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Mientras reflexionaba sobre estas cosas sentía que no había llegado a la cámara de Vika por puro accidente, y que todo había sido parte de un plan de los Reyes Sacerdotes. Sospeché que Vika había derrotado y destruido a muchos hombres, y supuse que los Reyes Sacerdotes tenían curiosidad de ver cómo la manejaba. Probablemente la propia Vika hubiera recibido órdenes para someterme. Pero pensé que esto no fuera muy probable. No era esa la técnica de los Reyes Sacerdotes. Más probable era que Vika nada supiera de sus maquinaciones; era sencillamente ella misma, es decir exactamente lo que los Reyes Sacerdotes deseaban. Simplemente Vika, insolente, distante, despectiva y provocativa, sometida por indomable, decidida a ser el amo a pesar de que era la esclava. Me pregunté cuántos hombres habrían caído rendidos a sus pies, a cuántos hombres habría obligado a dormir a los pies de la gran cama de piedra, mientras ella misma usaba las pieles y las sedas del amo.

Después de varias horas volví a encontrarme en el gran salón de los Reyes Sacerdotes. Me alegré de volver a ver las lunas y las estrellas de Gor en el cielo, sobre la cúpula.

Mis pasos resonaron sobre las piedras del suelo. La gran cámara estaba sumida en el silencio. El trono vacío era un espectáculo sobrecogedor.

—¡Aquí estoy! —grité—. ¡Soy Tarl Cabot! ¡Soy guerrero de Ko-ro-ba, y desafío a un guerrero de los Reyes Sacerdotes de Gor! ¡Vamos a luchar! ¡Es la guerra!

El eco de la vasta cámara repitió mi voz durante largo rato, pero no recibí respuesta a mi desafío.

Volví a llamar, con el mismo resultado.

Decidí regresar a la cámara de Vika.

Otra noche continuaría mi exploración, pues había otros corredores, otros portales visibles desde el lugar donde yo estaba. Necesitaría varios días para recorrerlos todos.

Emprendí el regreso hacia la cámara de Vika.

Habría caminado quizá durante un ahn y avanzaba por uno de los corredores largos y mal iluminados cuando noté una presencia detrás de mí.

Me volví rápidamente, y al mismo tiempo desenfundé la espada.

Detrás, el corredor estaba vacío.

Volví a enfundar la hoja en la vaina y continué caminando.

Había avanzado unos metros cuando de nuevo algo me inquietó. Esta vez no me volví, y en cambio continué avanzando lentamente; los oídos atentos. Cuando llegué a un recodo del corredor, lo pasé y después me apreté contra la red y esperé.

Con un movimiento muy lento, extraje la espada, evitando el más mínimo ruido mientras lo hacía.

Esperé, pero no ocurrió nada.

Tengo la paciencia de un guerrero, y esperé largo rato. Cuando los hombres se acechan con armas, es bueno tener paciencia, mucha paciencia.

Por supuesto, cien veces pensé que mi actitud era absurda, porque en realidad no tenía conciencia de haber oído nada. Sin embargo, quizá mi inconsciente había percibido un leve ruido y ese había sido el origen de una imprecisa sospecha. Finalmente, decidí forzar la situación. Por lo que sabía, si quien me seguía era uno de los Reyes Sacerdotes, era muy posible que me aventajara, pues esos seres podían esperar inmóviles como un árbol o una piedra, hasta que llegase el momento oportuno de atacar. Ya había esperado poco más de un ahn y tenía el cuerpo cubierto de sudor. Me dolían los músculos. Pensé que quien me siguiera podía haber advertido que el ruido de mis pasos había cesado. Y en ese caso, también sabía que yo acechaba.

¿Qué agudeza tenían los sentidos de los Reyes Sacerdotes? Tal vez no eran muy fiables, pues esos seres poco a poco se habían acostumbrado a depender de los instrumentos: o quizá sus sentidos eran diferentes de los sentidos humanos, más agudos a causa de una herencia genética distinta, capaces de discriminar e interpretar rasgos que no percibían ni siquiera los cinco sentidos primitivos de los humanos. En mi caso, lo más seguro era continuar en la misma línea de acción, porque de ese modo contaba con la protección del escudo formado por el recodo del pasillo. Pero no deseaba continuar en la misma situación. Puse el cuerpo tenso, listo para dar el salto y emitir el grito que me enfrentaría a cara descubierta con el enemigo.

Y entonces lancé el grito de guerra de Ko-ro-ba y di un salto, la espada preparada, para enfrentarme a mi antagonista.

De mis labios escapó un aullido de rabia cuando vi el corredor vacío.

Dominado por la furia, comencé a correr por el desandando camino, para encontrarme con el ser que me había seguido. Había recorrido tal vez medio pasang cuando me detuve, jadeante y furioso conmigo mismo.

—¡Salga! —grité—. ¡Salga!

La quietud del corredor se burló de mí.

Irritado, permanecí de pie, solo en el corredor, a la mortecina luz de los bulbos de energía, la espada inútil en mano.

Y entonces, percibí algo.

Nunca presté demasiada atención al olfato.

Ciertamente he percibido el aroma de las flores y las mujeres, del pan fresco y caliente, de la carne asada, de los vinos y los brebajes, del cuero y el aceite con que protegía de la herrumbre el filo de mi espada, de los campos verdes y los vientos de la tormenta, pero rara vez atribuí a mi olfato la misma importancia que tienen la vista o el tacto; y sin embargo, ese sentido a menudo descuidado es muy útil al hombre dispuesto a utilizarlo.

Olí el corredor, y percibí un olor que nunca había encontrado antes, impreciso pero indudable. Hasta donde podía emitir un juicio, era un olor simple, aunque después sabría que era el producto complejo de olores aún más simples que el que entonces estaba percibiendo. Me parece imposible describir ese olor, del mismo modo que no se puede describir el gusto de un limón a quien jamás lo haya saboreado. Sin embargo, puedo decir que era levemente acre, y que me irritaba la nariz. Me recordaba levemente al olor de un cartucho disparado.

Aunque ya no había nada en el corredor, había dejado su rastro.

Comprendí entonces que no había estado solo.

Había percibido el olor de un Rey Sacerdote.

Volví a envainar la espada y regresé a la cámara de Vika. Comencé a canturrear una canción guerrera, porque en cierto sentido me sentía complacido.

8. Vika abandona la cámara

—¡Despierta, moza! —grité, al entrar en la cámara de Vika, y dos veces batí palmas.

La sobresaltada joven ahogó una exclamación y se incorporó de un salto. Había estado acostada sobre la estera de paja, a los pies del diván de piedra. Se había incorporado con un movimiento tan brusco que se golpeó la rodilla contra la piedra, y eso no le gustó mucho. Mi intención había sido atemorizarla, y me agradó ver que lo había conseguido.

Me miró, enojada:

—No estaba durmiendo —dijo.

Me acerqué a ella y la examiné. Decía la verdad.

—¡Ya lo ves! —insistió.

Bajó la cabeza, y después me miró tímidamente. —Me alegro —dijo— de que hayas regresado.

—Imagino —dije— que durante mi ausencia saqueaste la alacena.

—No —contestó—. No lo hice... amo.

—Vika —dije—, creo que es hora de que introduzcamos ciertos cambios.

—Aquí nada cambia nunca —replicó.

Paseé los ojos por la habitación. Los sensores me interesaron, y los examiné de nuevo. Me sentía alegre. Después, realicé un examen metódico de la sala. Aunque los sensores y el modo de usarlos eran cosas perversas y yo no podía entenderlos muy bien, en ellos no había en definitiva nada misterioso, nada que no pudiese explicarse.