Contemplé los rostros atemorizados de los Iniciados. Me pregunté si las cabezas afeitadas, tradicionales durante siglos en los Iniciados, tenían cierta relación, ahora olvidada, con las prácticas higiénicas del Nido.
Me agradó ver qué, a diferencia de los Iniciados, los hombres de otras castas no se prosternaban. Allí se habían reunido hombres de todas las ciudades, y quizá, incluso, sobrevivientes de la desaparecida Ko-ro-ba; y pertenecían a castas muy diferentes, algunas incluso tan bajas como la de los Campesinos, los Curtidores, los Tejedores, los Pastores, los Poetas y los Mercaderes. Pero ninguno se prosternaba como hacían los Iniciados.
Un Iniciado se mantenía erguido, y eso me complació.
—¿Vienes del mundo de los Reyes Sacerdotes? —preguntó.
Era un hombre alto, bastante corpulento, pero tenía la voz muy profunda, y que sin duda impresionaba en uno de los templos de los Iniciados, construidos para acentuar todo lo posible los efectos acústicos. Tenía los ojos muy agudos y sagaces y en la mano izquierda un grueso anillo con una gran piedra blanca, tallada con el signo de Ar. Supuse que era el Supremo Iniciado de Ar.
—Vengo del país de los Reyes Sacerdotes —dije, alzando la voz de modo que me oyese el mayor número posible. No deseaba una conversación privada que después corriese deformada de boca en boca.
—¡Quiero hablar! —grité.
—Espera —dijo—, ¡oh bienvenido mensajero de los Reyes Sacerdotes!
El hombre hizo un gesto con la mano y trajeron un bosko blanco, un bello animal de pelaje largo y cuernos curvos. Le habían aceitado el pelaje, y de los cuernos colgaban cuentas de colores.
El Iniciado desenfundó un cuchillo, cortó un mechón de pelo del animal y lo arrojó a un fuego cercano. Después, impartió una orden, y uno de sus subordinados, armado de una espada cortó el cuello del animal que cayó de rodillas.
Mientras esperaba impaciente, otros dos hombres cortaron una pierna de la bestia sacrificada, y el miembro grasiento y ensangrentado fue puesto al fuego.
—¡Todo lo demás ha fracasado! —exclamó el Iniciado, agitando las manos en el aire. Después, comenzó a rezar en goreano arcaico, lenguaje utilizado por los Iniciados en sus diferente ceremonias. Cuando terminó su rezo, los Iniciados se reunieron alrededor, y él gritó:
—Oh, Reyes Sacerdotes, que este último sacrificio calme vuestra ira. Que este sacrificio os sea grato y así nuestros ruegos sean escuchados. ¡Lo ofrece Om, el primero de los Supremos Iniciados de Gor!
—No —gritaron otros Iniciados, los Supremos Iniciados de otras ciudades. Sabía que el principal sacerdote de Ar aspiraba a la hegemonía sobre los demás, pero por supuesto su pretensión era refutada por otros miembros de la casta, que a su vez se consideraban con derecho al cargo supremo en sus respectivas ciudades.
—¡Es el sacrificio que todos ofrecemos! —gritó uno de los enemigos de Om.
—¡Sí! —gritaron otros.
—¡Miren! —exclamó el Supremo Iniciado de Ar. Señaló el humo que ahora se elevaba de un modo casi natural. —¡Mi sacrificio ha sido grato a las narices de los Reyes Sacerdotes! —exclamó.
—¡Nuestro sacrificio! —exclamaron alegremente los restantes Iniciados.
Un clamor salvaje brotó de las gargantas de la multitud reunida, porque los hombres comenzaron a entender de pronto que su mundo retornaba a la normalidad.
—¡Vean! —gritó el Supremo Iniciado de Ar.
Señaló el humo que, ahora que el viento había cambiado, derivaba hacia los Montes Sardos. —Los Reyes Sacerdotes inhalan el humo de mi sacrificio.
—¡Nuestro sacrificio! —insistieron los restantes sacerdotes.
Había abrigado la esperanza de usar esos momentos, esa oportunidad que se ofrecía antes de que los hombres de Gor advirtieran que se restablecían la gravedad y las condiciones normales, para exhortarlos a renunciar a sus guerras interiores, para pedirles que buscasen la paz y la fraternidad. Pero el Supremo Iniciado de Ar me había desplazado, y aprovechado la oportunidad para cumplir sus propios propósitos.
Entonces, mientras la multitud se regocijaba y comenzaba a dispersarse, comprendí que yo ya no era importante. A lo sumo, era otro indicio de la piedad de los Reyes Sacerdotes. Habían permitido que alguien regresara de los Sardos.
Pero también noté que los Iniciados me habían rodeado. Sus normas no les permitían matar, pero sabía que utilizaban con ese fin a hombres de otras castas.
Me volví hacia el Supremo Iniciado de Ar.
—¿Quién eres, forastero? —preguntó.
En goreano, se utiliza la misma palabra para expresar las dos ideas: “forastero” y “enemigo”.
Pero no estaba dispuesto a revelarle mi nombre, mi casta ni mi ciudad. Sus compañeros comenzaron a cerrar un círculo alrededor de mí.
—En realidad, no viene de los Sardos —dijo otro Iniciado.
—No —agregó otro—. Yo lo vi. Salió de la multitud, atravesó la empalizada y después vino hacia aquí. No vino de las montañas.
—Pero eso no es cierto —exclamó Vika—. Estuvimos en los Sardos. ¡Hemos visto a los Reyes Sacerdotes!
—Ella blasfema —dijo uno de los Iniciados.
De pronto, experimenté un sentimiento de profunda tristeza, y me pregunté cuál sería el destino de los humanos que venían del Nido si intentaban retornar a sus ciudades o al mundo de la superficie. Quizá si guardaban silencio lograrían salvar la vida, pero no por cierto en sus respectivas ciudades, porque los Iniciados locales sin duda recordarían que habían ido a los Montes Sardos, y tal vez habían logrado entrar.
Comprendí que lo que sabía y lo que otros sabían poco importaba en el mundo de Gor.
—Es un impostor —dijo uno de los Iniciados.
—Debe morir —afirmó otro.
Formulé un ruego íntimo de que los humanos que retornaban del Nido no fueran perseguidos por los Iniciados y quemados o sacrificados como herejes y blasfemos.
Me sentí profundamente asombrado ante la pequeñez y la mezquindad del hombre. Después, avergonzado, comprendí que había estado a un paso de traicionar a mis semejantes. Había proyectado aprovechar ese momento, y fingir que traía un mensaje de los Reyes Sacerdotes, un mensaje que les recomendaba vivir como yo deseaba que ellos vivieran, que les recomendaba respetar a sus semejantes, ser buenos y dignos de la herencia de un ser racional. Sin embargo, ¿de qué valían todas esas cosas si provenían no del corazón del propio hombre, sino de su temor a los Reyes Sacerdotes o de su deseo de complacerlos? No, no intentaría reformar al hombre fingiendo que mis deseos eran los deseos de los Reyes Sacerdotes, pese a que eso podía ser eficaz un tiempo, porque los deseos de reforma, el anhelo de elevarse, deben ser los suyos propios y no los ajenos. Si el hombre se eleva, tiene que hacerlo únicamente con sus propias fuerzas.
Estaba agradecido al Supremo Iniciado de Ar por haber interferido.
El Supremo Iniciado de Ar hizo un gesto a sus compañeros, que se iban acercando cada vez más a mí.
—Retrocedan —dijo, y fue obedecido.
El sacerdote y yo nos miramos. De pronto, sentí que no era mí enemigo, y advertí que tampoco él me consideraba una amenaza o un enemigo.
—¿Sabes algo de los Sardos? —le pregunté.
—Bastante —dijo.
—Entonces, ¿por qué te comportas así? —pregunté.
—Difícilmente lo entenderías —dijo.
—Háblame —pedí.
—En la mayoría de los casos —explicó— es como tú piensas, son nada más que sencillos miembros de mi casta, individuos crédulos. Hay otros que sospechan la verdad y se sienten torturados, o que sospechan la verdad y fingen... pero yo, Om, Supremo Iniciado de Ar, y algunos de los Supremos Iniciados, no somos como ellos.