—Quizá fue bueno con ella —repetí—, cuando otros no lo fueron.
—Me gustaría saberlo —dijo—. Muchas veces me lo he preguntado.
—¿Qué fue de él —pregunté— cuando entró en las Montañas Sardar? ¿Lo sabes?
—Sí —dijo ella.
—¿No me lo dirás? —insistí.
Meneó la cabeza. —No me preguntes —pidió.
—¿Cómo es posible que te permitiera venir a las Montañas Sardar?
—No me lo permitió —aclaró Vika—. Trató de impedirlo, pero yo hablé con los Iniciados de Treve, y me ofrecí como ofrenda a los Reyes Sacerdotes. No les expliqué la verdadera razón de mi actitud. Naturalmente, mi padre no quiso saber nada. Me encerró en mis habitaciones, pero el Supremo Iniciado de la ciudad llegó con guerreros, entraron en mi cuarto, y golpearon a mi padre hasta que no pudo moverse siquiera, y yo los acompañé de buena gana. —Volvió a reírse—. Oh, cuánto me agradó cuando lo golpearon y él gritó —dijo—, pues yo lo odiaba... pues no era un verdadero hombre, y aunque pertenecía a la Casta de los Médicos no podía soportar el dolor. Ni siquiera era capaz de oír el grito de un larl.
—Quizá —sugerí—, precisamente porque no podía soportar el dolor era miembro de la Casta de los Médicos.
—Es posible —admitió Vika—. Siempre deseaba evitar el sufrimiento, tanto en los animales como en los esclavos.
Sonreí.
—Ya lo ves —agregó Vika—, era un hombre débil.
—Sí, veo —dije.
Vika se recostó sobre las sedas y las pieles. —Eres el primero de los hombres que estuvo en la cámara —dijo—, que habla conmigo de estas cosas.
No contesté.
—Te amo, Tarl Cabot —dijo.
—No lo creo —contesté amablemente.
—¡Es cierto! —insistió.
—Un día —dije— amarás... pero no creo que el privilegiado sea un guerrero de Ko-ro-ba.
—¿Crees que no sé amar? —me desafió.
—Creo que un día amarás —insistí—, y que amarás profundamente.
—¿Tú no puedes amar?
—No lo sé —sonreí—. Cierta vez... hace mucho... creí amar.
—¿Quién era ella? —preguntó Vika, con expresión hostil.
—Una joven esbelta y morena —dije—, llamada Talena.
—¿Era hermosa? —preguntó Vika.
—Sí —contesté.
—¿Tan hermosa como yo? —insistió Vika.
—Ambas sois hermosas —dije.
—¿Era esclava?
—No... —contesté— era hija de un Ubar.
La cólera transformó los rasgos de Vika; saltó del diván y caminó hacia el fondo de la habitación, manipulando el collar con sus dedos, como si quisiera arrancárselo del cuello.
—¡Ya entiendo! —dijo—. Y yo, Vika... ¡No soy más que una esclava!
—No te enfades.
—¿Dónde está? —preguntó Vika.
—No lo sé —reconocí.
—¿Cuánto hace que no la ves?
—Más de siete años.
Vika se rió cruelmente. —Entonces —exclamó satisfecha— ya está en las Ciudades del Polvo.
—Es posible —reconocí.
—Y yo, Vika, estoy aquí.
Me aparté de ella. Oí su voz que decía:
—Yo conseguiré que la olvides.
Me volví para mirarla; ya no estaba ante la joven esclava, sino ante una mujer de la casta superior, del reino pirata de Treve, ante una mujer insolente e imperiosa, aunque sometida.
Vika llevó la mano al broche del hombro izquierdo, lo soltó y la túnica cayó al suelo.
—Creíste que era una esclava de pasión —dijo. Miré a la mujer que estaba de pie ante mí, los ojos con expresión hostil, los labios apretados, el collar, la marca.
—¿No soy tan bella —preguntó— que pueda comparárseme con la hija de un Ubar?
—Sí —contesté—, eres tan bella.
Me miró, burlona. —¿Sabes qué es una esclava de pasión? —preguntó.
—Sí.
—Es una mujer de la especie humana, pero educada como una bestia por su belleza y su pasión.
—Lo sé —dije.
—Es un animal —insistió—, criado para el placer de los hombres, para el placer del amo. En mis venas fluye la sangre de ese animal. Por mis venas fluye la sangre de una esclava de pasión. —Se echó a reír—. Y tú, Tarl Cabot eres el amo. Tú, eres mi amo.
—No.
Se acercó, insinuante y tentadora. —Seré tu esclava de pasión —dijo.
—No.
—Sí —dijo Vika—, para ti seré una obediente esclava de pasión.
Acercó sus labios a los míos pero la aparté de mí.
—Pruébame —dijo.
—No.
—No permitiré que me rechaces —insistió—. Mira, Tarl Cabot, he decidido que serás mi esclavo.
Me alejé un paso.
—Muy bien —gritó, los ojos llameantes— Muy bien, Cabot. ¡Entonces te conquistaré!
Y sostuvo mi cabeza con sus manos y apretó sus labios contra los míos.
En ese instante percibí de nuevo el aroma ligeramente acre que había olido en los corredores, y apreté fuertemente mi boca contra la de Vika, hasta que le herí los labios; pero de pronto la aparté bruscamente, y la arrojé sobre la estera de paja que estaba a los pies del diván de piedra.
Ahora me pareció entender; pero en realidad se habían apresurado demasiado. Vika no había podido hacer su trabajo. Las consecuencias serían graves para ella, pero eso no me preocupaba.
Aun así, no me volví hacia el gran portal. Ahora, el aroma era muy intenso.
Vika se agazapaba aterrorizada sobre la estera de paja, al pie del diván, a pocos centímetros del anillo de hierro destinado a las esclavas.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué ocurre?
—De modo que tenías que conquistarme para ellos, ¿verdad? —pregunté.
—No entiendo —balbuceó.
—Eres una cómplice de los Reyes Sacerdotes —dije.
—No —negó—. ¡No!
—¿A cuántos hombres has conquistado para los Reyes Sacerdotes? —pregunté. La aferré por los cabellos y la obligué a mirarme. —¿A cuántos? —grité.
—¡Por favor! —gimió.
Sentí deseos de romperle la cabeza contra la base del diván de piedra, porque era una mujer indigna, traicionera y seductora, cruel y maligna, digna únicamente del collar, los hierros y el látigo.
Meneó la cabeza sin hablar, como negando las acusaciones que yo le formulaba.
—No me comprendes —dijo—. ¡Te amo!
Pero ni siquiera ahora me volví para mirar el portal. El aroma era intenso. Comprendí que estaba cerca. ¿Por qué la joven no lo percibía? ¿Cómo era posible que no lo supiera? ¿No era parte de su plan?
—Por favor —dijo, y me miró alzando una mano. Tenía el rostro surcado de lágrimas, y su voz era un sollozo. —Te amo —dijo.
—Silencio, esclava —ordené.
Sabía que “eso” estaba allí. El aroma era abrumador, inequívoco.
Miré a Vika, y de pronto pareció que también ella lo sabía, y los ojos se le abrieron horrorizados, y se puso de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos como para protegerse, y se estremeció y de pronto emitió un grito salvaje y terrible de miedo abyecto.
Desenfundé la espada y me volví.
Estaba allí, de pie en el umbral.
A su modo era muy hermoso, dorado y alto, más alto que yo, enmarcado por el portal macizo. No tenía más de una yarda de ancho, pero la cabeza tocaba casi el borde superior del portal y yo calculaba que debía medir casi seis metros de altura.
Tenía seis piernas y una cabeza como un globo dorado, con ojos que parecían grandes discos luminosos. Las dos patas delanteras, equilibradas y alertas, se elevaban delicadamente frente al cuerpo. Las mandíbulas se abrieron y cerraron una vez. Se movía lateralmente.
De la cabeza salían dos apéndices frágiles y articulados, largos y cubiertos con temblorosos hilos dorados. Esos dos apéndices, como ojos, barrieron una vez la habitación y después parecieron concentrarse en mí.
Se curvaron en mi dirección como delicadas pinzas doradas, y cada uno de los innumerables hilos de oro de los apéndices se enderezaban y apuntaban hacia mí como una aguja estremecida.