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—Este es el Salón de Procesamiento —dijo uno de ellos.

Pasamos frente a varios portales de acero altos, y en cada uno de ellos, a unos siete metros de altura, al nivel de las antenas de un Rey Sacerdote, había ciertos puntos, que según supe después eran puntos olorosos.

Uno podría suponer que un Rey Sacerdote rodeado por puntos olorosos se vería sometido a una cacofonía de estímulos, como podría ser el caso si nosotros nos viésemos rodeados por docenas de radios y televisores a todo volumen; pero parece que no ocurre así. La mejor analogía sería la de la experiencia que realizamos cuando atravesamos una ciudad o una calle tranquila rodeados por signos impresos, a los cuales no prestamos excesiva atención.

—Probablemente no le interesará mucho el procesamiento —dijo uno de mis guías.

—Pero le hará bien —agregó el otro.

—¿Por qué tienen que procesarme? —pregunté.

—Para proteger al Nido de la contaminación —dijo el primero.

Con el tiempo los olores se disipan, pero los productos sintéticos especialmente preparados de los Reyes Sacerdotes pueden durar miles de años, y a la larga seguramente sobreviven a la letra impresa de los libros humanos, al celuloide de nuestros filmes que se desintegra, y quizás, incluso, a las piedras talladas que sufren la acción del tiempo y que son los testigos de las glorias incomparables de nuestros reyes, conquistadores y potentados.

Digamos, de paso, que los puntos olorosos están distribuidos en hileras que forman un cuadrado geométrico, y se leen a partir de la hilera más alta, de izquierda a derecha, y después de derecha a izquierda, más tarde de izquierda a derecha y así sucesivamente.

Puedo señalar que el goreano es bastante parecido, y aunque lo hablo fluidamente tengo dificultades para escribirlo, sobre todo a causa de las líneas que deben escribirse en sentido retrógrado. Torm, mi amigo de la Casta de los Escribas, nunca me perdonó ese defecto, y es indudable que incluso hoy, si aún vive, me considera en parte analfabeto.

El silabario de los Reyes Sacerdotes, que no debe confundirse con el conjunto de setenta y tres “fonemas”, consiste en una suma de cuatrocientos once caracteres, a mi juicio engorroso, cada uno de los cuales representa un fonema o una combinación de fonemas. Ciertas yuxtaposiciones de estos fonemas y combinaciones, por supuesto, forman palabras. Con respecto al silabario bastante complejo, pensé al principio que nunca se había simplificado porque los Reyes Sacerdotes, con su inteligencia, podían absorber los cuatrocientos once caracteres del silabario más rápidamente que un niño humano su alfabeto de menos de treinta letras; por eso, para ellos la diferencia entre más de cuatrocientos once signos y menos de treinta debía ser despreciable.

Estas conjeturas que me formulaba no eran infundadas, pero había otras razones más hondas.

En primer lugar, en ese momento desconocía cómo aprendían los Reyes Sacerdotes. No lo hacen como lo hacemos nosotros. En segundo lugar, en muchos asuntos tienden a la complejidad, porque la consideran más elegante que la sencillez. En consecuencia, nunca se sintieron tentados de simplificar la realidad física, los procesos biológicos o el funcionamiento de la mente. Conciben la naturaleza como una serie de procesos continuos interrelacionados, y no como tiende a hacerlo un organismo orientado hacia la visión, es decir, como una red de objetos discretos que de un modo más o menos misterioso se relacionan entre sí. Digamos de pasada que su matemática básica comienza con los números ordinales y no con los cardinales, y la matemática de los números cardinales es a sus ojos un caso límite, impuesto a elementos ordinales intuitivamente más aceptables. Creo que lo más importante es que el silabario de los Reyes Sacerdotes continúa siendo complejo, y que nunca se realizaron experimentos con grafemas no olorosos, porque salvo ciertos agregados lexicográficos, desean mantener su lenguaje tal como era en la antigüedad. A pesar de su inteligencia, el Rey Sacerdote tiende a gustar de las formas establecidas, por lo menos en asuntos culturales esenciales como las costumbres y el lenguaje del Nido, y adhiere a todo esto, no por necesidad genética, sino más bien por cierta referencia basada genéticamente, sin duda, acerca de lo que es cómodo y conocido. Un poco como los hombres, el Rey Sacerdote puede cambiar sus costumbres, pero rara vez le agrada hacerlo.

Cierta vez pregunté a Misk por qué el silabario de los Reyes Sacerdotes no se simplificaba, y contestó:

—Si lo hiciéramos, tendríamos que renunciar a ciertos signos, y no podemos soportar esa perspectiva porque todos son muy bellos.

Bajo los puntos olorosos de cada portal frente a los cuales pasábamos Mul-Al-Ka, Mul-Ba-Ta y yo había, quizás para beneficio de los seres humanos o de otras especies, una imagen estilizada de una forma de criatura.

Pero en ninguna de las puertas vi la imagen estilizada de un ser humano.

Por el corredor venía hacia nosotros, caminando con paso mesurado, una joven humana que tendría quizá unos dieciocho años, la cabeza afeitada y vestida con la misma túnica plástica de un mul.

—No le cierren el paso —dijo uno de mis guías.

Me aparté a un costado.

Casi sin mirarnos, y sosteniendo dos cuerdas olorosas en sus manos, la joven pasó entre nosotros.

—¿Quién es? —pregunté.

—Una mul —dijo uno de los esclavos.

—Por supuesto —observé.

—Entonces, ¿por qué preguntas?

Descubrí que deseaba profundamente que él fuera el individuo sintetizado.

—Es una mensajera —explicó el otro—, que lleva cuerdas olorosas entre distintos portales del Salón de Procesamiento.

—Oh —dijo el primer esclavo—. De modo que esas cosas le interesan.

—Es nuevo en los túneles —explicó el segundo esclavo.

Experimentaba cierta curiosidad. Miré de reojo al primer esclavo:

—Tenía hermosas piernas, ¿verdad? —dije.

Pareció desconcertado. —Sí —admitió—, muy fuertes.

—Era atractiva —dije al segundo.

—¿Atractiva?

—Sí.

—Sí —confirmó—, una muchacha sana.

—¿Quizá es compañera de alguien? —pregunté.

—No —aclaró el primer esclavo.

—¿Cómo lo sabes?

—No está en las cajas de crianza.

No sé por qué, esas respuestas lacónicas y la aceptación lisa y llana de las normas impuestas por la regla de los Reyes Sacerdotes me enfureció.

—Me gustaría saber cómo se sentiría en mis brazos —dije.

Los dos hombres me miraron y se miraron entre sí.

—Uno no debe pensar en esas cosas —dijo uno.

—¿Por qué no?

—Está prohibido.

—Pero seguramente ustedes se lo han preguntado.

Uno de los hombres me dirigió una sonrisa. —Sí —confesó—, a veces me lo he preguntado.

—También yo —dijo el otro.

Entonces, los tres nos volvimos para mirar a la joven, que ya era apenas un punto azul bajo los bulbos de energía del corredor.

—¿Por qué corre ahora? —pregunté.

—Los tiempos entre dos portales están medidos —dijo el primer esclavo—, y si se demora queda registrado.

—Sí —dijo el otro—, cinco notas en el registro y la destruyen.

—¿Una nota en el registro es una especie de marca?

—Sí —afirmó el primer esclavo—. La inscriben en la cinta olorosa de cada uno, y también, en forma de olor, en la túnica.

—La túnica —explicó el otro— tiene mucha información, y gracias a ella los Reyes Sacerdotes pueden identificarnos.

—En efecto —continuó el primer esclavo—. De lo contrario, creerían que todos somos iguales.

—Bien —dije, sin apartar los ojos del corredor—, había imaginado que los poderosos Reyes Sacerdotes tendrían un modo más rápido de transportar mensajes.

—Por supuesto —respondió el primer esclavo—, pero no es el modo mejor, porque los muls son muy baratos, y se los reemplaza fácilmente.