– ¿En serio?
– Stevens, ¿sabe lo que está ocurriendo justo en este momento a unos metros de aquí, mientras usted y yo estamos sentados tan tranquilos? En esa habitación se encuentran reunidos, y no necesito que usted me lo confirme, el primer ministro británico, el ministro de Asuntos Exteriores y el embajador de Alemania. El señor ha hecho lo imposible porque esta reunión se celebre y cree, con toda su buena fe, que está haciendo algo noble y respetable. Pero, ¿sabe por qué el señor ha reunido esta noche a todos esos caballeros, Stevens?
¿Sabe qué es lo que están haciendo?
– Me temo que no, señor.
– Me temo que no. Dígame, Stevens, ¿acaso no le importa?
¿No le importa lo más mínimo? Escúcheme, amigo, en esta casa se está cociendo algo trascendental. ¿De verdad no le importa?
– No estoy aquí para interesarme por esa clase de cosas, señor.
– Pero siente usted aprecio por el señor. Y mucho, lo acaba de decir. Y si le tiene usted en tan alta estima, ¿no cree que sería normal tener cierto interés? ¿Un interés mínimo? Su patrón reúne a medianoche y en secreto al primer ministro y al embajador de Alemania y usted ni siquiera se pregunta por qué.
– No es que no me interese, señor. Es sólo que mi posición no me permite mostrar interés alguno por esta clase de asuntos.
– ¿Que su posición no se lo permite? Y me imagino que pensará usted que su lealtad consiste en eso, ¿no es así? ¿Cree usted que ser leal es eso? ¿Leal a su señor? ¿O a la Corona?
¡Vamos!
– Discúlpeme, señor, pero no sé qué pretende.
Mister Cardinal volvió a suspirar y meneó la cabeza.
– No pretendo nada, Stevens. Sinceramente, le digo que no sé qué se podría hacer, pero por lo menos podría usted sentir cierto interés.
Guardó silencio durante unos instantes, en los que mantuvo la mirada perdida en la parte de la alfombra que rodeaba mis pies.
– ¿Está seguro de que no quiere tomar nada?
– No, señor. Gracias.
– Le diré una cosa, Stevens. El señor está haciendo el ridículo. He estado investigando a fondo y en estos momentos no hay nadie que conozca la situación en Alemania mejor que yo. Y se lo repito, el señor está haciendo el ridículo.
Yo no respondí y mister Cardinal siguió contemplando el suelo con la mirada perdida de antes. Al cabo de un rato, prosiguió:
– El señor es una persona adorable, sí, un ser adorable. Pero el caso es que, en estos momentos, se ha metido donde no le llaman. Le están manipulando. Los nazis le están manipulando como a un títere. ¿Aún no se ha dado cuenta, Stevens? ¿No se ha dado cuenta de que es justamente eso lo que ha estado pasando durante los tres o cuatro últimos años?
– Discúlpeme, señor, pero creo que no he sido consciente de semejantes acciones.
– ¿No ha tenido siquiera la más mínima sospecha? ¿De que el señor Hitler, por ejemplo, a través de nuestro querido amigo el señor Ribbentrop, ha estado manipulando a lord Darlington como a un títere y, encima, con la misma facilidad con que manipula a todas las demás marionetas que tiene en Berlín?
– Discúlpeme, señor, pero me temo que no he sido consciente de semejantes acciones.
– Claro, pero es porque no le han interesado lo más mínimo. Usted sólo ve pasar las cosas, sin pararse a pensar en lo que significan.
Mister Cardinal se incorporó en su sillón, quedando un poco más erguido y, durante unos instantes, hundió su mirada en todo él trabajo sin terminar que aún tenía en la mesa. Entonces dijo:
– El señor es un caballero, ésa es la raíz del problema. Es un caballero que luchó contra los alemanes, y su naturaleza le impulsa a mostrarse generoso y condescendiente con el adversario vencido. La naturaleza de un caballero, de un auténtico caballero inglés. Así es el señor. Y no me diga que no se ha dado cuenta, Stevens. Es imposible que no se haya dado cuenta. Ha debido ver cómo le han utilizado, cómo le han manipulado, cómo se han servido de esta naturaleza buena y noble para conseguir otros fines, unos fines repugnantes. Y dice usted que no se ha dado cuenta.
Mister Cardinal volvió a clavar su mirada en el suelo y tras unos minutos de silencio, dijo:
– Recuerdo una vez que vine, hace tiempo, y estaba aquel norteamericano. Fue con ocasión de una importante conferencia que mi padre había organizado. Recuerdo que el norteamericano estaba más borracho aún de lo que lo estoy yo ahora, y durante la cena se levantó de la mesa y se quedó allí plantado de pie, delante de todo el mundo. Entonces, dirigiéndose al señor y señalándole, le dijo que era un aficionado. Le llamó torpe aficionado y le espetó que se estaba metiendo en lo que no le llamaban. Y ahora le aseguro, Stevens, que aquel individuo no se equivocaba. Es verdad, Stevens. El mundo actual se ha convenido en algo sucio, donde los buenos sentimientos y la generosidad ya no tienen cabida. Usted mismo lo ha visto. Ha visto cómo manipulaban una naturaleza buena y generosa. ¿No se ha dado cuenta, Stevens?
– Lo siento, señor, pero no puedo decirle que lo haya advertido.
– Está bien. No puede decir que lo ha advertido. Pues bien, yo no sé qué hará usted, pero por lo que a mí respecta no voy a quedarme con los brazos cruzados. Si mi padre viviera, ya habría hecho algo.
Mister Cardinal volvió a guardar silencio y durante unos instantes, quizá por haber evocado el recuerdo de su difunto padre, su rostro reflejó una gran melancolía. Finalmente, dijo:
– ¿Le satisface a usted ver cómo su señor está cada vez más cerca del precipicio?
– Discúlpeme, señor, pero no sé exactamente a qué se refiere. -Está bien, Stevens, puesto que no lo entiende usted y somos amigos, se lo explicaré claramente. Durante estos últimos años, es probable que Hitler no haya tenido un instrumento tan útil como el señor para hacer entrar su propaganda en este país. Con la ventaja, además, de que el señor es una persona sincera y respetable que no ha sabido apreciar el alcance real de lo que estaba haciendo. En sólo estos tres últimos años, el señor ha dispuesto un eslabón esencial en el establecimiento de vínculos entre Berlín y más de sesenta buenos contactos en este país. El servicio que les ha prestado es incalculable. Puede decirse que el señor Ribbentrop ha podido prescindir prácticamente de nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores. Y por si no fuese ya suficiente con su maldito congreso y sus malditos Juegos Olímpicos, ¿sabe en qué tienen ahora ocupado al señor? ¿Sabe qué es lo que están negociando ahora?
– Me temo que no, señor.
– El señor está intentando convencer al primer ministro de que acepte la invitación del señor Hitler para ir a visitarle, y se muestra convencido de que la opinión del primer ministro respecto al actual régimen político alemán es fruto de un terrible malentendido.
– No veo que haya nada que objetar a eso, señor. Lord Darlington siempre ha procurado favorecer el acuerdo entre ambas naciones.
– Y no acaba ahí la cosa, Stevens. En este preciso instante, a menos que esté totalmente equivocado, el señor está defendiendo la idea de que Su Majestad en persona también debería ir a visitar al señor Hitler. De todos es sabido el entusiasmo que los nazis suscitan en nuestro nuevo rey, y al parecer aceptaría de buen grado la invitación. Y en este preciso instante, Stevens, justo en este instante, el señor está haciendo lo posible por barrer todas las objeciones que el Ministerio de Asuntos Exteriores mantiene contra esta idea aberrante.
– Discúlpeme, señor, pero ¿en qué sentido está faltando el señor a su magnánima y noble naturaleza? Después de todo, sólo está haciendo lo posible para que siga reinando la paz en Europa.
– Pero dígame, Stevens, ¿no se ha parado a pensar, aunque sea por un momento, que podría ser yo el que tuviera razón? Lo que le estoy diciendo, ¿no le hace al menos dudar?
– Discúlpeme, señor, pero debo decirle que tengo plena confianza en la clarividencia de mi señor.