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Misk bajó nuevamente la cabeza y extendió las antenas para ponerlas al alcance de mis manos.

—El dolor era terrible —dijo Misk—, y no tuve más remedio que seguirla, a pesar de que quería enfrentarme al Escarabajo de Oro. Por supuesto, un ahn después ya no deseaba hacer lo mismo, y entonces comprendí que ella me había salvado. El mismo día Sarm ordenó que le aplicasen cinco anotaciones en el registro a causa de los hilos que crecían en su cabeza, y que la destruyesen.

—¿Siempre se aplican cinco anotaciones por una falta así? —pregunté.

—No —dijo Misk—. No sé por qué Sarm procedió de ese modo.

—Creo —dije— que debes atribuir a Sarm la culpa de la muerte de la joven.

—No —dijo Misk—. Me mostré excesivamente indulgente.

—¿No es posible —pregunté— que Sarm desease tu muerte cuando te encontraste con el Escarabajo de Oro?

—Por supuesto —dijo Misk—. No hay duda de que ésa fue su intención.

Me pregunté por qué Sarm podría desear la muerte de Misk. Era indudable que entre ellos había cierta rivalidad. Para mi mente humana nada tenía de extraño que una criatura concibiese un plan tan cruel. Pero esa reacción era incomprensible para los Reyes Sacerdotes; y así, Misk, aunque aceptara fácilmente el asunto como una actitud por así decirlo mental, no podía experimentar reacciones emotivas. En efecto, ¿acaso él y Sarm no pertenecían al Nido, y un acto semejante no implicaba la violación de la Confianza de los miembros del Nido?

—Sarm es Primogénito —dijo Misk—. Y en cambio yo soy Quintogénito. Los primeros cinco nacidos de la Madre forman el Supremo Consejo del Nido. El Segundo, el Tercero y el Cuartogénito han sucumbido uno tras otro a los placeres del Escarabajo de Oro. Sarm y yo somos los únicos que restan de los cinco.

—En ese caso —sugerí—, quiere que tú mueras de modo que él sea el único miembro del Consejo, y pueda ejercer un poder absoluto.

—La Madre es más grande que él —dijo Misk.

—Aun así —sugerí— su poder aumentaría mucho.

Misk me miró, y pareció que sus antenas y su vello dorado perdían parte del brillo.

—Estás triste —dije.

Misk se inclinó hacia mí. Apoyó suavemente las antenas en mis hombros, casi como hubiera hecho un hombre que hubiera deseado descansar las manos sobre ellos.

—No debes interpretar estas cosas —dijo Misk—, desde el punto de vista de los hombres. Es diferente.

—A mí no me parece diferente —afirmé.

—Estas cosas —insistió Misk— son más profundas y más grandes de lo que tú sabes, que lo que tú puedes comprender ahora.

Después, el Rey Sacerdote se irguió y caminó hacia mi cajón. Con las dos patas delanteras, lo alzó suavemente y lo movió hacia un costado. La facilidad con que hizo esto me asombró, porque estoy seguro de que el objeto debía pesar varios centenares de kilos. Bajo el cajón vi una piedra chata con un anillo empotrado. Misk se inclinó y levantó el anillo.

—Yo mismo construí esta cámara —dijo—, y día tras día, durante las vidas de muchos muls, extraje un poco de polvo de roca y lo arrojé aquí y allá en los túneles, sin ser visto.

Contemplé la caverna que Misk me mostraba.

—En lo posible, utilicé mis propias fuerzas —dijo Misk—. Incluso el portal debe moverse mediante la fuerza mecánica.

Después, se acercó a un compartimento en la pared y extrajo una delgada varilla negra. Rompió el extremo de la varilla, y ésta comenzó a arder con una llama azulada.

—Esta es una antorcha de mul —dijo Misk—, usada por los muls que crían hongos en las cámaras oscuras. La necesitarás para ver.

Comprendí que el Rey Sacerdote no necesitaba antorcha.

—Por favor —dijo Misk, e hizo un gesto en dirección a la abertura.

15. En la cámara secreta

Sosteniendo en alto la delgada antorcha mul, espié el interior de la caverna que se abría en el suelo de la cámara de Misk. De un anillo empotrado en el suelo, que formaba el techo de la caverna, colgaba una cuerda de nudos.

Sostuve la antorcha con los dientes, y me descolgué poco a poco, sosteniendo la cuerda con las manos.

Comencé a sudar. Cerré el ojo derecho.

Un círculo de luz azul parpadeó en los muros del pasaje por el cual yo descendía. Varios metros bajo el nivel de la cámara de Misk, las paredes estaban húmedas. La temperatura descendió varios grados. Aquí y allá un hilo de agua trazaba su dibujo oscuro, descendiendo hacia el suelo, para desde allí continuar su trayecto y desaparecer en alguna grieta.

Cuando llegué al final de la cuerda, doce o trece metros más abajo, sostuve la antorcha sobre la cabeza y me encontré en un recinto desnudo.

Miré hacia arriba y vi a Misk, que despreciaba la cuerda y descendía tranquilamente por la pared cortada a pico.

Un momento después llegó donde yo estaba.

—Nunca hablarás de lo que voy a mostrarte —dijo Misk.

No dije nada, y Misk vaciló.

—Que haya entre nosotros la Confianza del Nido —dije.

—Pero tú no perteneces al Nido —objetó Misk.

—De todos modos —insistí—, que exista entre nosotros la Confianza del Nido.

—Muy bien —replicó Misk, y se inclinó hacia adelante, hacia mí, me ofreció sus antenas extendiéndolas, y con suma suavidad, casi con ternura, el Rey Sacerdote tocó con ellas las palmas de mis manos.

—Que entre nosotros haya la Confianza del Nido —dijo.

—Sí —contesté—. Entre nosotros, la Confianza del Nido.

De pronto, Misk se irguió.

—Por aquí —dijo—, pero desprovisto de olor y cerca del suelo, de modo que no es probable que un Rey Sacerdote lo encuentre, hay un pequeño picaporte que se parece mucho a un guijarro; encuéntralo y muévelo.

Fue trabajo de un momento apenas encontrar el picaporte que él había mencionado, aunque por lo que había dicho en realidad estaba muy bien disimulado para evitar la típica observación sensorial de un Rey Sacerdote.

Moví el picaporte, y una parte de la pared se retiró.

—Entra —dijo Misk, y yo obedecí.

Apenas entramos, Misk tocó un botón que yo no podía ver, a varios metros sobre mi cabeza, y la puerta volvió a cerrarse.

La única luz de la cámara era la que provenía de mi antorcha azulada.

Vi paneles e instrumentos, aparatos y alambres e hilos que se entrecruzaban. A un costado, pilas de cintas con olores; algunas giraban lentamente. Todas las cintas a su vez se conectaban con un artefacto grande, que parecía una caja. A veces se encendían luces, y de pronto saltaba un disco, reemplazado inmediatamente por otro. Ocho cables partían de esa caja y penetraban en el cuerpo de un Rey Sacerdote, que yacía de espaldas, inerte, sobre un diván de piedra, en el centro de la habitación.

Tenía el cuerpo bastante pequeño para tratarse de un Rey Sacerdote, pues medía sólo cuatro metros.

Lo que me asombró más fue que tenía alas, largas y elegantes alas doradas plegadas sobre la espalda. No estaba maniatado, y parecía completamente inconsciente.

—Yo mismo tuve que diseñar el equipo —dijo Misk—, y por eso es muy primitivo. No podía pedir el material estándar. Fabriqué mi propio material mnemotécnico, y concebí un traductor para leer las cintas. De ese modo pude producir impulsos que generan y regulan los necesarios impulsos neurales.

—¿Es un mutante? —pregunté, los ojos fijos en la figura.

—Un varón —replicó Misk—. El primero nacido en el Nido en ocho mil años.

—¿Tú no eres varón? —pregunté a Misk.

—No, y tampoco lo son los demás. Tampoco soy hembra. En el Nido sólo la Madre es hembra. A veces ha aparecido un huevo que resultó ser hembra, pero Sarm ordenó su destrucción.

—¿Cuánto vive un Rey Sacerdote? —pregunté.

—Hace mucho —replicó Misk— los Reyes Sacerdotes descubrieron el secreto de la sustitución de las células sin deterioro de los tejidos, y por eso, salvo herida o accidente, vivimos hasta que nos encuentra el Escarabajo de Oro.