Atendiendo a mi pedido, Sarm me llevó a la Sala de Observación, donde los Reyes Sacerdotes mantienen vigilada la superficie de Gor.
Grupos de pequeñas naves, no satélites, invisibles desde el suelo y manejadas por control remoto, transportan las lentes y los receptores que transmiten información a los Sardos. Le dije a Sarm que los satélites serían menos costosos, pero lo negó. Yo no habría formulado la misma pregunta tiempo después, pero en ese momento no comprendía cómo los Reyes Sacerdotes usaban la gravedad.
—La razón que nos mueve a observar desde el interior de la atmósfera —explicó Sarm— es que resulta más sencillo definir mejor la señal gracias a la mayor proximidad de la fuente. Para obtener la misma definición con un artefacto de vigilancia extra atmosférico necesitaríamos equipos más refinados.
Los receptores de la nave de vigilancia estaban equipados de modo que podían recibir señales luminosas, sonoras y olorosas, y éstas, reunidas y concentradas selectivamente, se transmitían a los Sardos, donde se las procesaba y analizaba.
—Utilizamos sistemas de rastreo al azar —dijo Sarm— a lo largo de siglos hemos descubierto que son más eficaces que la aplicación de programas rígidos. Por supuesto si sabemos que hay algo interesante o importante en terminado lugar, concentramos los esfuerzos en la vigilancia del sector correspondiente.
—¿Registraron una cinta —pregunté— de la destrucción de la ciudad de Ko-ro-ba?
—No —respondió Sarm—, no nos pareció tan interesante ni le atribuimos importancia.
Apreté los puños, y vi que las antenas de Sarm se enroscaban lentamente.
—He visto morir a hombres por la Muerte Llameante —dije—, ¿ese mecanismo también está en esta sala?
—Sí —dijo Sarm, y con una pata delantera señaló un gabinete metálico con varios diales y perillas—. Los puntos de observación que originan la Muerte Llameante están instalados en la nave de vigilancia —agregó Sarm—, pero desde aquí se fijan las coordenadas y se da la señal de disparar.
Miré alrededor. Era un salón muy espacioso, con cuatro niveles. En cada uno de ellos, separados por pocos metros, estaban los cubos de observación, que parecían cubos de vidrio transparente y tenían unos cuatro metros cuadrados. Sarm me dijo que había cuatrocientos cubos, y frente a cada uno vigilaba un Rey Sacerdote, alto, alerta, inmóvil. Recorrí uno de los niveles, los ojos fijos en los cubos. En la mayoría sólo pude ver paisajes de Gor; vi una ciudad, pero no pude identificarla.
—Quizá esto te interese —dijo Sarm—, indicando uno de los cubos de observación.
El ángulo de la lente en este caso era diferente al de la mayoría de los restantes cubos. En lugar de dominar la escena, parecía correr paralela a ella.
Vi un camino, bordeado por árboles, que parecían aproximarse lentamente a la lente, y después quedar detrás.
—Está mirando por los ojos de un Implantado —aclaró Sarm.
Las antenas de Sarm se enroscaron.
—Sí —agregó—, hemos reemplazado las pupilas de los ojos por lentes, y se ha combinado con su tejido cerebral una red de control y un aparato transmisor. Ahora él está inconsciente, porque la red de control ha sido activada. Después, le permitiremos descansar y volverá a ver y oír por sí mismo.
Me vino a la mente el recuerdo de Parp. De nuevo contemplé el cubo de observación.
—Sin duda —dije con amargura—, los Reyes Sacerdotes que tanto saben y pueden, habrían logrado construir un aparato mecánico, un autómata, que se asemejara a un hombre e hiciese su trabajo.
—Por supuesto —convino Sarm—. Pero un instrumento así tendría que ser sumamente complejo, y en definitiva a lo sumo se parecería a un organismo humanoide. En cambio, hay abundancia de humanos, de modo que la construcción de un artefacto como el que tú sugieres sería un despilfarro irracional de nuestros recursos.
—¿Ese hombre puede desobedecer? —pregunté.
—A veces hay cierta lucha y resistencia a la red, o intentos de recuperar la conciencia.
—¿Un hombre puede resistir de tal modo que se salve del poder de la red?
—Lo dudo —contestó Sarm—, a menos que la red fuese defectuosa.
—En ese caso, ¿qué harían ustedes?
—Es muy sencillo —respondió Sarm—, sobrecargar la capacidad de la red.
—¿Matar al hombre?
—No es más que un humano.
—¿Eso es lo que hicieron cierta vez en el camino a Ko-ro-ba, en perjuicio de un hombre de Ar, que me habló en nombre de los Reyes Sacerdotes?
—Por supuesto.
—¿Su red era defectuosa?
—Imagino que sí —respondió Sarm.
—Eres un asesino —dije.
—No —replicó Sarm—, soy un Rey Sacerdote.
De pronto, uno de los cubos frente a los cuales pasamos se detuvo en cierta escena, y pareció que ésta se convertía en un cuerpo tridimensional. La ampliación aumentó súbitamente, y el aire se llenó de olores más intensos.
En un campo verde, quién sabe dónde, un hombre que vestía el atuendo de la Casta de los Constructores emergió de una caverna subterránea. Miró furtivamente alrededor, como si temiese ser visto. Después, satisfecho porque estaba solo, regresó a la caverna y salió otra vez llevando lo que parecía un tubo hueco. Del extremo del tubo emergía un objeto que se asemejaba a una mecha.
El hombre extrajo de un bolso colgado de su cintura, un minúsculo encendedor cilíndrico, un pequeño artefacto plateado usado comúnmente por los goreanos para encender fuego. Desenroscó la tapa y en el aire se dibujó una llama rojiza. Acercó la llama a la mecha del tubo hueco, y ésta comenzó a arder lentamente. En ese instante, el hombre se puso de pie y sosteniendo el tubo con ambas manos apuntó hacia una roca cercana. Hubo un súbito resplandor y se oyó un estallido proveniente del tubo hueco, mientras un proyectil golpeaba contra la roca. La cara de la roca se ennegreció, y de su superficie cayeron varios fragmentos. El golpe de una flecha la habría dañado más.
—Arma prohibida —dijo Sarm.
El Rey Sacerdote que controlaba el cubo de observación tocó una perilla del panel de control.
—Alto —grité.
Ante mis ojos horrorizados, el hombre pareció disolverse súbitamente en un brusco estallido de fuego azul. El hombre había desaparecido. Otro breve resplandor incandescente destruyó el tubo primitivo que él llevaba. Y después, la misma escena pacífica que había visto al comienzo.
—Mataron a ese hombre —dije.
—Quizá estuvo años enteros realizando experimentos prohibidos —dijo Sarm—. Felizmente, lo hemos descubierto. A veces tenemos que esperar que otros usen el artefacto con fines bélicos, y entonces destruimos a muchos hombres. Así es mejor, porque economizamos material.
—Pero lo habéis matado.
—Por supuesto —dijo Sarm—. Infringió la ley de los Reyes Sacerdotes.
—¿Qué derecho tienen a imponerle su ley? —pregunté.
—El derecho de un organismo superior a controlar a un organismo inferior —dijo Sarm—. El derecho que ustedes tienen de matar al bosko y al tabuk, para alimentarse de la carne.
—Pero ésos no son animales racionales.
—Tienen sensibilidad —objetó Sarm.
—Los matamos rápidamente —argumenté.
Las antenas de Sarm se enroscaron:
—Y también nosotros, los Reyes Sacerdotes, matamos rápidamente —dijo—, y sin embargo ustedes se quejan.