Permítanme, no obstante, que vuelva a mi primer tema. Ayer por la tarde, como iba diciendo, los minutos que pasé en el salón aguantando las ironías de mister Farraday fueron bastante incómodos. Como de costumbre, le respondí con una ligera sonrisa, suficiente para mostrarle al menos que participaba del tono desenfadado que seguía manteniendo con migo, y esperé a saber si contaba con su permiso para emprender el viaje. Tal y como yo había previsto, no tardó mucho tiempo en darme su beneplácito, y no sólo eso, también tuvo la bondad de recordarme y reiterar su generoso ofrecimiento de «pagar la gasolina».
No veo, por lo tanto, motivo alguno que me impida ir de viaje al oeste del país. Naturalmente, tendré que escribir a miss Kenton para decirle que quizá pase a verla, y otro asunto del que tendré que ocuparme serán los trajes. Asimismo, tendré que dejar resueltas durante mi ausencia algunas cuestiones de la casa, pero por lo demás no veo razón alguna que me impida partir.
PRIMER DIA POR LA NOCHE
Salisbury
Esta noche me alojo en una casa de huéspedes de Salisbury. Ha sido mi primer día de viaje y debo decir que, en general, me encuentro satisfecho. Esta mañana inicié mi expedición, y a pesar de tener listo el equipaje, de haber metido todo lo necesario en el coche mucho antes de las ocho, he salido una hora más tarde de lo previsto.
Creo que el hecho de que mistress Clements y las chicas también hayan salido esta semana me ha hecho caer en la cuenta de que en cuanto me fuera, Darlington Hall se que daría, quizá por primera vez en este siglo, vacío. Ha sido una extraña sensación y puede que el motivo de haberme retrasado tanto, ya que he recorrido la casa varias veces comprobando, siempre por última vez, que todo estaba en orden. Ya de camino, he sentido algo difícil de explicar. No puedo decir que durante los primeros veinte minutos de carretera me sintiese entusiasmado o lleno de ilusión. El motivo era, no me cabe la menor duda, el hecho de que los paisajes que me rodeaban me resultaban familiares, a pesar de que el coche se iba alejando cada vez más. Siempre he considerado que mis viajes han sido más bien escasos por la limitación que me supone ser el responsable de la casa, pero, evidentemente, por motivos profesionales, he tenido que realizar numerosas gestiones a lo largo de los años y ésa es la razón por la que, al parecer, me he llegado a familiarizar con este entorno más de lo que yo creía. Como he dicho, mientras conducía bajo la luz de la mañana en dirección a los límites de Berkshire, me ha sorprendido comprobar hasta qué punto me resultaba conocido el paisaje.
Hasta al cabo de un rato no he notado que todo me parecía extraño, y ése ha sido el momento en que me he dado cuenta de que se abrían ante mí nuevas fronteras. Supongo que el sentimiento de desasosiego unido a la emoción con que algunos describen el momento en que, desde un barco, se pierde de vista la costa, es muy similar al que yo he experimentado en el coche al comprobar que el paisaje que me rodeaba me resultaba cada vez más extraño, sobre todo cuando, tras una curva, fui a parar a una carretera que rodeaba una colina. Intuí que a mi izquierda se abría una pronunciada pendiente, aunque los árboles y el espeso follaje me impedían verla. Fue entonces cuando me invadió la sensación de que, definitivamente, había dejado atrás Darlington Hall, y debo confesar que en cierto modo me asusté, llegando incluso a temer que me hubiese equivocado de carretera y me estuviese adentrando a toda velocidad en parajes desconocidos; a pesar de que fue una sensación fugaz, me hizo aminorar la marcha.
E incluso estando ya convencido de no haberme equivocado, sentí la necesidad de parar un momento y asegurarme del todo.
Decidí bajar a estirar un poco las piernas y en ese momento volví a sentir con más intensidad que antes la sensación de encontrarme al borde de la colina. A un lado de la carretera, matorrales y arbustos se alzaban en la pendiente, mientras que al otro lado se vislumbraba a través del follaje la lejana campiña.
Tras andar durante unos instantes por el borde de la carretera, intentando distinguir el paisaje que ocultaba la vegetación, oí detrás de mí una voz que me llamaba. Mi sorpresa fue grande, ya que hasta ese momento había creído estar solo.
Al otro lado de la carretera, unos metros más arriba, alcancé a ver un sendero que subía y se perdía entre los matorrales, y en el mojón de piedra que indicaba el inicio del sendero estaba sentado un hombre de pelo blanco, con una gorra, que fumaba en pipa. Volvió a llamarme y, aunque no pude descifrar sus palabras, con un gesto me indicó que me acercase. Al principio pensé que era un vagabundo, pero enseguida vi que se trataba de un lugareño que estaba tomando el aire y disfrutando del sol estival. No había motivo, por lo tanto, para no acercarme.
– Me estaba preguntando -dijo cuando me acerqué- si tendría usted buenas piernas.
– ¿Cómo dice?
El hombre señaló el sendero.
– Por ahí sólo se puede subir con un par de buenas piernas y unos buenos pulmones. Yo no tengo ni una cosa ni la otra, si no ya habría subido. No me vería usted aquí si estuviese en buena forma. Hay un banco y todo, y le aseguro que además la vista es espléndida. No hay nada igual en toda Inglaterra.
– Si es verdad eso que dice -respondí-, creo que será mejor que no suba. Acabo de empezar una excursión en coche durante la cual espero descubrir magníficos paisajes, y es un poco pronto para ver ya el mejor.
Creo que el hombre no me entendió, pues lo primero que dijo fue:
– Es el paisaje más bonito de toda Inglaterra, pero ya le digo que se necesitan un buen par de piernas y un buen par de pulmones para verlo.
Seguidamente, añadió:
– Ya veo que para su edad está usted muy fuerte. Creo que podrá subir sin problemas. Incluso yo puedo, los días que me encuentro bien.
Levanté la mirada en dirección al sendero, un sendero que ascendía por una pendiente bastante escarpada.
– Le digo que se arrepentirá si no sube. Quizá dentro de unos años sea demasiado tarde, nunca se sabe -dijo riendo de un modo bastante vulgar-. Mejor es que lo haga ahora que puede.
Tal vez el hombre estuviese simplemente bromeando, es decir, que solamente quisiera hacerse el gracioso. En cualquier caso, reconozco que su insinuación de aquella mañana me pareció una provocación y, para demostrarle que se trataba además de una insinuación ridícula, finalmente subí por el sendero.
Y en realidad, me alegro de haberlo hecho. El camino ascendía en zigzag por la colina a lo largo de unos cien metros, por lo que el paseo era, ciertamente, bastante duro. A pesar de todo, no me costó grandes esfuerzos. Por fin llegué a un claro que debía de ser el rincón que el hombre había mencionado. Allí estaba el banco y, efectivamente, ante mi vista aparecieron kilómetros y más kilómetros de maravillosos paisajes.
Delante de mí se extendía una sucesión de campos que se perdían en la lejanía. La tierra parecía ligeramente ondulada y los campos estaban bordeados de árboles y setos. En algunos de los más alejados vislumbré unas manchas que supuse que eran ovejas, y a mi derecha, casi perdida en el horizonte, me pareció ver la torre cuadrada de una iglesia.
Fue una sensación muy agradable contemplar aquel paisaje, con la brisa acariciando mi cara y escuchar los sonidos del verano: creo que fue en aquel preciso momento cuando por primera vez sentí energía y entusiasmo para afrontar los días venideros, los cuales, con toda seguridad, me tenían reservadas interesantes experiencias. Fue la primera vez que se apoderó de mí el estado de ánimo adecuado para el viaje que me esperaba. Y fue, además, el momento en que decidí no acobardarme y cumplir la única tarea que me había asignado, a saber: hablar con miss Kenton e intentar resolver el problema del servicio. Todo ello ha ocurrido esta mañana. Ahora es de noche y me encuentro en Salisbury, en una acogedora casa de huéspedes situada en una calle cerca del centro. Es una casa bastante sencilla, muy limpia, que se ajusta perfectamente a mis necesidades. La propietaria es una mujer de unos cuarenta años que, por el Ford de mister Farraday y la buena calidad de mi traje, ha pensado que soy un huésped importante. Además, esta tarde (he llegado a Salisbury sobre las tres y media), al escribir mi dirección en el registro y poner Darlington Hall, he visto cómo me miraba agitada, ya que sin duda habrá supuesto que tenía ante sí a un caballero acostumbrado a alojarse en lugares como el Ritz o el Dorchester, y que, al ver la habitación, mi reacción sería abandonar indignado el establecimiento. Me hizo saber que tenía una habitación doble en la parte delantera que estaba libre, pero que podía ocuparla por el precio de una individual.