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Misk se detuvo, y nosotros hicimos lo mismo.

Reanudamos la marcha, y mientras él aún estaba fuera del alcance del tubo de plata de Sarm, pero ya podía oírme, corrí hacia adelante, con los brazos en alto. —¡Vuelve! —grité—. ¡Es una trampa! ¡Vuelve!

Misk se detuvo. Oí detrás del traductor de Sarm:

—Mul, por esto que hiciste morirás.

Me volví y vi a Sarm con el cuerpo contorsionado por la cólera. —Muere, mul —dijo Sarm.

Pero yo me mantenía de pie, sereno e ileso, frente a él.

Sarm comprendió inmediatamente que había sido engañado, y arrojó lejos la caja de control. Había decidido apelar al tubo de plata.

Todos mis músculos se pusieron en tensión, esperando el golpe súbito de la andanada, ese torrente incandescente, que me destruiría.

Oprimió el disparador, pero el tubo no produjo ningún disparo. De nuevo, desesperado, Sarm accionó el arma.

—¡No dispara! —dijo la voz del traductor de Sarm, y todo su rostro expresaba asombro.

—No —exclamó Vika—, lo descargué esta mañana.

La joven corrió hacia mí, y de sus sedas de muchos colores surgió mi espada, y Vika se arrodilló ante mí, inclinó la cabeza y depositó el arma en mis manos. —¡Cabot, mi amo! —exclamó.

Acepté la espada.

—Levántate —dije—, Vika de Treve... Ahora eres una mujer libre.

—No comprendo —repitió el traductor de Sarm.

—¡Vine aquí para ver triunfar a mi amo! —gritó Vika de Treve, con voz conmovida.

—Por eso has perdido la batalla —dije.

Sarm me arrojó a la cabeza el tubo de plata, y yo lo esquivé. Después, vi sorprendido cómo Sarm se volvía, y aunque yo no era más que un ser humano, él huía de la plaza.

Vika estaba en mis brazos, sollozando.

Un momento después Misk regresó con nosotros.

La guerra había concluido.

Sarm desapareció, y así se derrumbó la oposición a Misk. Los Reyes Sacerdotes que lo habían seguido, en general habían creído que esa actitud era necesaria para salvar el Nido. Pero ahora, con la desaparición de Sarm, Misk, aunque era sólo el Quintogénito, representaba la más elevada jerarquía, y por lo tanto todos le debían fidelidad.

Durante los últimos cinco días Misk y yo habíamos tratado de decidir cómo organizaríamos el Nido una vez concluida la guerra. En primer lugar, era necesario restablecer los servicios y su capacidad para asegurar la vida de los Reyes Sacerdotes y los humanos. El problema más difícil era crear un sistema político que permitiese que dos especies tan diferentes habitaran en paz en el mismo lugar. Misk estaba dispuesto a que los humanos tuviesen voz en los asuntos del Nido; y también a permitir el retorno a sus ciudades de aquellos que no desearan permanecer en el Nido.

Estábamos discutiendo estos asuntos cuando de pronto todo el suelo del compartimento pareció temblar y resquebrajarse.

—¡Un terremoto! —exclamé.

—Sarm no ha muerto —dijo Misk—. Llegó el estrépito lejano de los edificios que comenzaban a derrumbarse. Quiere destruir el Nido —afirmó Misk—, y quizá desintegrar el planeta.

—¿Dónde está? —pregunté.

—En la Planta de Energía —contestó Misk.

Avancé entre los escombros y ascendí al primer disco de transporte que pude hallar. Aunque el camino que el artefacto debía seguir estaba interrumpido y sembrado de escombros, el colchón de gas sobre el cual el disco se desplazaba le permitía esquivar los obstáculos y avanzar sin interrupción.

Poco después llegué a la Planta de Energía, descendí del disco y corrí hacia las puertas. Estaban cerradas con llave, pero en pocos minutos encontré un conducto de ventilación y arranqué la reja que cerraba el paso. Después de recorrer el conducto, de un puntapié eliminé otra reja, y descendí a la gran sala abovedada de la Planta de Energía. Allí no encontré a Sarm. Me acerqué a las puertas de la cámara central, y con un empujón de todo mi cuerpo conseguí abrirlas. Ahora, Misk y sus ingenieros podrían entrar en la habitación. Apenas acababa de asomar la cabeza cuando un chorro de fuego de un tubo de plata calcinó la puerta, pocos centímetros sobre mi cabeza. Alcé los ojos y vi a Sarm en el angosto pasaje que se elevaba alrededor de la gran cúpula azul que era la cubierta de la fuente de energía. Otro impacto de fuego tocó la puerta, esta vez más cerca, y envió al suelo un chorro de metal fundido. Corrí en zigzag esquivando los disparos, y llegué al costado de la cúpula, de tal modo que Sarm, que estaba a varios metros más arriba, no podía alcanzarme con su fuego.

Desde allí, alcanzaba a verlo, a un costado de la cúpula azul que cubría la fuente de energía —una figura dorada en la estrecha pasarela que estaba cerca de la cima—. Me disparó, pero sólo consiguió practicar un orificio en la cúpula, dejando al descubierto la fuente de energía, y el mismo chorro de energía destruyó el sector de la cúpula detrás de la cual yo me había refugiado. Un segundo disparo agravó el daño, de modo que cambié de posición. Ahora, Sarm pareció desinteresarse de mí, quizá porque creía que estaba muerto, y más probablemente para conservar la carga del tubo de plata, destinada a fines más importantes.

En efecto, comenzó a destruir metódicamente los paneles desplegados frente a la cúpula, y destrozó un área tras otra. Mientras estaba en eso, todo el Nido parecía conmoverse, y de los paneles brotaban lenguas de fuego. Después, disparó una andanada directamente a la fuente de energía, y ésta comenzó a agitarse y a emitir chorros de fuego púrpura que casi alcanzaban el orificio practicado por Sarm en la esfera. A un costado apareció una imprecisa forma dorada, uno de los Escarabajos, que sin duda confundido y aterrorizado había entrado en la Planta de Energía procedente de uno de los túneles, a través de la puerta que yo había abierto para Misk y su gente. ¿Dónde estaban? Cabía presumir que los túneles se habían derrumbado, y que ahora Misk y sus Reyes Sacerdotes trataban de abrirse paso para llegar a la Cámara de la Planta de Energía.

Sarm continuaba disparando largas andanadas de fuego a los paneles distribuidos en los muros, sin duda para destruir los instrumentos.

Abandoné mi refugio y corrí hacia la pasarela. Poco después estaba subiendo por el estrecho sendero que rodeaba la superficie del globo, el mismo que ahora apenas contenía la furia frenética y burbujeante de la fuente de energía.

Ascendí rápidamente por el angosto camino, y pronto pude ver la figura de Sarm, que se recortaba en la cima misma de la cúpula, el lugar donde tiempo atrás me había mostrado la majestad de las realizaciones de los Reyes Sacerdotes, donde una vez había aludido a las modificaciones de la red ganglionar, gracias a las cuales su gente había conquistado el enorme poder que ahora poseía. No advirtió mi cercanía, quizá porque no creía que yo fuese tan tonto que sin armas me atreviese a enfrentarlo.

De pronto se volvió y me vio, y casi en el mismo instante disparó su arma. Rodé por el sendero, y después la curva de la cúpula se interpuso entre el Rey Sacerdote y yo. El arma disparó de nuevo, y practicó un orificio en la cúpula, varios metros más abajo. Dos veces más Sarm disparó y otras dos veces salté de un lado a otro, tratando de mantener la superficie del globo entre mi persona y el rayo. Después, vi que se volvía y reanudaba sus disparos contra los paneles. Entonces comencé el ascenso. Pude ver cómo se atenuaba la llama del tubo de plata y por último desaparecía; comprendí que al final había agotado la carga.

Me pregunté qué podría hacer ahora Sarm.

Con movimientos lentos continué subiendo, y evité con mucho cuidado las partes arruinadas del sendero que llevaba a la cima de la cúpula.

Aparentemente, Sarm no tenía prisa. Estaba dispuesto a esperarme. Lo vi arrojar el tubo de plata, y éste cayó por uno de los grandes orificios practicados en el globo y desapareció en la violenta y burbujeante masa púrpura que hervía debajo.

Finalmente, me detuve, a unos diez metros del Rey Sacerdote.