Выбрать главу

No cabe duda de que el hombre hablaba en sentido figurado. No obstante, ha sido interesante comprobar que sus palabras se han confirmado literalmente. Supongo que ya haría varios minutos que estaba sentado junto a mí, en este mismo banco, sin que yo me hubiese percatado, ya que he estado totalmente absorto rememorando el encuentro de hace dos días con miss Kenton. En realidad, creo que sólo reparé en su presencia cuando le oí decir en voz alta:

– El aire del mar es muy sano.

Y al levantar la mirada me encontré a un hombre corpulento de unos sesenta años, que llevaba una chaqueta de lana bastante gastada y el cuello de la camisa abierto. Tenía su mirada puesta en el mar, seguramente en algún grupo de gaviotas que había a lo lejos, de modo que no supe con certeza si se dirigía a mí. Pero como ninguna otra persona respondía, y cerca no había nadie que pudiese contestar, al final dije:

– Sí, es cierto.

– Mi médico me ha dicho que es muy bueno, por eso vengo cada vez que el tiempo acompaña.

El hombre prosiguió explicándome las dolencias que padecía, desviando su mirada de la puesta de sol sólo de vez en cuando, para mirarme sonriendo o asentir con la cabeza. Pero empecé a prestarle verdaderamente atención cuando mencionó de pasada que había sido mayordomo de una casa de aquel vecindario, y que hacía tres años que se había jubilado. Al seguir hablando, me enteré de que se trataba de una casa bastante pequeña, y de que él había sido el único empleado a jornada completa. Al preguntarle si alguna vez había trabajado con todo un servicio a su cargo, antes de la guerra quizá, respondió:

– Antes de la guerra no era más que ayuda de cámara. Por aquella época no habría tenido los conocimientos necesarios para ser un mayordomo. No se imagina usted el trabajo que daba entonces llevar una mansión de ésas.

En aquel momento, consideré apropiado revelarle mi identidad y, aunque no estaba seguro de que el nombre de Darlington Hall le resultara conocido, mi interlocutor pareció favorablemente sorprendido.

– ¡Y yo intentando darle explicaciones! -dijo riéndose-. Menos mal que me lo ha dicho. Si no, imagínese qué ridículo. Esto demuestra que uno nunca sabe con quién está hablando cuando conoce a un extraño. Tendría un importante servicio a su cargo. Antes de la guerra, quiero decir.

Era un individuo simpático y me pareció que realmente se interesaba por el tema. Confieso que pasé un buen rato hablando del Darlington Hall de antes. Me esforcé, sobre todo, por informarle de algunos de los «conocimientos técnicos» -por emplear su lenguaje- que eran imprescindibles cuando organizábamos aquellas grandes celebraciones que solía haber entonces. De hecho, creo que le revelé incluso algunos de los «secretos» profesionales con que obtenía del personal a mi cargo ese brote de energía indispensable, así como algunas «habilidades», similares a las de un mago, gracias a las cuales podía conseguirse que un objeto apareciese en el instante justo y en el lugar preciso, sin que los invitados reparasen en ningún momento en las importantes y complejas maniobras que habían precedido a la operación. Como he dicho, mi interlocutor parecía realmente interesado, pero al cabo de un rato tuve la impresión de que ya había hablado demasiado y concluí diciendo:

– Por supuesto, actualmente todo ha cambiado. Mi patrón de ahora es norteamericano.

– ¿Norteamericano? Claro, son los únicos que pueden permitirse todavía esos lujos. O sea que usted iba incluido en la casa. Como si fuese parte del lote -me dijo haciendo una mueca.

– Sí -asentí sonriendo-. Como bien dice, soy parte del lote.

El hombre volvió su mirada hacia el mar, respiró hondo y suspiró satisfecho. Y allí seguimos sentados en el mismo banco durante un buen rato.

– La verdad es que -dije pasado un tiempo- todo mi talento se lo entregué a lord Darlington. Le di lo mejor de mí, y ahora, me doy cuenta de que ya no me queda mucho que ofrecer.

El hombre permaneció callado pero, como asintió con la cabeza, proseguí:

– Desde la llegada de mister Farraday, mi nuevo patrón, he procurado por todos los medios ofrecerle el servicio que me gustaría que recibiera. Le aseguro que he hecho lo imposible, pero a pesar de todos mis esfuerzos siempre me quedo con la impresión de que no llego al nivel que podía ofrecer antes. En el trabajo cada vez cometo más errores. Errores insignificantes, sí, pero errores que nunca había cometido antes, y sé lo que eso significa. Y lo intento, ¡Dios mío, vaya si lo intento!, pero nada, todo esfuerzo por superarme es inútil. Todo mi talento se lo llevó lord Darlington.

– Vamos, hombre, ¿quiere un pañuelo? Mire, lo llevo encima. Está bastante limpio. Sólo lo he usado una vez, esta mañana. Vamos cójalo, hombre.

– ¡Dios mío… No, no gracias. Me encuentro bien. Cuánto lo siento. Creo que el viaje me ha fatigado mucho. Lo siento de veras.

– Debió de estar muy unido a ese lord no sé qué. ¿Y dice que murió hace tres años? Sí, tuvo usted que estar muy unido a ese señor.

– Lord Darlington era muy buena persona. Un hombre de gran corazón. Y al menos él tuvo el privilegio de poder decir al final de su vida que se había equivocado. Fue un hombre valiente. Durante su vida siguió un camino, que resultó no ser el correcto, pero lo eligió. Y al menos eso pudo decirlo. Yo no puedo. Yo sólo confié. Confié en su instinto. Durante todos aquellos años en que le serví, tuve la certeza de estar haciendo algo de provecho. Pero ahora ni siquiera puedo decir que me equivoqué. Dígame, ¿cree usted que a eso puede llamársele dignidad?

– Oiga, amigo, no sé muy bien a qué se está refiriendo.

Pero si quiere que le diga lo que pienso, me parece que va por mal camino. Deje de pensar en el pasado, lo único que va a conseguir es deprimirse. De acuerdo, no puede trabajar con la misma perfección de antes, pero eso es normal, nos pasa a todos. Llega un momento en que tenemos que tirar la toalla.

Míreme a mí, desde que me jubilé estoy como unas pascuas.

Vale, ya sé que no estamos en la flor de la vida, ni usted ni yo, pero tenemos que seguir viviendo con ilusión. -Y creo que fue en ese momento cuando dijo-: Disfrute, amigo. Es mucho mejor la noche que el día. Ya ha cumplido con su trabajo. Ahora relájese y disfrute. Eso es lo que pienso. Pregunte usted a cualquiera, y verá como le aconsejan lo mismo. La noche es mucho mejor que el día.

– Estoy seguro de que tiene usted razón -le dije-. De verdad lo siento. Me he portado de forma impropia. Ha debido de ser el cansancio. Llevo mucho tiempo de viaje, ¿sabe?

Hace aproximadamente veinte minutos que se ha ido el hombre. Sin embargo, he permanecido aquí, en este banco, a esperar el acontecimiento que justo ahora acaba de tener lugar; me refiero a que acaban de iluminar las luces de la escollera. Como he dicho, la alegría con que han recibido este pequeño acontecimiento todos estos azotacalles que andan por el paseo, me parece que corrobora las palabras de mi interlocutor. Mucha gente prefiere la noche al día. Siendo así, quizá deba seguir el consejo de no pensar tanto en el pasado, y de mostrarme más optimista y de aprovechar el máximo lo que me resta del día. Después de todo, ¿qué se gana con estar mirando siempre atrás? ¿Con culparnos del hecho de que la vida no nos haya llevado por el camino que deseábamos? Por duro que parezca, la realidad para la gente como ustedes o como yo es que no tenemos más opción que dejar nuestro destino en manos de esos grandes personajes que guían el mundo y que contratan nuestros servicios. ¿Para qué preocuparse tanto por lo que deberíamos haber hecho o dejado de hacer para dirigir el curso que tomaban nuestras vidas? Para personas como usted o como yo, la verdad es que basta con que intentemos al menos aportar nuestro granito de arena para conseguir algo noble y sincero. Y los que estamos dispuestos a sacrificar una gran parte de nuestra vida para lograr estas aspiraciones, debemos considerar el hecho en sí motivo de satisfacción y orgullo, cualquiera que sea el resultado.