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Poco a poco aprendería a interpretar los sentimientos y los estados de ánimo de los Reyes Sacerdotes. Muchos signos eran menos evidentes que los que se manifestaban por impulso de la cólera. Por ejemplo: la impaciencia se indica a menudo con un temblor de los vellos táctiles de los tentáculos, como si la criatura no pudiese contenerse; la distracción puede manifestarse con el movimiento inconsciente de los ganchos prensiles que están detrás de la tercera articulación de las patas delanteras, órganos que habitualmente usan con fines de limpieza.

Digamos de paso, que los Reyes Sacerdotes consideran al humano como a un animal especialmente sucio, y en los túneles suelen confinarlo en áreas bien delimitadas, para evitar la contaminación. Por lo demás, que estos signos pueden ser muy sutiles lo muestra el hecho de que cuando un Rey Sacerdote está bien dispuesto hacia otra criatura de su especie o, para el caso, de cualquier especie, también mueve su aparato de limpieza. En este caso, el movimiento indica que el Rey Sacerdote está dispuesto a poner sus ganchos de limpieza a disposición de su interlocutor, que está dispuesto a higienizarlo. El hambre, en cambio, se expresa mediante un exudado ácido que se forma en los bordes de las mandíbulas, y que les confiere cierto grado de humedad; es interesante observar que la sed se indica con cierta rigidez de los apéndices, evidente en los movimientos, y con una coloración pardusca que parece teñir el oro del tórax y el abdomen. Por supuesto, los indicadores más sensibles del ánimo y la tensión son los movimientos y la actitud de las antenas.

Sí el traductor está encendido suministra únicamente la traducción de lo que se ha dicho, y a menos que el volumen de control sea manipulado durante el mensaje, las palabras se pronuncian siempre en el mismo nivel de sonido. El traductor puede decirnos, a través de las ideas expresadas, que quien habla está enojado, pero no nos demuestra en el tono dicho enojo.

Después de un minuto o dos, los Reyes Sacerdotes dejaron de moverse en círculo, uno alrededor del otro, y se volvieron para mirarme. Casi al mismo tiempo los dos conectaron los traductores.

—Tú eres Tarl Cabot, de la ciudad de Ko-ro-ba —dijo el más grande.

—Sí —contesté.

—Yo soy Sarm —dijo—, amado por la Madre, y Primogénito.

—¿Eres el jefe de los Reyes Sacerdotes? —pregunté.

—Sí —dijo Sarm.

—No —dijo Misk.

Las antenas de Sarm viraron en dirección a Misk.

—La más grande del Nido es la Madre —dijo Misk.

Las antenas de Sarm se aflojaron. —Cierto —dijo Sarm.

—Tengo mucho que hablar con los Reyes Sacerdotes —afirmé—. Si el ser al que ustedes llaman la Madre ocupa el lugar principal, deseo verla.

Sarm descansó sobre los apéndices posteriores. Sus antenas se tocaron en un movimiento muy suave.

—Nadie puede ver a la Madre... salvo los servidores de su casta y los Altos Reyes Sacerdotes —afirmó Sarm—, el Primero, el Segundo, el Tercero, el Cuarto y el Quintogénito.

—Excepto en las tres grandes festividades —intervino Misk.

Las antenas de Sarm se movieron irritadas.

—¿Cuáles son las tres grandes festividades? —pregunté.

—El Ciclo de la Fiesta del Nido —afirmó Misk—: Tola, Tolam y Tolama.

—¿Qué son esas fiestas?

—El Aniversario del Vuelo Nupcial —explicó Misk, la Fiesta de la Deposición del Huevo y la Celebración de la Apertura del Primer Huevo.

—¿Están próximas esas fiestas? —pregunté.

—Sí —respondió Misk.

—Pero —intervino Sarm— incluso durante esas fiestas ningún miembro de las órdenes inferiores puede ver a la Madre... sólo los Reyes Sacerdotes.

—Cierto —convino Misk.

La cólera me dominó.

Sarm pareció no advertir el cambio, pero las antenas de Misk se irguieron inmediatamente. Quizá había tenido alguna experiencia con la cólera humana.

—No pienses mal de nosotros, Tarl Cabot —dijo Misk—, pues durante la fiesta los miembros de las órdenes inferiores que trabajan para nosotros, incluso los que trabajan en las llanuras o los criaderos de hongos, pueden descansar de sus labores.

—Los Reyes Sacerdotes son generosos —opiné.

—¿Los hombres que viven al pie de las montañas hacen lo mismo por sus animales? —preguntó Misk.

—No —repliqué—. Pero los hombres no son animales.

—¿Los hombres son Reyes Sacerdotes? —preguntó Sarm.

—No.

—Entonces, son animales.

Extraje la espada y encaré a Sarm. El movimiento fue muy rápido, y sin duda le sobresaltó.

De todos modos, Sarm retrocedió con una rapidez casi increíble.

Ahora estaba a unos quince metros de distancia.

—Si no puedo hablar con la que llaman la Madre —dije—, quizás pueda hablar contigo.

Avancé un paso hacía Sarm.

Sarm retrocedió irritado, y sus antenas vibraron intensamente.

Observé que había invertido los extremos de sus patas delanteras revelando los dos filos curvos en forma de cuerno.

Nos miramos atentamente.

Oí detrás de mí la voz mecánica del traductor de Misk:

—Pero ella es la Madre —dijo—, y todos los habitantes del Nido somos sus hijos.

Sarm comprendió que no me proponía continuar avanzando, y su agitación se calmó, aunque sin abandonar su actitud general de alerta.

Entonces vi por primera vez cómo respiraban los Reyes Sacerdotes, probablemente porque los movimientos respiratorios de Sarm ahora eran más acentuados. Hay contracciones musculares del abdomen, y así entra aire en el sistema por cuatro pequeños orificios dispuestos a cada lado del abdomen; los mismos orificios sirven como vías de salida.

En general, a menos que uno esté muy cerca y escuche con atención, no puede oírse el ciclo respiratorio; pero en este caso yo lo oía muy claramente desde una distancia de varios metros, a causa de la rápida absorción de aire por las ocho minúsculas bocas tubulares del abdomen de Sarm.

Poco después, las contracciones musculares del abdomen de Sarm se atenuaron, y ya no pude oír su ciclo respiratorio. Los extremos de sus patas delanteras ya no estaban invertidos, y las estructuras afiladas también habían desaparecido. Las antenas de Sarm se calmaron. Me miró sin moverse.

Nunca lograría adaptarme del todo a la increíble inmovilidad que puede mantener un Rey Sacerdote.

De pronto las antenas de Sarm apuntaron a Misk. —Debiste anestesiarlo —dijo.

—Quizá —admitió Misk.

No sé por qué, la respuesta me dolió. Sentí que había traicionado la confianza que Misk depositaba en mí, que me había comportado como una criatura no del todo racional, es decir como Sarm había esperado que hiciera.

—Lo siento —le dije a Sarm, y volví a envainar la espada.

—Ya lo ves —dijo Misk.

—Es peligroso —insistió Sarm.

Me eché a reír.

—¿Qué significa eso? —preguntó Sarm, alzando las antenas.

—Es lo mismo que agitarse y enroscar las antenas —dijo.

Cuando recibió la información, Sarm no se agitó ni enroscó las antenas; más bien puede decirse que éstas se agitaron irritadas.

—Sube al disco, Tarl Cabot de Ko-ro-ba —dijo Misk—. Con una pata delantera señaló el disco chato y ovalado que había traído a Sarm.

—Tiene miedo —dijo Sarm.

—Tiene mucho por qué temer —observó Misk.

—No tengo miedo —dije.

—En tal caso, sube al disco —insistió Misk.

Así lo hice, y los dos Reyes Sacerdotes se reunieron conmigo, de tal modo que había uno a cada lado, a cierta distancia detrás de mí. Apenas habían descargado su peso sobre el disco cuando éste comenzó a acelerar suavemente, descendiendo la larga rampa que conducía al fondo del cañón.

El disco se desplazaba a gran velocidad, y con cierta dificultad conseguía mantenerme de pie. Me fastidió bastante ver cómo los Reyes Sacerdotes parecían inmóviles, inclinados contra el viento, las patas delanteras en alto, las antenas echadas hacia atrás.