—¿También está sintetizado? —pregunté.
—No —explicó Sarm—, es el producto de la manipulación genética, el control artificial y la modificación de los elementos hereditarios de los gametos.
—Uno de los aspectos más interesantes del asunto —dijo Sarm— es la unión. Es la prueba de fuego de la habilidad del manipulador.
—Kusk —afirmó Misk— es uno de los seres más grandes del Nido.
—¿Cuál de estos esclavos —pregunté— fue sintetizado?
—¿No lo adivinas? —preguntó Sarm.
—No.
Las antenas de Sarm se estremecieron y se enroscaron. El cuerpo se le agitó, con los signos que, según sabía ahora, eran resultados de la diversión.
—No te lo diré —afirmó.
—Está haciéndose tarde —dijo Misk—, y es necesario procesar al matok si queremos que continúe en el Nido.
Me pregunté qué querría decir Misk con la palabra “procesar”, pero la actitud de Sarm me irritó, y lo mismo puedo decir de los dos individuos tan graves y apuestos, que se habían alineado delante del estrado.
—¿Por qué dice eso? —pregunté a Sarm.
—¿No es evidente? —contestó.
—No —dije.
—Están formados simétricamente —dijo Sarm—. Más aún, son inteligentes, fuertes, y gozan de buena salud. Y además viven de hongos y agua, y se lavan doce veces por día.
Me eché a reír. —¡Por los Reyes Sacerdotes! —rugí. Pero ninguna de las dos criaturas pareció conmovida por mi juramento, que habría arrancado lágrimas a los ojos de un miembro de la Casta de los Iniciados.
—¿Por qué enroscas tus antenas? —preguntó Sarm.
—¿Te parecen perfectos estos seres humanos? —pregunté, señalando a los dos esclavos.
—Por supuesto —afirmó Sarm.
—Por supuesto —dijo Misk.
—¡Perfectos esclavos! —afirmé.
—Naturalmente, el ser humano más perfecto es el esclavo más perfecto —argumentó Sarm.
—El ser humano más perfecto —dije— es libre.
Los dos esclavos me miraron asombrados.
—No desean ser libres —observó Misk. Se dirigió a los esclavos. —Muls, ¿cuál es la alegría más grande que habéis sentido? —preguntó.
—Ser esclavos de los Reyes Sacerdotes —dijeron.
—¿Ves? —preguntó Misk.
—Sí —dije—, ahora veo que no son hombres.
Las antenas de Sarm se movieron irritadas.
—¿Por qué —los desafié— no invitan a ese Kusk a sintetizar a un Rey Sacerdote?
Sarm pareció estremecerse de cólera. Pero Misk no se movió.
—Sería inmoral —dijo.
Sarm se volvió hacia Misk. —¿La Madre objetaría si quebrase los brazos y las piernas del matok?
—Sí —dijo Misk.
—¿La Madre objetaría si dañase sus órganos? —preguntó Sarm.
—Sin duda —respondió Misk.
—Pero es necesario castigarlo.
—Sí —convino Misk—, sin duda, habrá que disciplinarlo.
—Muy bien —dijo Sarm, y dirigió sus antenas hacía los dos esclavos de cabeza afeitada. —Castigad al matok —ordenó Sarm—, pero no le rompáis los huesos ni le hiráis los órganos.
Apenas pronunció esas palabras, los dos esclavos se arrojaron sobre mí para aferrarme.
Al instante salté hacia ellos, tomándolos por sorpresa y sumando mi impulso al que ellos ya traían. Con el brazo izquierdo aparté a uno y descargué el puño sobre el rostro del segundo. Se le dobló la cabeza y cayó de rodillas. Antes de que el primero pudiese recuperar el equilibrio, había saltado sobre él y aferrándolo lo alcé sobre la cabeza y le arrojé de espaldas al suelo de piedra de la espaciosa cámara. Si hubiese sido un combate a muerte, en ese mismo instante lo hubiese acabado saltando sobre él, hundiéndole los talones en el estómago para desgarrarle el diafragma. Pero no deseaba matarlo, y en realidad tampoco herirlo gravemente. Consiguió rodar sobre el estómago. Entonces habría podido romperle el cuello con el talón. Pensé que esos esclavos no estaban bien adiestrados para administrar disciplina. Aparentemente no sabían luchar. Ahora, el hombre estaba de rodillas, jadeante, sosteniéndose con la palma de la mano derecha apoyada en el suelo. Si era diestro, eso parecía absurdo; además no hacía nada para proteger su cuello.
Miré a Sarm y a Misk, que observaban con su calma habitual.
—No los lastimes más —dijo Misk.
—No lo haré.
—Quizá el matok esté en lo cierto —dijo Misk a Sarm—. Tal vez no son seres humanos perfectos.
—Tal vez —reconoció Sarm.
Entonces, el esclavo que había conservado la conciencia alzó una mano hacia los Reyes Sacerdotes. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Por favor —rogó—, vayamos a las cámaras de disección.
Yo escuchaba atónito.
El otro esclavo había recuperado el conocimiento, y de rodillas se unió a su compañero. —Por favor —exclamó—, vayamos a las cámaras de disección.
—Creen que han fallado a los Reyes Sacerdotes, y desean morir.
Sarm miró a los dos esclavos. —Soy bondadoso —dijo—, y se aproxima la Fiesta de Tola. Alzó la pata delantera con un movimiento suave y tolerante, casi como si impartiera una bendición. Podéis ir a las cámaras de disección.
Sorprendido, vi que la gratitud transfiguraba los rostros de los dos esclavos, y que ayudándose se disponían a salir de la habitación.
—¡Alto! —grité.
Los dos esclavos se detuvieron y me miraron.
—No pueden enviarlos a la muerte —dije a Sarm y a Misk.
Sarm pareció desconcertado. Las antenas de Misk se movieron inquietas.
Busqué una objeción plausible. —No dudo que Kusk se sentiría desagradado si destruyeran a sus criaturas —dije.
—El matok está en lo cierto —dijo Misk.
—Es verdad —dijo Sarm.
Sarm se volvió hacia los dos esclavos. —No podéis ir a las cámaras de disección —afirmó.
Ahora, los dos esclavos inclinaron la cabeza, en actitud de obediencia, y cruzaron los brazos. Ninguno mostró gratitud por haberse salvado, ni demostró resentimiento porque yo había impedido la ejecución.
—Debes entender, Tarl Cabot de Ko-ro-ba —dijo Misk, que aparentemente había percibido mi desconcierto—, que la mayor alegría de los muls es amar y servir a los Reyes Sacerdotes. Si un Rey Sacerdote desea que mueran, ellos mueren alegremente; si el Rey Sacerdote desea que vivan, eso los complace igualmente.
Advertí que ninguno de los dos esclavos parecía especialmente complacido.
—Mira —continuó Misk—, estos muls han sido creados para amar y servir a los Reyes Sacerdotes.
—Los crearon así —dije.
—Exactamente —confirmó Misk.
—Y sin embargo, ustedes dicen que son humanos.
—Por supuesto —intervino Sarm.
Y entonces, con gran sorpresa por mi parte, uno de los esclavos me miró y dijo:
—Somos humanos.
Me aproximé y le extendí mi mano. —Espero no haberte lastimado —dije.
Aceptó mi mano y la retuvo torpemente, porque en realidad no sabía cómo estrecharla.
—Yo también soy humano —dijo el otro, mirándome en los ojos.
Extendió la mano con el dorso hacia arriba. La tomé, lo obligué a girarla y la estreché.
—Tengo sentimientos —dijo el primer hombre.
—Yo también los tengo —dijo el segundo.
—Todos los tenemos —observé.
—Por supuesto —dijo el primer hombre——, porque somos humanos.
Los miré muy atentamente. —¿Cuál de ustedes —pregunté— ha sido sintetizado?
—No lo sabemos —dijo el primero.
—No —confirmó el segundo—. Nunca nos dijeron eso.
Los dos Reyes Sacerdotes habían contemplado interesados ese breve diálogo, pero ahora la voz de Sarm brotó por el traductor:
—Está haciéndose tarde —dijo—, que procesen al matok.
—Sígueme —dijo el primer hombre y se volvió; yo fui tras él, y el segundo hombre me siguió.
13. El gusano del lodo
Caminé detrás de Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta; atravesamos varias habitaciones y descendimos por un largo corredor.