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Comprendí que el ser que tenía ante mí podía matar a los Reyes Sacerdotes.

Pero sobre todo temí por la seguridad de Vika de Treve.

Permanecí delante del cuerpo de la joven, la espada desenvainada.

Pareció desconcertado no intentó atacar. Era indudable que en su larga vida nunca había encontrado nada parecido en los túneles. Retrocedió un trecho, y escondió la cabeza bajo el caparazón dorado. Alzó las mandíbulas ganchudas y tubulares, como deseoso de proteger los ojos de la luz de mi antorcha.

Pensé que la llama, que ahora ardía en los túneles siempre oscuros del escarabajo, quizá lo había cegado o desorientado, temporalmente. Lo más probable era que el olor de los productos de la combustión de la antorcha que ahora impregnaba las delicadas antenas debía representar una cacofonía tan desagradable como hubiera podido ser para nosotros un estrépito de ruidos prolongados y discordantes.

Alcé la antorcha que había dejado en una grieta entre las piedras, y profiriendo un grito la arrojé al rostro de la criatura. Pero ésta no pareció intimidada. Era evidente que no me temía, ni temía al fuego.

Retrocedí un paso, y el escarabajo se adelantó sobre seis patas cortas. Me pareció que sería muy difícil herirlo, sobre todo cuando tenía la cabeza protegida por el caparazón. El hecho de que retirase la cabeza sin duda perjudicaba su visión, pero a semejanza de los Reyes Sacerdotes, era indudable que se sentía más cómodo en la oscuridad, donde sus antenas podían funcionar perfectamente.

Guardé la espada en la vaina, y me arrodillé al lado del cuerpo de Vika, sin apartar los ojos que me vigilaban desde varios metros de distancia.

Vika aún tenía el cuerpo rígido a causa del veneno que la había paralizado, pero ahora, quizá como consecuencia de la eliminación de los cinco huevos, el cuerpo estaba un poco más tibio y flexible que antes.

Cuando toqué a la joven, el escarabajo avanzó otro paso y comenzó a silbar.

Con el brazo derecho puse a Vika sobre mi hombro, y me incorporé. El silbido se hizo más intenso.

Aparentemente, la fiera no deseaba que retirase a Vika de la caverna.

Caminando hacia atrás, con el cuerpo de Vika cargado al hombro, y la antorcha en una mano, me retiré lentamente de la caverna del Escarabajo de Oro.

Cuando el ser, que me seguía, avanzó hacia el montón de musgo sucio donde había yacido Vika, se detuvo y comenzó a revisar los restos de los huevos que yo había aplastado.

Transcurrieron unos minutos, durante los cuales continué alejándome de la caverna, y de pronto oí uno de los sonidos más extraños y horribles de mi vida, una especie de alarido prolongado, extraño y frenético, casi un grito de dolor, de comprensión y sufrimiento.

Me detuve un momento y escuché.

Comprendí que el Escarabajo de Oro se había lanzado por el túnel, tratando de alcanzarme.

Me volví y continué avanzando. Un rato después me detuve nuevamente y otra vez presté atención.

Al parecer, el Escarabajo de Oro no podía desplazarse con mucha rapidez. Pero yo sabía que avanzaba inexorablemente, y que no estaba dispuesto a abandonar fácilmente su presa. Se acercaba poco a poco, y estaba allí, en la oscuridad, paciente e implacable.

Deposité a Vika en el suelo, y apoyé la antorcha contra la pared del corredor.

Me parecía inconcebible que el escarabajo pudiese perseguir a su presa por esos túneles durante horas y quizá hasta días. Pero yo mismo había visto su cuerpo, y ahora sabía que era incapaz de movimientos rápidos y prolongados. Por eso mismo me extrañaba que una criatura tan lenta y torpe, aunque formidable de cerca, pudiese capturar y matar a un organismo tan vivaz y ágil como un Rey Sacerdote.

Le moví las piernas a Vika y le froté las manos, con el propósito de restablecer su circulación.

Acerqué el oído a su corazón, y me complació percibir un débil latido. Le apreté una muñeca, y observé un leve movimiento de sangre en las venas.

No había mucho aire en los túneles del Escarabajo de Oro. Imaginé que no se ventilaban con la misma eficacia que los túneles de los Reyes Sacerdotes. Aquí prevalecía un hedor, quizá originado por las diferentes secreciones del animal. Antes no lo había advertido claramente, y de pronto comprendí que había pasado muchas horas en esos túneles, sin alimento, moviéndome sin descanso. Pero luego ya tendría tiempo de dormir. El escarabajo estaba lejos. Por lo menos podría adormecerme por un momento.

Desperté sobresaltado.

El hedor ahora era insufrible, y estaba muy cerca.

La antorcha era apenas un fragmento reluciente.

Percibí unos ojos que me espiaban.

Ahogué una exclamación de terror cuando dos objetos largos, duros y curvos se cerraron sobre mi cuerpo.

25. El vivero

Mis manos aferraron las mandíbulas estrechas y huecas del Escarabajo de Oro, y trataron de apartarlas, pero esos ganchos, implacables y quitinosos se cerraron con más fuerza que antes. Me habían desgarrado la piel, y sentí horrorizado que tiraban de mis tejidos; comprendí que el animal estaba sorbiendo por los tubos huecos; pero yo era un hombre, un mamífero, y no un Rey Sacerdote, y los fluidos de mi cuerpo estaban encerrados en un sistema circulatorio de forma diferente. Presioné sobre los tubos con toda la fuerza de mis músculos y conseguí separar mandíbulas un par de centímetros. La criatura comenzó a silbar y la presión se hizo aún más fuerte, pero logré separar los tubos de mi piel, y centímetro a centímetro los fui apartando, hasta que la distancia entre los dos tentáculos llegó a ser de casi dos metros. Realicé un esfuerzo supremo y de pronto oí un ruido similar al de una rama que se quiebra; los tentáculos se desprendieron de la cara del monstruo, y cayeron al suelo de piedra del corredor.

El silbido cesó.

El escarabajo vaciló, todo su cuerpo empezó a temblar, y la bestia escondió la cabeza bajo la protección del caparazón. Comenzó a retroceder moviendo las seis patas cortas. Di un salto hacia delante, metí la mano bajo el caparazón y a la vez que aferraba las dos antenas, y retorciéndolas con una mano y presionando con la otra bajo el caparazón, conseguí al fin volverlo de espaldas, mientras se debatía. Cuando yació así, las patas cortas retorciéndose impotentes, extraje la espada, y la hundí diez o doce veces en el vientre vulnerable y descubierto. Al fin, esa cosa dejó de agitarse y permaneció inmóvil.

Me estremecí.

El olor de los vellos dorados todavía flotaba en los corredores, y temeroso de sucumbir a la ponzoña que impregnaba el aire, decidí salir de allí cuanto antes.

No quería volver a envainar la espada porque estaba sucia de los fluidos corporales del Escarabajo de Oro.

Me pregunté cuántos seres análogos habitaban los corredores y las cavernas próximos a los túneles de los Reyes Sacerdotes.

La túnica de plástico que usaba no me ofrecía una superficie absorbente en donde poder limpiar la hoja de la espada.

Posé los ojos en Vika de Treve. Aún no me había ayudado en nada.

Arranqué un pedazo de tela de su vestido, y con él me limpié las manos y la espada.

Ahora, lo que importaba era sacarla de los túneles, buscarle un lugar donde pudiese refugiarse segura, y darle tiempo para que se disiparan los efectos del veneno del Escarabajo de Oro.

¿Dónde podría encontrar un lugar así?

A esas horas, Sarm seguramente ya sabría que me había negado a matar a Misk, y el Nido no era un lugar seguro para mí, ni para nadie que estuviese relacionado conmigo.

Me agradara o no, mi actitud me había volcado del lado de Misk.