Me condujo a la habitación. A aquella hora del día el sol iluminaba los motivos florales de la pared y el efecto resultante era muy agradable. En la habitación había dos camas iguales y dos ventanas bastante grandes que daban a la calle.
Al preguntarle dónde estaba el baño, la mujer me dijo tímidamente que se hallaba enfrente de la habitación, pero que no podría disponer de agua caliente hasta después de la cena. Le pedí que me subiera una taza de té y, al marcharse, seguí inspeccionando el cuarto. Las camas estaban muy bien hechas y muy limpias. En una esquina había un lavabo también muy limpio. A través de las ventanas se veía una panadería, con una gran variedad de pasteles expuestos, una farmacia y una barbería. También podía verse, a más distancia, el arco de un puente por el que subía la calle hasta perderse en un paisaje más campestre. Me refresqué las manos y la cara con el agua fría del lavabo y, acto seguido, me senté en una silla que había junto a una de las ventanas a esperar el té. Debían de ser pasadas las cuatro cuando salí de la pensión para adentrarme en las calles de Salisbury, unas calles que, al ser tan amplias y despejadas, dan a la ciudad una magnífica sensación de espacio. Por tanto, pude deambular durante varias horas agradablemente, sintiendo en mi cuerpo los tibios rayos del sol. Descubrí además que la ciudad tenía múltiples encantos. A mi paso se sucedían las hileras de casas antiguas con fachadas de madera, casas muy lindas, y estrechos puentes de piedra levantados sobre los numerosos riachuelos que cruzan la ciudad. Naturalmente, no se me pasó por alto la merecida visita a la catedral, tan elogiada por mistress Symons en su libro. Localizar este solemne edificio me resultó bastante fácil, ya que dondequiera que uno se encuentre en Salisbury se ve asomar su aguja por todas partes. Y en efecto, esta tarde, de regreso a la pensión, cada vez que volvía hacia atrás me sorprendía la imagen de la aguja dominando la puesta de sol.
No obstante, ahora que he vuelto a la cama de mi cuarto, debo decir que la única estampa que realmente me ha quedado grabada de este primer día de viaje no ha sido la imagen de la catedral ni ningún otro de los encantadores rincones de esta ciudad, sino la maravillosa vista del ondulado paisaje inglés que he presenciado esta mañana. Admito que otros países puedan ofrecer paisajes de una espectacularidad mucho más obvia. En enciclopedias y en la revista National Geographic he visto fotografías de paisajes conmovedores de distintos rincones del planeta: cañones y cascadas impresionantes, hermosas y escarpadas montañas, paisajes que he tenido la fortuna de ver en persona. No obstante, me atrevería a asegurarles que el paisaje inglés, como el que he podido contemplar esta mañana, posee una cualidad de la que carecen los paisajes, más impresionantes a primera vista, de otras naciones. A mi juicio, es una cualidad gracias a la cual el paisaje inglés aparece a los ojos de cualquier observador imparcial como el más grato del mundo, y es probable que el término que mejor resuma esta cualidad de la que hablo sea el adjetivo «grandioso». Cuando esta mañana he divisado el paisaje que a mis pies ofrecía la colina, he experimentado la rara e inequívoca sensación de encontrarme ante algo grandioso. Designamos a nuestro país con el nombre de Gran Bretaña, hecho que algunos considerarán de poco tacto. Sin embargo, me atrevería a decir que sólo nuestro paisaje ya justifica el empleo de este término altanero.
¿A qué se debe exactamente esta calidad de «grandioso» y dónde se aprecia? ¿En qué reside? Reconozco que sería precisa una inteligencia mucho mayor que la mía para contestar a estas preguntas, pero si me viese en la obligación de aventurar una respuesta, diría que el carácter único de la belleza de esta tierra es consecuencia de la falta evidente de grandes contrastes y de espectacularidad, mientras destaca, en cambio por su serenidad y comedimiento, como si el país tuviera una íntima y profunda conciencia de su grandeza y su belleza, y no necesitase lucirlas. Por comparación, los paisajes que se encuentran en Africa o en América sin duda resultan impresionantes, pero estoy convencido de que un observador imparcial los considerará inferiores, precisamente por esa descomunal grandiosidad que los caracteriza.
En los ambientes profesionales nos hacemos desde hace años una pregunta, que en muchas reuniones ha sido nuestro tema de discusión: ¿Qué es un «gran» mayordomo? Todavía me parece escuchar el bullicio que organizábamos algunas noches en la sala del servicio, cuando conversábamos durante horas en torno a la chimenea sobre este tema. Y reparen en que si he dicho «qué es» y no «quién puede ser» un gran mayordomo, se debe a que nadie se atrevería a cuestionar seriamente los grandes nombres que en mi época podían recibir este apelativo. Me estoy refiriendo a personalidades como mister Marshall, el mayordomo de Charleville House, o como mister Lane, de Bridewood. Si han tenido ustedes el privilegio de conocer a tales hombres, sabrán en qué consiste esta cualidad a la que me refiero, aunque al mismo tiempo también entenderán por qué digo que no es nada fácil definirla de un modo preciso.
Lo cierto es que, pensándolo mejor, me alejo un tanto de la verdad al decir que no había divergencias en lo referente a la identidad de quienes eran considerados los mejores mayordomos, aunque también debo añadir que estas divergencias nunca se suscitaban entre verdaderos profesionales con cierta autoridad en estos temas. La sala del servicio de Darlington Hall, como la sala del servicio de cualquier otra mansión, acogía a fámulos de distinto nivel intelectual y sensibilidad también distinta, y son numerosas las ocasiones en que recuerdo haber tenido que morderme la lengua cuando algún criado -incluso de los que yo dirigía, aunque lamente decirlo- elogiaba acaloradamente a personas como, por ejemplo, Jack Neighbours.
No tengo nada contra Jack Neighbours, un hombre que, por desgracia, murió en la guerra. Le menciono simplemente porque constituye un ejemplo típico. En la década de los treinta su nombre fue, durante dos o tres años, el tema principal de todas las reuniones de criados del país. Como he dicho, también en Darlington Hall los sirvientes que estaban de paso nos narraban las últimas aventuras de mister Neighbours, por lo que personas como mister Graham y yo tuvimos que padecer la triste experiencia de oír el sinfín de anécdotas que se contaban sobre él. Lo más descorazonador era presenciar la reacción final que suscitaba cada una de estas anécdotas, es decir, ver que colegas que parecían de lo más sensatos asentían asombrados y exclamaban frases como «Mister Neighbours es realmente el mejor» y otras por el estilo.
No dudo que mister Neighbours tuviese sentido de la organización; de hecho, supo salir magistralmente airoso de buen número de situaciones difíciles. Sin embargo, nunca llegó a adquirir el rango de gran mayordomo. Y con la misma convicción con que sostenía esta opinión cuando estaba en pleno auge, habría augurado que su resplandor sólo duraría unos años.