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Después de recorrer algunos metros, encontré uno que me pareció apropiado. Detuve el disco a medio pasang de distancia, y lo dejé cerca, de un portal abierto, por donde entraban y salían muchos muls con cubos de plástico y enormes palas de madera.

Volví caminando al tubo, retiré la reja que lo cubría, me deslicé en su interior y poco después avanzaba rápidamente por el sistema de ventilación, en dirección a la Cámara de la Madre.

De tanto en tanto miraba por las aberturas laterales; por una de ellas pude ver que ya me hallaba detrás de la barricada de acero con su Rey Sacerdote de guardia.

No se oía nada que indicara la celebración de la Fiesta de Tola, pero no tuve mayor dificultad para encontrar la escena de la celebración, pues pronto hallé un conducto saturado de aromas extraños y penetrantes, los mismos que según me había señalado Misk eran considerados muy atractivos por los Reyes Sacerdotes.

Seguí la dirección de dichos olores, y pronto me encontré espiando el interior de una inmensa cámara. El techo estaba a sólo treinta metros más o menos, pero el largo y el ancho eran considerables, y el lugar estaba ocupado por muchos Reyes Sacerdotes, adornados con guirnaldas verdes que les colgaban del cuello, y collares relucientes que representaban minúsculas herramientas de plata.

En el Nido habría un millar de Reyes Sacerdotes e imaginé que formaban casi toda la población del mismo; quizá faltaran los que obligadamente tenían que montar guardia en algunos lugares clave.

Los Reyes Sacerdotes se mantenían inmóviles, formando un enorme círculo y distribuidos en sucesivas hileras que se extendían concéntricas, como rodeando el escenario de un anfiteatro. A un costado, había cuatro Reyes Sacerdotes, que manipulaban las perillas de un gran artefacto productor de olores. En cada lado del artefacto habría como un centenar de perillas, y los cuatro ejecutantes maniobraban el artefacto con considerable virtuosismo, y tocaban diferentes perillas en una complicada sucesión de movimientos.

Las antenas de los mil Reyes Sacerdotes parecían casi inmóviles, tan atentos estaban a la belleza de su música. Me adelanté y vi, sobre una plataforma elevada en un extremo de la sala, a la Madre.

Durante un momento no supe si estaba viva o muerta.

Sin duda, pertenecía a la especie de los Reyes Sacerdotes, y ahora carecía de alas, pero el rasgo más notable era el fantástico volumen del abdomen. La cabeza era un poco más grande que la de un Rey Sacerdote común, y lo mismo podía decirse del tórax, pero el tronco estaba unido a un abdomen lleno de huevos, y esa parte apenas era menor que un autobús urbano. Pero ahora, ese abdomen monstruoso, medio fláccido y arrugado, ya no mostraba la superficie flexible y tensa que sin duda había tenido antes, y parecía un saco vacío de cuero color castaño muy antiguo y manchado.

Pese a que el abdomen estaba hueco, las patas no podían sostener el peso, y la Madre yacía sobre el estrado, las patas traseras plegadas bajo el cuerpo.

La coloración no era la propia a un Rey Sacerdote normal, sino más oscura, más pardusca, y aquí y allá se veían manchas oscuras que descoloraban el tórax y el abdomen.

Las antenas no estaban alertas, y parecían muy rígidas, invertidas sobre su cabeza.

Los ojos, mortecinos y oscuros.

Tenía frente a mí a una criatura muy antigua: la Madre del Nido.

Era difícil imaginarla, muchas generaciones antes, con alas doradas, volando por los aires, en el cielo azul de Gor.

No vi al macho, al Padre del Nido, e imaginé que había muerto, o había vivido poco después del apareamiento. Me pregunté si él la habría ayudado, o si por sí sola ella había descendido a tierra para desprenderse de las alas y hundirse bajo las montañas, e iniciar el trabajo solitario de la Madre, es decir la creación del Nuevo Nido.

También me pregunté por qué no habían tenido más hembras.

Si Sarm las había destruido, ¿cómo era posible que la Madre no se hubiese enterado y ordenado que destruyesen a su hijo? ¿O era ella quien deseaba que no hubiese otras?

Pero si eso era cierto, ¿cómo podía haber sido cómplice de los planes de Misk para perpetuar la raza de los Reyes Sacerdotes?

Mientras los músicos continuaban produciendo sus ritmos rapsódicos de aromas, un Rey Sacerdote por vez, uno tras otro, avanzaba lentamente y se aproximaba a la plataforma de la Madre.

Allí, de un gran cuenco dorado de un metro y medio de profundidad y un diámetro quizá de seis o siete metros, depositado sobre un pesado trípode, extraía un poco de cierto líquido blancuzco, sin duda el Gur, y se lo ponían en su boca.

Después, se aproximaba a la Madre y con movimientos muy lentos inclinaba la cabeza y la tocaba con sus antenas. La Madre a su vez acercaba la suya, y entonces, con movimientos muy precisos pero leves, él depositaba una minúscula gota del precioso fluido en la boca de la Madre. Luego se retiraba y regresaba a su lugar, donde adoptaba la misma postura inmóvil que había observado antes.

Había dado Gur a la Madre.

Entonces no lo sabía, pero después aprendí que el Gur es un producto secretado inicialmente por grandes artrópodos grises de forma hemisférica, animales domesticados que por las mañanas van a pastorear en lugares donde crecen plantas especiales, cultivadas con el exclusivo propósito de alimentarlos, y de noche retornan a los establos donde los ordeñan los muls. El Gur especial usado en la Fiesta de Tola se conserva durante semanas en los estómagos sociales de Reyes Sacerdotes elegidos especialmente. Esa costumbre implicaba la frase que yo había oído varias veces: “Retener el Gur”.

En vista del número de Reyes Sacerdotes y del tiempo que cada uno necesitaba para dar Gur a la Madre, supuse que la ceremonia había comenzado varias horas antes.

Ya me había familiarizado con la asombrosa paciencia que caracterizaba a los Reyes Sacerdotes, y no me sorprendió la inmovilidad casi total de los que esperaban su turno. Pero ahora comprendí, mientras observaba el temblor leve y casi absorto de las antenas que respondían a la música olorosa, que esta no era una mera demostración de paciencia, sino un momento de exaltación, una concentración de todas las fuerzas del Nido, la rememoración de sus orígenes comunes y su historia compartida, la conciencia de su propio ser, los únicos que podían denominarse Reyes Sacerdotes en todo el universo.

Sarm había dicho que el Nido era eterno.

Pero en la plataforma a la que se acercaban esas criaturas doradas yacía la Madre, quizá ciega, casi insensible, el enorme y débil ser al que todos reverenciaban: una pobre criatura, pardusca, arrugada, el cuerpo enorme al fin agostado y vacío.

Pensé que se aproximaba la muerte de los Reyes Sacerdotes.

Traté de distinguir a Sarm y a Misk en las filas de doradas criaturas.

Una hora después, cuando me pareció que la ceremonia se aproximaba a su fin, los divisé casi al mismo tiempo.

Las filas de Reyes Sacerdotes se separaron para formar un corredor en mitad de la cámara, y por ese camino descendieron juntos Sarm y Misk.

Quizás fuera la culminación de la Fiesta de Tola, la entrega de Gur por los principales Reyes Sacerdotes, el Primogénito y el Quintogénito, Sarm y Misk.

Por supuesto, Misk no tenía la corona de hojas verdes ni colgaba de su cuello la cadena de minúsculas herramientas.

Si Sarm se sentía desconcertado de ver a Misk, a quien creía muerto, en todo caso no mostró signos de inquietud. Los dos Reyes Sacerdotes se aproximaron a la Madre, y observé que Misk se acercaba, adelantaba la boca al gran cuenco dorado sobre el trípode, y después se aproximaba a la Madre.

Entregó su Gur, con idéntica suavidad que habían demostrado quienes lo habían precedido, y después retrocedió.

Ahora Sarm, el Primogénito, se aproximó a la Madre y también él hundió las mandíbulas en el cuenco dorado y se acercó a la criatura inmóvil y apoyó suavemente las antenas sobre la cabeza de la Madre, y de nuevo ella se movió apenas, pero esta vez pareció que después de un primer contacto retraía las antenas.