algo muy especial.

Mister Cardinal miró atentamente a mi señor, pero éste se limitó a seguir comiendo sin añadir palabra. Después de la cena se retiraron a fumar unos cigarrillos y beber una copa de oporto. Durante el tiempo que tardé en recoger el comedor y preparar el salón para recibir a los invitados que vendrían por la noche, no tuve más remedio que pasar varias veces por delante de la puerta del salón de fumar. Me resultó inevitable, por tanto, observar cómo ambos caballeros, que durante la cena se habían mantenido bastante callados, empezaban ahora a conversar entre ellos violentamente. Un cuarto de hora más tarde se oyeron algunas voces. No me detuve a escuchar, como es natural, sin embargo no pude evitar oír gritar a mi señor:

– ¡Eso no es de tu incumbencia, muchacho! ¡No es de tu incumbencia!

Cuando por fin salieron de la sala de fumar, me encontraba en el comedor. Parecían más calmados, y las únicas palabras que oí al cruzar el vestíbulo fueron las que dijo mi señor:

– Ya sabes, confío en ti.

Después se separaron. Mi señor se dirigió a su estudio y mister Cardinal a la biblioteca.

Unos minutos antes de las ocho y media, se oyó el ruido de unos coches que aparcaban en el patio. Le abrí la puerta a uno de los chóferes y, al mismo tiempo, vi que detrás de él se dispersaban por el jardín varios policías. Acto seguido, hice pasar a dos distinguidos caballeros que fueron recibidos por mi señor y conducidos inmediatamente al salón. A los diez minutos, más o menos, se oyó otro coche que llegaba, y al abrir la puerta vi que era el señor Ribbentrop, el embajador alemán, una visita ya conocida en Darlington Hall. Mi señor salió a recibirle, y me pareció que se miraban con cierta complicidad antes de desaparecer tras la puerta del salón. Cuando al cabo de unos minutos me llamaron para que llevase algún refrigerio, los cuatro caballeros hablaban de los respectivos méritos de distintos tipos de salsas, y el ambiente, al menos superficialmente, parecía bastante animado.

Acto seguido tomé la posición que me correspondía en el vestíbulo, la que tomaba Junto al arco de la entrada siempre que había acontecimientos importantes, y no me moví hasta pasadas aproximadamente dos horas, cuando llamaron a la puerta de servicio. Al bajar a abrir, encontré a un policía acompañado de miss Kenton, el cual me pidió que certificara la identidad de ésta:

– Se trata sólo de una medida de seguridad, no era mi intención molestarla -dijo el agente antes de sumirse de nuevo en la oscuridad.

Al echar el cerrojo, observé que miss Kenton no se movía. En ese instante le dije:

– Espero que haya pasado una noche agradable, miss Kenton.

Al no darme ninguna respuesta, mientras cruzábamos el amplio y oscuro recinto de la cocina, volví a decirle:

– Espero que haya pasado una noche agradable, miss Kenton.

– Sí, ha sido una velada agradable. Gracias.

– Me alegra oírlo.

Oí que los pasos de miss Kenton se detenían detrás de mí y su voz me preguntaba:

– ¿No tiene usted el menor interés en saber qué ha ocurrido esta noche, mister Stevens?

– No quisiera parecerle grosero, miss Kenton, pero debo volver arriba inmediatamente. En estos mismos instantes están teniendo lugar en esta casa acontecimientos de una importancia a escala mundial.

– ¿Y cuándo no, mister Stevens? Muy bien, ya que tiene usted tanta prisa, sólo le diré que he aceptado la propuesta.

– ¿Cómo dice?

– La propuesta de matrimonio.

– ¿Habla en serio? Mi enhorabuena.

– Gracias, mister Stevens. Como es natural, esperaré a mi sucesora. Sin embargo, si pudiese acelerar mi despedida, se lo agradecería mucho. La persona de la que le he hablado debe empezar a trabajar en Cornualles dentro de dos semanas.

– Haré lo posible por encontrar una nueva ama de llaves cuanto antes, miss Kenton. Ahora, si me disculpa, debo regresar arriba.

Empecé a andar de nuevo, pero ya casi en la puerta que da al pasillo, oí que miss Kenton decía:

– Mister Stevens. -Me volví de nuevo. No se había movido y, por consiguiente, se vio obligada a elevar ligeramente la voz al hablarme, lo que provocó un eco extraño procedente de cada hueco vacío y oscuro de la cocina-. ¿He de pensar -dijo-que después de tantos años de servicio en esta casa, no tiene usted más palabras de despedida que las que acaba de pronunciar?

Miss Kenton, reciba usted mi más sincera enhorabuena. Pero le vuelvo a repetir que arriba están teniendo lugar hechos de gran importancia y que debo volver a mi puesto.

– ¿Sabía que en mi relación con esta persona ha tenido usted un papel muy importante?

– ¿En serio?

– Si, mister Stevens. A menudo, pasamos el tiempo riéndonos con anécdotas sobre usted. Por ejemplo, esta persona siempre quiere que le enseñe cómo se aprieta usted la nariz cuando echa pimienta en la comida. Le da mucha risa.

– Claro.

– También le gusta que le repita las charlas edificantes que da al personal. Debo decir que ya las reconstruyo casi a la perfección, aunque basta con dos frases para que nos partamos de risa.

– En fin, miss Kenton, ahora le ruego que me disculpe.

Subí al vestíbulo y me situé de nuevo en mi sitio, pero apenas transcurridos cinco minutos, mister Cardinal apareció en el umbral de la puerta de la biblioteca y me hizo una señal.

– No me gusta tener que molestarle, Stevens -dijo -, pero ¿le importaría servirme un poco de coñac? La botella que me ha traído hace unos instantes, parece que ya se ha acabado.

– No dude en pedirme lo que quiera, señor. Sólo que… si tiene usted que terminar esos artículos, no sé si le conviene seguir bebiendo, señor.

– No se preocupe por mis artículos, Stevens. Ande, sea amable y tráigame un poco de coñac.

– Muy bien, señor.

Cuando al cabo de un rato volví a la biblioteca, mister Cardinal erraba entre los estantes examinando el lomo de los libros. Una de las mesas cercanas estaba cubierta con algunos papeles sueltos y en desorden. Al verme llegar, mister Cardinal se mostró satisfecho y se dejó caer en uno de los sillones de cuero. Me acerqué, le serví un poco de coñac y le entregué la copa.

– Stevens -dijo-, ¿se da cuenta de que somos amigos desde hace ya muchos años?

– Claro, señor.

– ¿Sabe?, cada vez que vengo aquí me gusta hablar con usted. -Sí, señor. -Me gustaría de veras que se sentara. Quiero que hablemos como amigos y no que se quede usted ahí plantado con esa maldita bandeja, como si fuese a salir corriendo de un momento a otro.

– Discúlpeme, señor.

Dejé la bandeja y me senté educadamente en el sillón que me indicaba mister Cardinal.

– Eso está mejor -dijo mister Cardinal-. Supongo que entre los presentes en el salón no estará el primer ministro.

– ¿El primer ministro?

– Está bien. No tiene por qué decirme nada. Entiendo que su situación es muy delicada.

Mister Cardinal soltó un suspiro. Desvió su mirada hacia todos los papeles que había desordenados por la mesa y, acto seguido, prosiguió:

– Supongo que no es necesario que le diga lo que siento por el señor, ¿verdad, Stevens? Ya lo sabe, para mí es como un segundo padre. Sí, ya sé que no es necesario que se lo diga.

– No, señor.

– Siento por él un gran afecto.

– Lo sé, señor.

– Y sé que usted también, Stevens. Sé que le tiene usted un gran aprecio, ¿verdad?

– Así es, señor.

– Muy bien. O sea, que en eso estamos de acuerdo. Pero ahora consideremos los hechos. Verá, el señor está nadando en aguas muy peligrosas. Y no sólo eso. Estoy viendo que cada vez se está yendo más adentro, lo cual me preocupa. Además, me temo que no sepa volver.