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Me horrorizó la idea de encontrarme en esa misma situación, bajo el control de los Reyes Sacerdotes. Pero sobre todo temí que me usaran para perjudicar a Misk y a mis amigos. Tal vez decidieran devolverme a mi bando, con el fin de que los espiase y desorganizara sus planes, e incluso hasta con la orden de matar a Misk. Me estremecí, horrorizado, mientras Parp sonreía alegremente. Hubiera deseado estrangularlo.

—¿Quién hizo esto? —pregunté.

—Yo —contestó Parp—. La operación no es tan difícil como podría creerse, y la ejecuté muchas veces.

—Es miembro de la Casta de los Médicos —explicó Kusk—, y su destreza manual es superior incluso a la de los Reyes Sacerdotes.

—¿De qué ciudad viene? —pregunté.

Parp me miró atentamente:

—De Treve —dijo.

Pensé que quizá el suicidio era la única salida que se me ofrecía. Kusk, que era una criatura sabia, y que quizá conocía la psicología de los humanos, se volvió hacia Parp.

—No debe permitírsele que acabe con su propia vida antes de que activemos la red de control —dijo.

—Por supuesto —convino Parp.

Parp sacó de la habitación la plataforma sobre la cual yo estaba acostado.

—Eres hombre —le dije—. Mátame.

Se limitó a reír.

Mi cárcel era un disco de goma, de unos treinta centímetros de espesor y alrededor de tres metros de diámetro. En el centro del disco, un anillo de hierro. A ese anillo estaba asegurada una gruesa cadena que terminaba en collar metálico cerrado alrededor de mi cuello. Además tenia esposados los tobillos y las muñecas.

El disco había sido depositado en la sala de mando de Sarm, y creo que él se sentía complacido de tenerme allí. A veces se acercaba para vanagloriarse del éxito de sus planes y tácticas de batalla.

Vi que el apéndice que yo le había cortado con la espada en la cámara de la Madre había vuelto a crecer.

—Otro factor de superioridad de los Reyes Sacerdotes sobre los humanos —dijo enroscando las antenas.

Pasé muchos días, dominado por una furia impotente, arrodillado o acostado, en ese disco que era mi prisión, mientras a cierta distancia se libraban batallas sucesivas.

No sé por qué, Sarm aún no había activado la llave de control, y tampoco me había impartido órdenes.

La criatura Parp pasaba mucho tiempo en la sala de mando, fumando su pequeña pipa, y encendiéndola a cada momento con el minúsculo encendedor de plata que la primera vez yo había confundido con un arma.

En esa guerra ya no se usaba la destrucción gravitatoria. Se comprobó que Misk, que nunca había confiado en Sarm, había preparado sus propias armas de destrucción, las que no habría usado si Sarm no hubiese dado el ejemplo. Pero ahora que las fuerzas de Misk poseían armas análogas, el temor indujo a Sarm a abstenerse.

Pude saber que en el Nido se utilizaban flotillas de diferentes naves, algunas construidas por los hombres de Misk, y también discos blindados que empleaban las fuerzas de Sarm. En general, las naves de los antagonistas tendían a neutralizarse, y la guerra en el aire, lejos de ser decisiva, como Misk y yo habíamos creído, comenzaba a prolongarse sin resultados definidos.

Poco después del fracaso del arma gravitatoria, Sarm había ordenado que se arrojasen organismos productores de enfermedades en el sector de Misk. Pero la higiene habitual de los Reyes Sacerdotes y los muls, unida al empleo de rayos bactericidas, liquidaron la nueva amenaza.

Pero el recurso más perverso, por lo menos para la mente de un Rey Sacerdote, fue la liberación de los Escarabajos de Oro, que comenzaron a merodear en los diferentes túneles del Nido. Estos, en un número aproximado a los doscientos, fueron llevados a los sectores del Nido controlados por Misk y sus fuerzas.

La secreción de los pelos del Escarabajo de Oro, que tanto me había molestado en el ambiente viciado del túnel, al parecer tiene un efecto intenso e incomprensible sobre las antenas tan sensibles de los Reyes Sacerdotes, y los induce a acercarse —como si estuviesen hipnotizados—, a las mandíbulas del escarabajo, el cual penetra con sus apéndices huecos en el cuerpo de la víctima y la mata extrayéndole todos los fluidos corporales.

Así, todos los Reyes Sacerdotes de Misk comenzaron a abandonar sus escondrijos, y entregarse inermes a la voracidad de los escarabajos. De pronto una mujer valerosa, que antes había sido mul, comprendió la situación y apoderándose de una picana de las que utilizaban los cuidadores de los rebaños, había atacado a los escarabajos, y pinchándolos y golpeándolos los había obligado a volverse y a huir por donde habían venido.

Ahora, los escarabajos merodeaban por todo el Nido, y representaban una amenaza más grave para las fuerzas de Sarm que para las de Misk, porque ninguno de los Reyes Sacerdotes de Misk se aventuraba a salir si no iba acompañado por un humano que lo protegiera en caso de que apareciera un Escarabajo de Oro.

Durante los días siguientes los Escarabajos de Oro comenzaron a derivar hacia los sectores del Nido ocupados por los Reyes Sacerdotes de Sarm, porque allí no tropezaban con humanos que los espantasen a gritos y golpes de picana.

Los Escarabajos de Oro obligaron a Sarm a volverse hacia los humanos para pedir ayuda. En efecto, en las áreas bien ventiladas del Nido los humanos son relativamente inmunes al olor narcótico de la cabellera del escarabajo, que al parecer es abrumador para el aparato sensorial de los Reyes Sacerdotes.

Por lo tanto, Sarm difundió en todo el Nido la noticia de que otorgaba una amnistía general a antiguos muls, y que les ofrecía la oportunidad de convertirse en esclavos de los Reyes Sacerdotes. A esto agregó una oferta irresistible: un tubo de sal por hombre y dos hembras muls, las que serían entregadas después de la derrota de las fuerzas de Misk. A las hembras de las fuerzas de Misk les ofreció oro, joyas, hermosas sedas, el permiso para dejarse crecer los cabellos y esclavos varones; estos últimos también serían entregados después de la derrota de las fuerzas de Misk.

No hubiera debido sorprenderme, pero me impresionó el hecho de que el primer desertor de las fuerzas de Misk fuese precisamente la traicionera de Vika.

Tuve la primera noticia del hecho cuando una mañana me despertó el áspero latigazo de una correa de cuero.

—¡Despierta, esclavo! —gritó una voz.

Con un grito de cólera me incorporé, luchando dentro del collar de metal que me sujetaba. El látigo me golpeó varias veces, manejado por la mano enguantada de una muchacha.

Entonces, oí su risa y comprendí quién era mi torturadora.

La mujer que estaba frente a mí, manejando el látigo, la mujer ataviada con hermosas sedas, calzada con sandalias doradas y las manos protegidas por guantes púrpura, era Vika de Treve.

Volvió a golpearme.

—Ahora —silbó entre dientes— soy el Amo.

—No me equivoqué contigo —dije—. Abrigaba la esperanza de que no fuera así.

El rostro se le deformó a causa de la cólera, y de nuevo me golpeó, esta vez en el rostro.

—No lo lastimes gravemente —dijo Sarm, que estaba al lado de Vika.

—¡Es mi esclavo! —dijo la joven.

—Te lo entregaremos sólo después de la victoria —dijo Sarm—. Entretanto, lo necesito.

—Muy bien —contestó Vika—. Puedo esperar. Pero tú pagarás por lo que me hiciste. Pagarás como sólo yo, Vika de Treve, consigo que los hombres paguen.

Vika se volvió irritada y sin más palabras abandonó la sala del cuartel general.

Sarm se acercó a mí. —Ya lo ves, mul —dijo—, cómo los Reyes Sacerdotes usan contra ellos mismos los instintos humanos.

—Sí —dije—, ya lo veo.