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Según me dijo Misk, y le creo, a veces los muls se matan entre sí por un puñado de sal.

Según he podido comprobar, el hongo de los muls no es muy distinto del que se cría en condiciones ideales con esporas especialmente seleccionadas y que sirven para alimentar a los propios Reyes Sacerdotes. Quizás sea un poco menos tosco que el hongo de los muls. Misk se mostró muy fastidiado cuando me dio a probar un poco y yo no pude percibir ninguna diferencia. Por mi parte, también me irrité mucho cuando más tarde descubrí que la principal diferencia entre el hongo de elevada calidad y el de los muls es simplemente el olor.

Cuanto más tiempo permanecía en el Nido, más se agudizaba mi sentido del olfato. Misk me entregó un traductor, y yo pronunciaba frases en goreano frente al aparato, y después esperaba la traducción al lenguaje de los Reyes Sacerdotes; de este modo, después de un tiempo pude identificar muchos olores significativos. El primer olor que llegué a reconocer fue el nombre de Misk, lo cual le complació mucho.

Una de las cosas que hice fue pasar el traductor sobre la túnica de plástico rojo que me habían entregado, y escuchar la información registrada en ella. No había gran cosa, salvo mi nombre, mi ciudad, que yo era un matok bajo la supervisión de Misk, que no tenía antecedentes registrados y que podía ser peligroso.

Sonreí ante esta última observación.

Ni siquiera tenía espada, y estaba seguro de que en un combate con los Reyes Sacerdotes sería vencido en pocos instantes por sus fieras mandíbulas y los salientes afilados de sus patas delanteras.

El cajón que debía ocupar en la cámara de Misk no era tan desagradable como había pensado al principio.

Más aún, me pareció mucho más lujoso que la propia cama de Misk, cuyos únicos adornos eran la artesa de los alimentos y numerosos compartimentos, esferas, llaves y enchufes instalados en una pared. Los Reyes Sacerdotes duermen y comen de pie, y se acuestan quizá únicamente para morir.

Pero la desnudez de la cámara de Misk en realidad era aparente, y ofrecía esa característica sólo a un organismo como el mío, orientado visualmente. En realidad, las paredes, el techo y el suelo estaban cubiertos con sistemas de olores, algo que para un Rey Sacerdote debía ser profundamente bello. En efecto, Misk me informó que los sistemas de olor en su cámara habían sido concebidos por algunos de los principales artistas del Nido.

Mi cajón era un cubo de plástico transparente, de unos ocho pies cuadrados, con orificios de ventilación y puertas deslizables de plástico. La puerta no tenía cerradura, y por lo tanto podía entrar y salir a voluntad.

En el interior del cubo había grifos de hongos de los muls, un jarro, una palangana, un cuchillo con hoja de madera; un martillo para aplastar hongos, también de madera; un tubo de píldoras de los muls, que entregaba su contenido una por vez, cuando se oprimía una palanca puesta en la base del cubo; y un gran jarro de agua, invertido, con el cual podía llenar un recipiente.

En un rincón del cajón había un gran retazo circular de musgo rojizo, de varios centímetros de espesor, era bastante cómodo y se cambiaba diariamente.

Anexo al cubo, y comunicado con él por varios paneles deslizables, había una ducha y un retrete.

La ducha se parecía bastante a las que todos conocemos, excepto que no se puede regular la salida del fluido. El individuo provoca la salida del fluido entrando en la cabina, y el flujo y la temperatura se controlan automáticamente. Había imaginado que el fluido era simplemente agua, y una vez intenté llenar mi palangana para preparar la comida de la mañana, en lugar de utilizar el líquido del frasco correspondiente. Pero apenas probé la sustancia, comencé a ahogarme y sentí que me ardía la boca.

—Tuviste suerte —dijo Misk—, porque no lo tragaste. El fluido para higienizarse contiene un aditivo que es muy tóxico para la fisiología humana.

Después de algunos roces iniciales, Misk y yo nos llevábamos bastante bien y las fricciones tuvieron que ver sobre todo con la ración de sal y el número de veces por día que yo tenía que utilizar la ducha. Si hubiera sido un mul, me habrían castigado con una anotación en mi registro por cada día en el que no me lavara perfectamente doce veces.

Diré de pasada que se encuentran duchas en todos los cajones de los muls y a menudo, por razones de comodidad, en los túneles y los lugares públicos, por ejemplo: las plazas, las peluquerías, los dispensarios que distribuyen las píldoras y los comisariatos que administran los hongos. Como yo era un matok, insistí en que debía eximírseme del Deber de las Doce Alegrías, que es el nombre por el cual se conoce esta práctica. Al principio, sostuve que una ducha diaria era suficiente, pero el pobre Misk pareció tan conmovido que amplié mi práctica a dos. Tampoco quiso saber nada con ese número de duchas, e insistió en que no debían ser menos de diez. Por último, movido por la idea de que debía algo a Misk, ya que me había aceptado en su cámara, propuse un compromiso: cinco duchas, y por un paquete suplementario de sal, seis, día por medio. Finalmente, Misk sugirió dos paquetes suplementarios de sal por día, y yo acepté seis baños. Por supuesto, el propio Misk no usaba ducha, pero se limpiaba y arreglaba de acuerdo con las seculares costumbres de los Reyes Sacerdotes. A veces, cuando llegamos a conocemos mejor, incluso me permitía acicalarlo, y la primera vez que me autorizó a atusar sus antenas, comprendí que confiaba en mí y que le agradaba, aunque yo mismo nunca pude saber por qué.

Por mi parte, tenía bastante aprecio a Misk.

—¿Sabes —me dijo una vez Misk— que los humanos se cuentan entre los más inteligentes de las órdenes inferiores?

—Me alegro de saberlo.

Misk se mostraba sereno, y sus antenas se estremecían nostálgicamente.

—Cierta vez tuve un mul a quien quería mucho —dijo.

Miré mi cajón.

—No —dijo Misk—, cuando un mul a quien uno favorece muere, siempre se destruye el cajón para evitar la contaminación.

—¿Qué le ocurrió? —pregunté.

—Era una pequeña hembra —dijo Misk—. Sarm la mató.

Sentí una tensión en la pata delantera de Misk, la que yo estaba limpiando, como si involuntariamente se preparase para proyectar el filo.

—¿Por qué? —pregunté.

Durante largo rato Misk no dijo nada, y después bajó la cabeza y extendió delicadamente sus antenas, ofreciéndolas a mis cuidados. Después que trabajé un rato, sentí que él estaba dispuesto a hablar.

—Fue mi culpa —dijo Misk—. Ella deseaba que crecieran los hilos de su cabeza, pues no se había criado en el Nido. La voz de Misk brotaba por el traductor con el mismo acento mecánico de siempre, pero le temblaba todo el cuerpo. Retiré el peine de sus antenas, no fuese que llegara a lastimar sus vellos sensoriales. —Me mostré indulgente —dijo Misk, y se irguió, de modo que su largo cuerpo ahora se elevaba sobre mí, inclinado ligeramente hacia adelante, en la actitud característica de los Reyes Sacerdotes. De modo que en realidad yo la maté.

—No lo creo —dije—. Tú trataste de ser bondadoso.

—Y ocurrió el día en que ella me salvó la vida —dijo Misk.

—Cuéntame —pedí.

—Fui a cumplir una misión encomendada por Sarm —dijo Misk—, y tuve que recorrer túneles poco frecuentados, y llevé a la muchacha porque deseaba tener compañía. Encontramos a un Escarabajo de Oro, a pesar de que nunca se había visto ninguno en ese lugar, y quise acercarme él. Bajé la cabeza y me aproximé, pero la muchacha me aferró las antenas y me arrastró fuera de allí. Así me salvó la vida.