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El suelo pareció descender bajo mis pies; mi mano empuñó la espada. El Rey Sacerdote me miró, y las antenas se estremecieron, en un gesto de curiosidad.

Estaba en un ascensor.

Después de cuatro o cinco minutos, el ascensor se detuvo y descendimos.

—Estos son los túneles de los Reyes Sacerdotes —dijo.

Miré alrededor, y me encontré en una plataforma elevada que dominaba un amplio cañón circular artificial, salpicado de puentes y terrazas. En las profundidades del cañón y sobre las terrazas que se elevaban a los costados había innumerables estructuras; la mayoría con la forma de sólidos geométricos: conos, cilindros, altos cubos, cúpulas, esferas y objetos por el estilo de diferentes tamaños, colores e iluminación, muchos con ventanas y con varios pisos. Algunos se elevaban hasta el nivel de la plataforma en que me encontraba, y otros llegaban aún más alto, alcanzando los lugares más elevados de la vasta cúpula que cubría el cañón como un cielo de piedra.

Permanecí de pie en la plataforma, las manos aferradas a una baranda, abrumado por lo que veía.

La luz de los bulbos de energía insertos en los muros y en la cúpula, como estrellas, iluminaba todo el cañón con luz brillante.

—Esto —dijo el Rey Sacerdote, moviendo las antenas— es el vestíbulo de nuestro dominio.

Desde la plataforma podía ver numerosos túneles en muchos niveles, que partían del cañón quizá para comunicar con otras cavidades monstruosas, atestadas de estructuras.

Me pregunté cuál sería la función de las estructuras. Quizás fueran cuarteles, fábricas y depósitos.

—Observa los bulbos de energía —dijo el Rey Sacerdote—. Están destinados a beneficiar a especies como la tuya. Los Reyes Sacerdotes no los necesitan.

—Entonces, aquí viven otras criaturas, además de los Reyes Sacerdotes —comenté.

—Por supuesto —replicó.

En ese momento, vi horrorizado un gran artrópodo, de unos tres metros de largo y un metro de alto, con muchas patas y el cuerpo formado por varios segmentos, los ojos oscilando sobre pedúnculos.

—Es inofensivo —dijo el Rey Sacerdote.

El artrópodo se detuvo, los ojos viraron hacia nosotros, y después las pinzas golpearon dos veces.

Eché mano a la espada.

Sin volverse, la criatura retrocedió, y las placas del cuerpo emitieron un ruido semejante al de una armadura de plástico.

—Mira lo que has hecho —dijo el Rey Sacerdote—. Le has asustado.

Solté el pomo de la espada, y me enjugué el sudor de la frente.

—Son criaturas tímidas —afirmó el Rey Sacerdote—, y me temo que nunca han podido acostumbrarse a ver individuos como tú.

Las antenas del Rey Sacerdote se estremecieron un poco mientras me miraba.

—Su especie es horriblemente fea —dije.

Me reí, no tanto por lo absurdo de lo que decía, sino porque imaginaba que desde el punto de vista de un Rey Sacerdote sus palabras eran sinceras.

—Es interesante —dijo el Rey Sacerdote—. Lo que acabas de decir no tiene traducción.

—Fue una risa —afirmé.

—¿Qué es una risa? —preguntó el Rey Sacerdote.

—Es algo que muestran los hombres cuando se divierten —afirmé.

La criatura pareció desconcertada.

Me dije que quizá los hombres no reían mucho en los túneles de los Reyes Sacerdotes, y por eso no estaba acostumbrado a esa práctica humana. O tal vez un Rey Sacerdote, sencillamente, no podía comprender el concepto de diversión.

De todos modos pensé que los Reyes Sacerdotes eran inteligentes, y me pareció difícil creer que pudiese existir una raza inteligente sin humor.

—Creo que entiendo —dijo—. ¿Se parece a lo que hacemos cuando nos agitamos y enroscamos las antenas?

—Quizá —dije, tal vez más desconcertado que el Rey Sacerdote.

—Qué estúpido soy —contestó.

Y entonces, con gran asombro de mi parte, se apoyó en los apéndices posteriores, y comenzó a estremecerse, comenzando por el abdomen, prosiguiendo hacia arriba, por el tronco, el tórax y la cabeza, y por último, sus antenas comenzaron a temblar y a enroscarse.

Un momento después, el Rey Sacerdote dejó de moverse y desenroscó las antenas, creo que de mala gana, y de nuevo permaneció inmóvil, sostenido por los apéndices posteriores y me miró.

De pronto, dirigió hacia mí sus antenas.

—Gracias —dijo— por no atacarme en el ascensor.

Me quedé atónito.

—No hay nada que agradecer —contesté.

—No pensé que sería necesaria la anestesia.

—Habría sido tonto atacarte.

—Sí, irracional —convino el Rey Sacerdote—, pero las especies a menudo son irracionales.

—Ahora —agregó—, quizá todavía pueda esperar el momento de gozar de los placeres del Escarabajo de Oro.

No hice ningún comentario.

—Sarm creyó que la anestesia sería necesaria —dijo.

—¿Sarm es un Rey Sacerdote? —pregunté.

—Sí —replicó.

—En tal caso, un Rey Sacerdote puede equivocarse —dije. El asunto me pareció importante, mucho más que el mero hecho de que un Rey Sacerdote pudiese no entender una risa humana.

—Por supuesto.

—¿Pude haberte matado? —pregunté.

—Quizás —respondió.

Contemplé la maravillosa complejidad de estructuras que se desplegaban ante mí.

—Pero no habría importado —dijo el Rey Sacerdote.

—¿No? —pregunté.

—No —dijo—. Sólo importa el Nido.

Mis ojos no se apartaban del dominio que se extendía ante mí. Calculaba su diámetro en unos diez pasangs.

—¿Este es el Nido? —pregunté.

—Es el comienzo del Nido —dijo el Rey Sacerdote.

—¿Cómo te llamas?

—Misk —contestó.

11. Sarm, el Rey Sacerdote

Me aparté de la baranda para observar la gran rampa que se extendía varios pasangs, formando una espiral que se acercaba a la plataforma sobre la cual estábamos.

Otro Rey Sacerdote, montado en un disco bajo y ovalado, que pareció deslizarse sobre la rampa, estaba acercándose.

El nuevo Rey Sacerdote se parecía mucho a Misk, salvo que era mucho más grande. Me pregunté si los hombres de mi especie tendrían dificultades para distinguir a los Reyes Sacerdotes. Después aprendería a hacerlo fácilmente, pero al principio a menudo me sentía confundido. Los Reyes Sacerdotes se distinguen entre ellos por el olor, pero yo dependía de la visión, naturalmente.

El disco ovalado llegó a unos quince metros de donde estábamos, y la criatura dorada que venía allí pasó delicadamente a la rampa.

Se acercó a mí, y sus antenas me examinaron cuidadosamente. Después retrocedió unos seis o siete metros.

Pensé que era muy parecido a Misk, salvo en el tamaño, y a semejanza de éste, no tenía ropas ni portaba armas, y su único adorno era un traductor que colgaba del cuello.

Después sabría que con el olor manifestaba su rango, su casta y su situación, con la misma claridad con que un oficial del ejército en la Tierra exhibía sus charreteras y sus insignias de metal.

—¿Por qué no se le anestesió? —preguntó la nueva criatura, dirigiendo sus antenas hacia Misk.

—No lo creí necesario —dijo Misk.

—Mi recomendación fue que le anestesiaran —insistió el recién llegado.

—Lo sé —afirmó Misk.

—Eso quedará registrado —dijo el recién llegado.

Me pareció que Misk se encogía de hombros.

—El Nido no ha corrido peligro —dijo el traductor de Misk.

Entonces, las antenas del recién llegado temblaron, a causa de la cólera.

Movió una perilla de su propio traductor, y un momento después el aire se llenó con unos olores acres, lo que interpreté como una reprimenda.

No oí nada, pues la criatura había desconectado el traductor.

Cuando Misk replicó, a su vez también desconectó su traductor.

Contemplé las antenas y la postura y la actitud general de los cuerpos largos y elegantes.

Avanzaban y retrocedían, y algunos movimientos eran como los de un látigo. A veces, sin duda como signo de irritación, invertían los extremos de las patas delanteras, y entonces pude ver por primera vez las estructuras afiladas, en forma de cuerno, que hasta ahora habían permanecido ocultas.