Finalmente, me acerqué a la alta puerta de leños negros, unidos por anchas fajas de bronce. Detrás se extendía la feria, y delante los Sardos. Mis ropas y mi escudo no tenían insignias, pues mi ciudad había sido destruida.
Tenía puesto el casco. Nadie sabía quién era el que entraba en los Sardos.
En la puerta me recibió un miembro de la Casta de los Iniciados, un hombre de expresión agria y labios finos, los ojos muy hundidos, ataviado con la túnica blanca de su casta.
—¿Deseas hablar a los Reyes Sacerdotes? —preguntó.
—Sí —dije.
—¿Sabes lo que haces? —preguntó.
—Sí —contesté.
El Iniciado y yo nos miramos a los ojos, y después se apartó a un lado, como seguramente había hecho muchas veces. Por supuesto, no era el primero que entraba en los Sardos. Muchos hombres y algunas mujeres se habían internado en esas montañas, pero nadie sabe qué hallaron. A veces, estos individuos son jóvenes idealistas, rebeldes y defensores de causas perdidas, que desean protestar ante los Reyes Sacerdotes; otras, individuos viejos o enfermos, cansados de la vida y deseosos de morir; o seres lamentables, o astutos, o temerosos, que creen encontrar el secreto de la inmortalidad en esos peñascos áridos; y también, proscriptos que huyen de la dura justicia de Gor, y esperan hallar, por lo menos, un breve santuario en el dominio cruel y misterioso de los Reyes Sacerdotes, porque tienen la certeza de que ningún magistrado mortal y ninguna banda de guerreros humanos puede entrar allí. Imaginé que el Iniciado creía que yo era miembro de este último grupo, porque mi atuendo no mostraba insignias.
Se apartó de mí y se acercó a un pequeño pedestal. Sobre el pedestal había un vaso de plata, lleno de agua, una redoma de aceite y una toalla. Hundió los dedos en el vaso, vertió un poco de aceite en las manos, hundió de nuevo los dedos y luego se secó las manos.
A cada lado de la enorme puerta había una gran viga y una cadena, y un grupo de esclavos estaba atado a cada cabria.
El Iniciado plegó cuidadosamente la toalla y volvió a depositarla sobre el pedestal.
—Que se abra la puerta —dijo.
Los esclavos aplicaron obedientemente su peso contra los rayos de madera de las dos vigas. Los pies desnudos resbalaron en la tierra, y los cuerpos se inclinaron doloridos, aferrando desesperadamente los rayos de madera. Los ojos ciegos miraron el vacío. Por último, se oyó un crujido sordo, y el gran portal comenzó a abrirse, luego la abertura tuvo el tamaño de un hombro y después el ancho del cuerpo de un hombre.
—Es suficiente —dije.
Entré sin pérdida de tiempo.
Apenas pasé oí el tañido quejumbroso de la enorme barra de metal hueco que se alza a cierta distancia de la puerta. Lo había oído antes, y sabía que significaba que otro mortal había entrado en los Sardos. Era un sonido oprimente, y más en este caso para mí pues era yo quien entraba en las montañas. Mientras lo oía, se me ocurrió que el propósito del anuncio era no sólo informar a los hombres de la feria que alguien había entrado en los Sardos sino también informar a los Reyes Sacerdotes.
Miré hacia atrás, a tiempo para ver cómo se cerraba detrás de mí la gran puerta, sin hacer el menor ruido.
El viaje hasta el palacio de los Reyes Sacerdotes no fue tan difícil como había previsto. En ciertos lugares había senderos expeditos, y en otros, incluso, se habían esculpido peldaños en los costados de las montañas.
Aquí y allá el camino estaba sembrado de huesos humanos. No sabía si eran los restos de hombres que habían muerto de hambre o de frío en las desiertas Sardar, o si habían sido destruidos por los Reyes Sacerdotes. A veces encontraba un mensaje grabado sobre la superficie de las rocas. Algunos eran obscenos, y maldecían a los Reyes Sacerdotes; otros eran dignos de elogio; algunos parecían bastante animosos, aunque fuera con un dejo pesimista. Recuerdo uno que decía: “Come, bebe y sé feliz. El resto nada importa.” Otros eran bastante sencillos, y a veces decían: “No tengo alimentos, y hace frío.” “Tengo miedo.” Otro anunciaba: “Las montañas están desiertas. Rena, te amo.” Me pregunté quién lo habría escrito, y cuándo. La inscripción estaba muy gastada. Había sido garabateada en la vieja escritura goreana. Tal vez se había desgastado a lo largo de más de mil años, pero así sabía que las montañas no estaban desiertas, pues tenía pruebas de la existencia de los Reyes Sacerdotes. Continué mi viaje.
No encontré animales, ni cosas vivas, nada, salvo las rocas negras e interminables, los riscos oscuros, el sendero abierto ante mí estaba tallado en la piedra negra. Poco a poco, el aire se hizo más frío y comenzó a nevar. Me envolví mejor en mi capa, y usando mi lanza como cayado, continué el ascenso.
Después de cuatro días de viaje por las montañas oí por primera vez el sonido de algo que no era el viento. Era la voz de un ser vivo: un larl de la montaña. El larl es un animal de presa, con garras y colmillos, y a veces alcanza una longitud de dos metros. Creo que sería justo decir que en esencia es un felino. En todo caso, su elegancia y sus movimientos sinuosos me recuerdan a los gatos salvajes de mi mundo, más pequeños pero igualmente temibles.
Imagino que la semejanza responde a la mecánica de la evolución convergente, pues ambas especies están dominadas por las exigencias de la caza: las de aproximarse subrepticiamente y de atacar de un modo súbito; es decir, por las necesidades de dar muerte rápidamente a la presa. Si el animal de caza tiene lo que llamaríamos una configuración óptima, creo que en mi viejo mundo la palma se la lleva el tigre de Bengala; pero en Gor, el primer puesto corresponde sin duda al larl de la montaña; y no puedo dejar de pensar que las semejanzas estructurales entre los dos animales, pese a que pertenecen a mundos diferentes, no son mera casualidad.
La cabeza del larl es ancha, y a veces tiene un diámetro de más de setenta centímetros; tiene la forma aproximada de un triángulo, de modo que su cráneo se parece un poco al de una serpiente, salvo que está revestido de piel, y las pupilas de los ojos se parecen a las del gato.
El pelaje del larl normalmente es de un rojo bronceado, o un negro claro. El larl negro, de hábitos principalmente nocturnos, tiene melena tanto en el macho como en la hembra. El larl rojo, que caza cuando tiene hambre, sin importarle la hora, y que es la variedad más común, no tiene melena. Las hembras de ambas especies generalmente tienden a ser un poco más pequeñas que los machos, pero son igualmente agresivas y a menudo incluso más peligrosas, sobre todo a fines del otoño y en invierno, cuando probablemente cazan para sus cachorros. Cierta vez di muerte a un larl rojo macho en la Cordillera Voltai, a poca distancia de la ciudad de Ar.
Cuando oí el gruñido de la bestia, abrí la capa, alcé el escudo y preparé la lanza. Me extrañó hallar un larl en los Sardos. ¿Cómo podía haber entrado en las montañas? ¿Habría nacido allí? Pero, ¿de qué vivía entre esos peñascos áridos? Quizá atacaba a los hombres que entraban en las montañas; pero los huesos de las presuntas víctimas, dispersos y helados, no estaban astillados, y no mostraban indicios de haber sufrido el ataque de las poderosas mandíbulas del larl. Comprendí entonces que el animal cuyos gruñidos había oído debía ser un larl de los Reyes Sacerdotes, pues ningún animal u hombre entra y sobrevive en los Sardos sin el consentimiento de éstos, y si obtenía alimento debía ser por concesión de los mismos o de sus servidores.
A pesar del odio que los Reyes Sacerdotes me inspiraban no podía dejar de admirarlos. Ninguno de los hombres que vivía fuera de las montañas, es decir de los mortales, había logrado jamás domesticar a un larl. Incluso los que eran criados desde cachorros, al llegar a la edad adulta atacaban a sus amos y huían a las montañas donde habían nacido. Adelanté la lanza, preparada para el ataque y dispuse el escudo de modo que protegiese mi cuerpo de las garras mortales de la temible bestia. Tendría que defender mi vida con mis propias manos, y me alegraba de que así fuera. No había otro camino.