—La mantendré con alimento y agua abundante —dijo el individuo.
Entonces, Vika se volvió súbitamente, de espaldas a la caja de plástico, las manos apoyadas en la superficie del recipiente.
—Te lo ruego, Cabot —dijo—, no me dejes aquí.
—Aquí te quedarás —respondí.
Meneó lentamente la cabeza. —No, Cabot —dijo—, por favor.
Había tomado mí decisión, y no deseaba discutir con la muchacha, de modo que no respondí.
De pronto, cayó de rodillas, y con los ojos llenos de lágrimas extendió las manos hacia mí. —Mira, guerrero de Ko-ro-ba —dijo—, una mujer de la casta superior de la alta ciudad de Treve se arrodilla ante ti y te ruega que no la dejes en este sitio.
—Veo a mis pies —dije— sólo una esclava. Y aquí se quedará.
—No, no —exclamó Vika.
—He tomado mi decisión —dije.
—En realidad, es bastante bella —dijo el jefe, modificando su juicio anterior.
—Sí, bastante bella —confirmé.
—Es notable cómo mejora una hembra mul cuando se la viste bien y se afeitan esos hilos que parecen gusanos —observó el jefe.
—Sí —dije—, de veras es sorprendente.
Vika inclinó la cabeza hacia el suelo, y gimió.
—¿Hay otra llave? —pregunté al jefe.
—No.
—¿Y si pierdo ésta? —pregunté.
—El plástico de la caja —explicó el jefe— es el que se utiliza en las jaulas, y la cerradura es especial, por lo tanto, será mejor que no la pierdas.
—¿Pero si así fuera?
—Creo que podríamos abrir la caja con soplete —dijo el jefe.
—Comprendo. ¿Ocurrió alguna vez? —pregunté.
—Una sola vez —dijo el jefe—, y tardamos varios meses; pero no hay peligro porque podemos introducir desde afuera alimento y agua.
—Muy bien.
—Además —dijo el jefe—; jamás se pierde una llave. En el Nido nada se pierde. Se echó a reír. Ni siquiera un mul.
Entré en la caja, y examiné los recipientes de hongos.
Ahora, Vika se había incorporado, y se enjugaba los ojos con la mano.
—Cabot, no puedes abandonarme aquí —dijo, como si estuviera muy segura de lo que afirmaba.
—¿Por qué no?
Me miró. —Por otra parte —dijo—, te pertenezco.
—Creo que mi propiedad está segura aquí.
—Bromeas.
Me miró mientras yo alzaba las tapas de los recipientes de hongos. Las sustancias contenidas en ellos parecían frescas y de buena calidad.
—¿Qué hay en esos recipientes? —preguntó.
—Hongos.
—¿Para qué?
—Para comerlos.
—Jamás. Prefiero morir de hambre.
—Ya los comerás —dije—, cuando tengas suficiente apetito.
Vika me miró un momento, horrorizada, y después se echó a reír. Se apoyó contra el costado de la caja, incapaz de contener la risa. —¡Oh, Cabot! —exclamó aliviada—, cuánto miedo tuve. —Se acercó a mí y suavemente apoyó su mano sobre mi brazo. —Ahora comprendo —dijo, casi llorando de alivio—, pero me atemorizaste.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
Se echó a reír. —¡Nada menos que hongos! —gimió.
—No son tan malos cuando te acostumbras —dije—, y por otra parte, tampoco son muy agradables.
Meneó la cabeza. —Por favor, Cabot —dijo—, tu broma ha llegado demasiado lejos —sonrió—. Ten compasión —dijo—, si no de Vika de Treve... por lo menos de una pobre joven que no es más que tu esclava.
—No estoy bromeando —contesté.
No me creyó.
Examiné el tubo de píldoras y la jarra invertida de agua. —Aquí no existen los lujos del Nido que se te ofrecían en tu cámara —dije—, pero creo que te arreglarás bastante bien.
—Cabot —dijo—, ¡por favor!
Me volví hacia el jefe. —Habrá que darle todas las noches doble ración de sal —dije.
—Muy bien —replicó.
—¿Le explicarás el asunto de los lavados? —pregunté.
—Por supuesto —dijo—, y los ejercicios.
Vika se acercó por detrás y me rodeó con sus brazos. Me besó la nuca. Se rió por lo bajo. —Ya bromeaste bastante, Cabot —dijo—, ahora salgamos de aquí, porque este lugar no me agrada.
En la caja no había musgo escarlata, sino una estera de paja a un costado. Era mejor que la que ella tenía en su propia cámara.
Me acerqué a la puerta y Vika, tomada de mi brazo sonreía y me miraba en los ojos, mientras me acompañaba.
En la puerta me detuve, y como ella intentó pasar se lo impedí con el brazo.
—No —dije—, te quedarás aquí.
—Bromeas.
—No —insistí—, no bromeo. Y suelta mi brazo.
—No querrás abandonarme aquí —dijo, meneando la cabeza—. No, no puedes... no puedes abandonar así a Vika de Treve. —Rió y me miró a los ojos. —No lo permitiré.
—¿No me lo permitirás? —pregunté.
Mi voz era la voz del amo goreano.
Me soltó el brazo y retrocedió un paso, temblorosa, con una expresión de temor. Había palidecido intensamente.
Desconcertada, me miró, con lágrimas en los ojos. —Golpéame si lo deseas —rogó—, pero por favor... llévame contigo.
—Te dije que ya había tomado una decisión.
—Pero amo, puedes cambiar tu decisión por mí —insistió.
—No lo haré.
Vika trató de contener las lágrimas. Me pregunté si era la primera vez en su vida que en un asunto importante para ella no se salía con la suya.
—¿Puedo hacerte una pregunta, amo? —preguntó.
—Sí.
—¿Por qué tengo que quedarme aquí?
—Porque no confío en ti.
—Oh, Cabot —gimió—, Cabot...
Sin decir una palabra más, salí de la habitación.
Vika meneó lentamente la cabeza y miró alrededor, incrédula... la estera, el jarro de agua, los recipientes a lo largo de la pared.
Alcé una mano para cerrar la puerta de plástico.
El gesto pareció despertar a Vika, y todo su cuerpo tembló de pronto con el pánico de un hermoso animal atrapado.
—¡No! —gritó—. ¡Por favor, amo!
Corrió hacia mis brazos. La sostuve un momento y la besé, y sus labios se unieron con los míos, húmedos y cálidos dulces, ardientes y salados a causa de las lágrimas que había derramado, y después la aparté de mí, y cayó cerca de la caja, contra la pared. Se volvió para mirarme, apoyada en las manos y las rodillas. Meneó la cabeza, como negándose a creer lo que le ocurría. Alzó las manos hacia mí.
—No, Cabot —dijo—. No.
Cerré la puerta de plástico y la aseguré. Moví la llave en la cerradura y oí el golpe firme y seco del mecanismo.
Vika de Treve era mi prisionera.
Con un grito se incorporó y se arrojó contra la pared de la caja, golpeando salvajemente con sus pequeños puños. —¡Amo! ¡Amo!
Metí la llave en el bolso de cuero, y me lo colgué del cuello.
—Adiós, Vika de Treve —dije.
Dejó de golpear la división de plástico, y me miró fijamente, el rostro surcado de lágrimas.
Después, me asombró ver que sonreía, enjugaba una lágrima, y meneaba la cabeza, sonriendo ante el absurdo de su propia reacción.
—De veras te marchas —dijo.
—Sí —contesté.
—Sabía —dijo— que en realidad era tu esclava, pero hasta ahora no he sabido que en realidad eras mi amo. Me miró a través del plástico transparente, conmovida. —Es extraño sentir —continuó— y saber que alguien es realmente nuestro amo, saber que sólo él tiene derecho a hacer con una lo que le plazca, pero que nuestra voluntad no cuenta, que una es impotente y debe y quiere hacer lo que él manda, porque es necesario obedecer.
De pronto, Vika me sonrió. —Es bueno pertenecerte, Tarl Cabot —dijo—, me agrada pertenecerte.
—No comprendo —dije.
—Soy mujer —dijo—, y eres hombre, y eres más fuerte que yo, y soy tuya, algo que tú sabías y que ahora también yo aprendí.
Vika inclinó la cabeza. —En el fondo de su corazón —dijo Vika— la mujer siempre desea soportar las cadenas un hombre.