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La nave de Sarm se aproximó y un instante después un edificio que estaba a mi izquierda pareció volar por los aires y convertirse en polvo.

Elevé mi nave hasta colocarme bajo el vientre de la embarcación enemiga, tan cerca que no podría usar contra mí su cono desintegrador. Pero entonces vi que la segunda nave de Sarm viraba lentamente, para describir un círculo alrededor de su compañera.

Me pareció increíble, pero lo que veían mis ojos era cierto: la segunda nave apuntaba con su cono a la primera. La nave que estaba sobre mí pareció temblar y trató de virar y huir; y después, como si hubiese comprendido la inutilidad del intento, se volvió de nuevo y apuntó su propio cono sobre la compañera.

Descendí casi hasta el nivel del suelo, apenas un instante antes de que la nave que estaba sobre mí explotase silenciosamente formando una nube de polvo metálico, que resplandecía en la luz de los bulbos de energía.

La segunda nave comenzó a maniobrar y su cono desintegrador me apuntó implacable. Comprendí que no tenía salvación. De pronto, una mitad de mi nave se desintegró en el aire, y la otra mitad cayó al suelo de la calle, entre dos edificios. Pero en el último instante conseguí apoderarme del tubo de plata y salté a la cubierta de la nave enemiga.

Apoyándome en las manos y las rodillas me acerqué a la escotilla, y traté de abrirla. Estaba cerrada.

La nave comenzó a inclinarse lateralmente. Quizás los pilotos habían oído el ruido provocado por los restos que chocaban contra las paredes de su nave, y estaban inclinando el artefacto de modo que los fragmentos cayeran a la calle; o tal vez habían advertido mi presencia.

Acerqué el borde de plata a los goznes de la escotilla, y oprimí el disparador.

El tubo estaba casi vacío, pero el disparo a corta distancia consiguió fundir los goznes.

Abrí la escotilla y me dejé caer, en una mano el tubo de plata y la otra aferrada del reborde, mientras la nave se inclinaba a un costado. La nave había invertido su posición, y yo estaba de pie sobre su techo; pero después volvió a enderezarse, y recuperé el tubo de plata. El interior de la nave estaba en sombras, porque sus únicos ocupantes eran Reyes Sacerdotes, pero la escotilla abierta permitía que entrara un poco de luz.

Se abrió una puerta y apareció un Rey Sacerdote, desconcertado al ver la escotilla abierta.

Oprimí el disparador del tubo de plata y brotó un disparo corto y débil, pero el cuerpo dorado Rey Sacerdote se ennegreció, fue a golpear la pared compartimento y finalmente se desplomó.

Otro Rey Sacerdote siguió al primero, y volví a presionar el disparador, pero esta vez sin ningún resultado.

En la semioscuridad vi enroscarse las antenas del recién llegado. Le arrojé el tubo inútil, que rebotó contra su tórax.

Abrió y cerró una vez las enormes mandíbulas. Las proyecciones afiladas de los apéndices aparecieron bruscamente.

Alcé la espada, de la cual no me había desprendido un solo instante, y después de emitir el grito de guerra de Ko-ro-ba me abalancé sobre mi enemigo, pero en el último instante me arrojé al suelo, esquivando los salientes afilados, y descargué la espada sobre los apéndices posteriores del Rey Sacerdote.

Mi antagonista emitió una bocanada de olor, el equivalente a un grito súbito, y se inclinó a un costado y trató de aferrarme con sus apéndices.

Salté, aprovechando el espacio entre los discos afilados, y hundí la espada en su cráneo.

Comenzó a temblar y retrocedió.

De modo que así podía matarse a un Rey Sacerdote. La cuestión era infligir una herida mortal a la red de ganglios.

Entonces, como si yo hubiera sido su mul favorito, el Rey Sacerdote extendió hacia mí sus antenas. El gesto me pareció lamentable. ¿Deseaba que le peinase las antenas? ¿Significaba que el dolor lo enloquecía?

Permanecí de pie, sin comprender la actitud de mi antagonista, y de pronto el Rey Sacerdote apoyó las antenas en el filo de mi espada y de ese modo las cortó. Un momento después, sumergido en el mundo de su propio dolor, se desplomó sobre el suelo de acero de la nave. Había muerto.

Comprobé que la nave estaba tripulada sólo por dos Reyes Sacerdotes; probablemente uno en los controles y el otro con el arma. Todo estaba a oscuras; la única luz provenía de la escotilla abierta. De todos modos, avanzando a tientas, conseguí acercarme a los controles.

Allí descubrí, complacido, la existencia de dos tubos de plata, completamente cargados.

Busqué un lugar del techo donde no hubiera aparatos de control y dirigí un disparo; de ese modo, abrí un agujero en la nave, por donde pudo entrar un poco de luz.

Estaba en condiciones de examinar los controles.

Encontré muchas agujas, llaves, botones y diales, y de cada uno se desprendía un olor específico; pero todo eso no tenía mucho sentido para mí. En mi nave los controles habían sido diseñados para una criatura que usara principalmente los ojos. De todos modos, conseguí identificar la esfera de navegación, mediante la cual se elige determinada dirección a partir de un punto; y también hallé los diales que regulaban la altura y la velocidad. Puesto que no podía determinar con exactitud el rumbo, ni usar los instrumentos de los Reyes Sacerdotes sin perforar más orificios en la nave, con lo cual quizá podía provocar un incendio o una explosión, decidí abandonarla. No me agradaba la idea de retornar con ella por el túnel. Más aún; si lograba llevarla al Complejo del Nido, era probable que Misk la destruyese apenas alcanzara a verla. Por lo tanto, me pareció más seguro abandonar el artefacto, buscar un conducto de ventilación y regresar por ese camino a la región dominada por Misk.

Salí de la nave por la escotilla, y me dejé caer al suelo.

Los edificios del complejo estaban desiertos.

Examiné las calles vacías, las ventanas, el silencio del complejo otrora tan activo.

Me pareció oír un ruido, y durante un rato presté atención, pero no ocurrió nada.

Tenía la sensación de que me seguían.

De pronto oí una voz mecánica:

—Tarl Cabot, eres mi prisionero.

Me volví bruscamente, el tubo de plata preparado para disparar.

Percibí un extraño olor antes de presionar el disparador del tubo. A pocos metros de distancia estaba Sarm, detrás Parp, el individuo cuyos ojos me habían parecido discos de cobre.

Aunque tenía el dedo sobre el disparador, no pude moverlo.

—Ha sido bien anestesiado —dijo la voz de Parp.

Caí a los pies de mis dos enemigos.

30. El plan de Sarm

—Has sido implantado.

Las palabras me llegaron confusas y lejanas, y traté moverme pero no pude hacerlo.

Abrí los ojos, y vi los ojos siniestros del regordete Parp. Detrás, una batería de bulbos de energía, que parecían quemarme los ojos. A un costado, un Rey Sacerdote pardusco, muy delgado y angular, en apariencia bastante anciano, si bien sus antenas estaban tan alertas como las de cualquiera de las criaturas doradas.

Me encontraba con los brazos y las piernas asegurados una ancha plataforma montada sobre ruedas; el cuello y la cintura estaban inmovilizados del mismo modo.

—Te presento al Rey Sacerdote Kusk —dijo Parp, y con un gesto indicó a la figura alta y angular que tenía al lado.

De modo que éste era el biólogo de más elevada jerarquía en el Nido, el que había creado a Al-Ka y Ba-Ta.

Examiné la habitación, moviendo con dificultad la cabeza.

Era una suerte de sala de operaciones, y había muchos instrumentos, e hileras de delicados cuchillos y tenazas.

—Yo soy Tarl Cabot, de Ko-ro-ba —dije con voz débil, como si hubiera querido tener la certeza de mi propia identidad.

—Ya no —sonrió Parp—. Ahora tienes el honor de ser como yo una criatura de los Reyes Sacerdotes.

—Fuiste implantado —dijo la voz que brotó del traductor de la figura alta que estaba al lado de Parp.

Comprendí que habían introducido en los tejidos de mi cerebro una de las redes de control que podían operarse desde la Cámara de Observación de los Reyes Sacerdotes. Recordé al hombre de Ar, a quien había visto hacía mucho en el solitario camino que lleva a Ko-ro-ba, que se había visto forzado a obedecer las señales de los Reyes Sacerdotes, y al que habían destruido, cuando quiso rebelarse, quemándole el interior del cráneo.