—En estas cosas la velocidad —dijo uno— interesa poco a los Reyes Sacerdotes.
—Sí —agregó el otro—, son muy pacientes.
—¿Y por qué no ofrecen a esa joven un aparato de transporte? —pregunté.
—No es más que una mul —explicó el primer esclavo.
—Pero es una mul muy sana —dijo uno.
—Sí —confirmó el otro—, y tiene piernas fuertes.
No habíamos avanzado mucho cuando nos cruzamos con un animal largo y sin ojos, con forma de gusano, provisto de una pequeña boca roja, que avanzaba por el corredor.
Ninguno de mis dos guías prestó atención al animal.
Yo mismo, después de mi experiencia con el artrópodo al que había visto sobre la plataforma, y con la bestia chata que atravesaba la plaza en un disco de transporte, comenzaba a acostumbrarme a encontrar criaturas extrañas en el Nido de los Reyes Sacerdotes.
—¿Qué es? —pregunté.
—Un matok —dijo uno de los esclavos.
—Sí —confirmó el otro— pertenece al Nido.
—Pero creía que yo era un matok —dije.
—Lo eres —afirmó uno de los esclavos.
—¿Y cómo lo llaman? —pregunté.
—Oh, es un gusano resbaladizo.
—¿Qué hace?
—Funcionaba en el Nido —dijo uno de los esclavos— como un elemento de eliminación de los residuos, pero hace muchos miles de años que ya no cumple esa función.
—Sin embargo, permanece en el Nido.
—Los Reyes Sacerdotes —dijo uno de los esclavos— son tolerantes.
—Sí —agregó el otro—, y quieren a esos animales, y respetan la tradición.
—El gusano resbaladizo tiene su lugar en el Nido —dijo el otro.
—¿Cómo vive? —pregunté.
—Aprovecha los restos de las presas dejados por el Escarabajo de Oro —dijo el primer esclavo.
—¿A quién mata el Escarabajo de Oro? —pregunté.
—A los Reyes Sacerdotes —dijo el segundo esclavo.
Sin duda habría insistido con otras preguntas, pero entonces llegamos a un alto portal de acero.
Elevé los ojos, y vi bajo el cuadrado de puntos olorosos la figura estilizada de un ser humano.
—Aquí es —dijo uno de mis compañeros—. Aquí te procesarán.
—Te esperaremos —dijo el otro.
14. La cámara secreta de Misk
Los brazos del artefacto de metal se apoderaron de mí y me encontré sostenido a varios metros sobre el nivel del suelo.
Detrás, el panel se había cerrado nuevamente.
Estaba en una habitación bastante grande, sombría y revestida de plástico. En un extremo había varios discos de metal fijados a la pared, y a bastante altura sobre ésta un escudo transparente. Contemplándome antisépticamente a través de este escudo, vi el rostro de un Rey Sacerdote.
—Ojalá te bañes en el estiércol de los gusanos resbaladizos —le dije. Abrigaba la esperanza de que tuviera un traductor.
Dos placas metálicas circulares aplicadas a la pared, bajo el escudo, se elevaron y de pronto emergieron largos brazos de metal, buscando mi cuerpo.
Durante un instante consideré la posibilidad de evitar el contacto, pero después comprendí que no tenía modo de escapar de la habitación en la cual me encontraba.
Los brazos de metal se cerraron sobre mí y me levaron.
El Rey Sacerdote que estaba detrás del escudo aparentemente no tomó nota de mi observación. Quizá no tuviera traductor.
Mientras me debatía, irritado, otros elementos manipulados por el Rey Sacerdote emergieron de la pared y avanzaron hacia mí.
Uno de ellos me quitó delicadamente las ropas, e incluso cortó las ligaduras de mis sandalias. Otro introdujo en mi garganta una píldora grande y fea.
—¡Que tus antenas se empapen de grasa! —grité a mi torturador.
Las antenas se irguieron, y después se enroscaron un poco en las puntas.
El hecho me agradó. Aparentemente, tenía traductor.
Estaba ideando el próximo insulto cuando los dos brazos que me sostenían me llevaron sobre un recipiente de metal con doble fondo; el superior formado por angostas barras que constituían un ancho tejido, y el interior formado sencillamente por una bandeja de plástico blanco.
Los apéndices de metal que me sostenían se abrieron de pronto y caí en el recipiente.
Me incorporé enseguida, pero encima se había cerrado la tapa de la caja.
Quise forzar las barras, pero no me sentía bien, y me dejé caer sobre el fondo.
Ya no me interesaba insultar a los Reyes Sacerdotes.
Recuerdo que miré hacia arriba y vi cómo se enroscaban sus antenas.
Pasaron unos dos o tres minutos y la píldora hizo su efecto; y esos minutos no los recuerdo con placer.
Finalmente, la bandeja de plástico se retiró de la caja y desapareció rápidamente por un panel bajo y ancho abierto en la pared de la izquierda.
Me agradó su partida.
Después, todo el recipiente, que corría sobre un riel, comenzó a avanzar hacia una abertura que se abrió en la pared de la derecha.
En el trayecto, la caja se vio sumergida sucesivamente en diferentes soluciones a distintas temperaturas y densidades, y algunos líquidos, quizá porque aún me sentía bastante mal, me parecieron muy desagradables.
Finalmente, jadeando y escupiendo, fui lavado y enjuagado varias veces, la caja comenzó a desplazarse lenta y compasivamente entre aberturas por las cuales brotaban golpes de aire caliente; y más tarde desfiló entre dos filas de grifos por donde brotaban anchos rayos, algunos visibles porque eran amarillos, rojos y verde intenso.
Después me enteraría de que esos rayos, que atravesaban mi cuerpo sin hacerle el más mínimo daño, estaban sincronizados con la fisiología metabólica de distintos organismos que pueden infectar a los Reyes Sacerdotes. También sabía que el último caso en que uno de esos organismos había aparecido se remontaba a cuatro mil años antes. Durante las semanas siguientes en el Nido a veces pude ver a muls enfermos. Los organismos que los afectan al parecer son inofensivos para los Reyes Sacerdotes, y por lo tanto se les permite sobrevivir. Por supuesto, se los considera matoks, es decir, están en el Nido, pero no pertenecen a él, y por lo tanto se los tolera con ecuanimidad.
Me sentí bastante mal cuando, ataviado con una túnica de plástico rojo, me reuní con los dos esclavos que me esperaban en el corredor, frente a la puerta.
—Tienes mucho mejor aspecto —dijo uno de ellos.
—Te dejaron los hilos que crecen en tu cabeza —dijo el otro.
—Cabellos —dije, apoyándome en el marco del portal.
—Qué extraño —comentó uno de ellos—. Los únicos crecimientos fibrosos permitidos a los muls son las pestañas de los párpados.
—Pero es un matok —dijo uno.
—Muy cierto —confirmó el otro.
Me alegré de que la túnica que me habían puesto no tuviese el color púrpura de los Ubares, porque eso habría proclamado que yo era esclavo de los Reyes Sacerdotes.
—Quizá si te aplicas —dijo uno—, puedas llegar a ser un mul.
—Sí —observó el otro—, y en ese caso no sólo estarás en el Nido, sino que serás del Nido.
Me recosté sobre el marco del portal, los ojos cerrados, y varias veces respiré hondo.
—Te asignaron habitaciones —dijo uno de los dos esclavos— en un cajón de la cámara de Misk. Y te llevaremos allí.
—Te llevaremos allí —dijo el segundo esclavo.
Los miré con ojos inexpresivos. —¿Un cajón? —pregunté.
—Es muy cómodo —dijo uno de los esclavos—, con hongos y agua.
Cerré de nuevo los ojos. Sentí que me tomaban suavemente de los brazos, y los acompañé por el corredor.
—Te sentirás mucho mejor —dijo uno de ellos— cuando hayas comido algunos hongos.
—Sí —confirmó el otro.
No es difícil acostumbrarse a los hongos de los muls, porque casi no tienen sabor; es una sustancia muy blanda, blancuzca y fibrosa, de aspecto vegetal. En realidad, se los ingiere con la misma falta de atención con que normalmente se respira.
Los muls comen cuatro veces al día. En la primera comida, los hongos aparecen molidos y mezclados con agua, y forman una especie de pasta; en la segunda la sustancia está dividida en cubos de unos cinco centímetros de lado; en la tercera, se mezclan con píldoras muls, y se sirven como un plato frío. Es indudable que las píldoras son un complemento dietético. En la última comida, los hongos forman una especie de torta ancha y chata, condimentada con algunos granos de sal.