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Estaba mirándome, y sus antenas se orientaron hacia mí, y se irguió cuan alto era.

—Sabía que vendrías —dijo.

A la izquierda, un muro comenzó a derrumbarse. Una nube de polvo envolvió durante un momento la figura de Sarm.

—Estoy destruyendo el planeta —dijo.

—Ya cumplió su propósito —dije. Me miró.

—Albergó al Nido de los Reyes Sacerdotes, pero ahora ellos ya no existen... sólo quedo yo, Sarm.

—En el Nido todavía hay muchos Reyes Sacerdotes —dije.

—No —replicó—, hay sólo uno, el Primogénito, Sarm... aquel que no traicionó al Nido, el que fue bien amado de la Madre, el que conservó y honró las antiguas verdades de su pueblo.

Más piedras cayeron del techo de la cámara y rebotaron sobre la superficie de la desgarrada cúpula azul.

—Has destruido el Nido —dijo Sarm mirándome con ojos desorbitados—. Pero ahora, yo te destruiré.

Desenvainé la espada.

Sarm aferró la barra de acero que formaba la baranda a la izquierda del camino y con la fuerza increíble de los Reyes Sacerdotes, de un solo movimiento arrancó un pedazo de alrededor de seis metros.

Retrocedí un paso, y Sarm comenzó a avanzar.

—Primitivo —dijo Sarm, mirando la barra de acero que sostenía, y luego volvió los ojos hacia mí, enroscando las antenas—, pero apropiado.

Comprendí que no podía continuar retrocediendo, porque Sarm era mucho más veloz que yo, y estaría sobre mí antes de que pudiese dar media vuelta. No podía saltar a los costados porque allí encontraría únicamente la suave curva del globo azul, y la caída hasta el suelo significaba una muerte segura.

Y frente a mí estaba Sarm, el arma preparada para golpear. Si me hubiese atrevido a apartar los ojos de él, habría podido apreciar la maravilla del Nido y la destrucción que lo consumía. En el aire había nubes de polvo, las paredes se derrumbaban y las piedras caían al suelo, y el propio globo y el camino que lo rodeaba parecían estremecerse.

—Golpea —dije—, y acabemos de una vez.

Sarm alzó la barra de acero y yo percibí la asesina intensidad que transformaba todo su ser, y cómo cada una de esas fibras doradas se preparaba para entrar en acción, el momento en que la larga barra aplastaría mi cuerpo.

Me agazapé, empuñando la espada, esperando el golpe.

Pero Sarm no atacó.

Vi asombrado que descendía la barra de acero, y Sarm se inmovilizaba súbitamente en una actitud de profunda percepción. Se le movieron las antenas, y cada uno de los vellos sensoriales de su cuerpo se agitó y alargó. De pronto, pareció que se le debilitaban los miembros.

—Mátalo —dijo—. Mátalo.

Entonces, también yo percibí algo, y me volví.

Detrás, subiendo por el estrecho camino, apoyado en sus seis pequeñas patas, estaba el Escarabajo de Oro que yo había visto abajo.

Los pelos de la melena de su lomo estaban erguidos como antenas, y se movían con el mismo ritmo suave que las plantas submarinas cuando las agitan las corrientes de agua del mar.

El olor narcótico que emanaba de esa cabellera móvil llegó hasta mí, pese a que yo me encontraba en una atmósfera de aire fresca, cerca de la cima del gran globo azul.

—Mátalo, Cabot —dijo la voz del traductor de Sarm—. Cabot, por favor. El Rey Sacerdote no podía moverse. —Eres humano —continuó el traductor—. Puedes matarlo. Mátalo, Cabot, por favor.

Me aparté a un lado, y aferré la baranda del camino.

—No está bien —dije a Sarm—. Es un grave delito matar a un Escarabajo de Oro.

El cuerpo pesado de la criatura pasó a mi lado, las minúsculas antenas extendidas hacia Sarm, las pinzas huecas abiertas.

—Cabot —dijo el traductor de Sarm.

—De este modo —dije—, los hombres usan contra ellos los instintos de los Reyes Sacerdotes.

—Cabot... Cabot... Cabot... —dijo el traductor.

Entonces, cuando el escarabajo se aproximó a Sarm, el Rey Sacerdote se acostó en el suelo, casi como si estuviera de rodillas y súbitamente hundió el rostro y las antenas entre los pelos móviles del Escarabajo de Oro.

Vi cómo las mandíbulas huecas aferraban y herían el tórax del Rey Sacerdote.

Más polvo de rocas se interpuso entre mi persona y la pareja unida en el abrazo de la muerte.

Las antenas de Sarm estaban hundidas en los vellos dorados del escarabajo; los apéndices, con sus vellos sensoriales, acariciaban el vello dorado, e incluso Sarm tomó algunos de los pelos en su boca, y con la lengua trató de lamer la secreción que brotaba de ellos.

—El placer —dijo el traductor de Sarm—, el placer, el placer.

No pude cerrar los oídos al siniestro sonido de las mandíbulas succionadoras del escarabajo.

Ahora comprendía por qué se permitía que los Escarabajos de Oro viviesen en el Nido, por qué los Reyes Sacerdotes no los mataban, aunque eso a veces significaba su propia muerte.

Me pregunté si los vellos del Escarabajo de Oro, cargados con su secreción narcótica, eran adecuada recompensa para un Rey Sacerdote, para los milenios de ascetismo durante los cuales desvelaban los misterios de la ciencia. Si constituían una culminación aceptable para una de esas vidas prolongadas que dedicaban al Nido, a sus leyes, al deber, y a la búsqueda y la manipulación del poder.

Comprendí que los Reyes Sacerdotes tenían pocos placeres, y ahora pensé que el principal podía ser la muerte. Por una vez, como fruto de un esfuerzo supremo de la voluntad, Sarm, que era un gran Rey Sacerdote, apartó la cabeza de los vellos dorados y me miró.

—Cabot —dijo su traductor.

—Muere, Rey Sacerdote —dije en voz baja.

El último sonido que brotó del traductor de Sarm fue:

—... el placer.

Después, con el último latido espasmódico de la muerte, el cuerpo de Sarm se desprendió de las mandíbulas del Escarabajo de Oro y de nuevo se irguió en toda su gloria, con sus seis o siete metros de cuerpo dorado.

Permaneció así un momento a un paso de la cima de la gran cúpula azul que ardía y silbaba con la fuente de energía de los Reyes Sacerdotes.

Por última vez miró alrededor, y sus antenas registraron la grandeza del Nido, y después cayó a un costado y se deslizó por la superficie del globo y se hundió en la masa hirviente que estaba debajo.

El Escarabajo, letárgico e hinchado se volvió lentamente para enfrentarme.

Con un golpe de la espada le abrí la cabeza.

Permanecí allí, cerca de la cima del globo, y miré el Nido que se derrumbaba.

Abajo, cerca de la puerta de la cámara, vi las figuras doradas de los Reyes Sacerdotes, entre ellos Misk.

Me volví y comencé a descender lentamente.

32. Hacia la superficie

—Es el fin —dijo Misk—, el fin. Ajustó frenético los controles de un gran panel, las antenas tensas a causa de la concentración, mientras trataba de interpretar los datos de los indicadores.

Al lado, otros Reyes Sacerdotes trabajaban intensamente.

Contemplé el cuerpo de Sarm, dorado y destrozado, tendido entre los escombros del suelo, manchado por el polvo que formaba una niebla en la sala.

Oí cerca la tos ahogada de una joven, y pasé el brazo sobre los hombros de Vika de Treve.

—Nos llevó bastante tiempo llegar aquí —dijo Misk—. Ahora es demasiado tarde.

—¿El planeta? —pregunté.

—El Nido... el mundo —afirmó Misk.

Ahora, la masa hirviente contenida en el globo púrpura comenzó a quemar las paredes que la contenían, y se oían crujidos y aparecían arroyuelos de una sustancia espesa, como lava azul, que presionaba constantemente pugnando por salir del globo.

—Debemos salir de la cámara —dijo Misk—, porque el globo no resistirá.

Señaló una aguja que se movía desordenadamente.

—Salgan —dijo el traductor de Misk.

Alcé en brazos a Vika y la retiré de la cámara, y detrás venían los Reyes Sacerdotes y los humanos que los habían acompañado.

Me volví a tiempo para ver a Misk que se apartaba del panel y corría hacia el cuerpo de Sarm, tendido entre los escombros. Se oyó un silbido y todo el costado del globo se resquebrajó y comenzó a derramarse una avalancha de espeso fluido que inundó la habitación.